21/11/2024 15:00
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«Ha muerto a consecuencia de la herida recibida en la operación de Anvar, la víspera del día de San José, el Comandante Jefe de la Segunda Bandera da la Legión, D. Carlos Rodríguez Fontanes. ¡Qué pena tan amarga!

Se trata de la persona a quien yo más quería en el Tercio, quien fue para mí más que un padre en esta vida de campaña en que los corazones se hermanan y se compenetran absolutamente.»

Enfermera del Tercio de Extranjeros y Comandante Fontanes

De esta manera, Carlos Micó, legionario y periodista, redactaba su nota de prensa hace casi un siglo, 99 años repletos del marchamo de gestas heroicas, del imborrable rastro de relatos y episodios, de inolvidables recuerdos que, como el del comandante Fontanes, paradójicamente nos trasladan al lado más humano y vital de ese «legía» que nunca le pierde la cara a la Muerte. 

Un día tan fraternalmente especial como el de hoy, Fontanes agonizaba ante los «hijos» legionarios de su Bandera, hombres que no podían contener el llanto por el prematuro adiós de ese entrañable oficial al que seguían como mando y querían como padre.

Sin embargo, la guadaña había sido certera en el coqueteo con el jefe de la II Bandera y su historia, indudablemente, ha pasado a los anales del infortunio que la azarosa vida legionaria puede llegar a deparar. No pudo haber peor traición del destino.

Meses antes, Carlos Rodríguez Fontanes y la Legión habían sido protagonistas en la Salvación de Melilla, en aquella terrible marcha a Ceuta y, desde allí, la posterior travesía marítima para, con el comandante Franco y el teniente coronel Millán-Astray, devolver la esperanza a un pueblo melillense a punto de ser pasado a cuchillo por las huestes de Abd el-Krim. Hoy, de manera infame, ese cuchillo, disfrazado de indignas decisiones políticas, lo manejan los gestores del odio en un alarde de «conciliadora» provocación.

Desde el Desastre de Annual, los acontecimientos se habían precipitado al mismo tiempo que los deseos de alcanzar la gloria del recién creado Tercio de Extranjeros, esa unidad que comenzaba a patear senderos en los que bravura y acometividad se convertían en santo y seña del tortuoso camino por recorrer. Los espíritus del Credo Legionario se encargarían del resto.

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Y todo ese cúmulo de situaciones propiciadas por la llamada de acudir al fuego iban a suponer una excesiva presencia de la Legión en el terrible frente de batalla africano, marco incomparable de unos combates que, individual o colectivamente, se convertirían en el bautismo de fuego de aquellos héroes legionarios; algunos, si cabe, con el valor añadido de una fogosidad combativa ajena a las responsabilidades contraídas con la vida misma o su propia familia.

Esa vida había sido injusta con el comandante a través de una serie de circunstancias acaecidas en un entorno cuya crueldad parecía haberse cebado en un hombre que, tras perder a su mujer, iba a dejar 9 huérfanos, todos menores de edad. 

En un principio, la solución más cercana, su hermana, también falló al dejar este mundo un mes antes de que el infortunio volviera a noquear a una familia continuamente acosada por la caprichosa Muerte. Al comandante ya sólo le quedaba la ayuda de su anciana madre y la precoz madurez de sus dos hijos mayores para sacar las castañas del fuego y encargarse del resto de hermanos.

Tras asumir el mando de la II Bandera por una repentina enfermedad del primer jefe, el comandante Cirujeda, Fontanes iba a vivir el protagonismo en una vanguardia en la que la oficialidad legionaria se batía el cobre como el que más. Y, sin miramientos, así se lo había hecho saber al capitán médico Fidel Pagés que, de posición en posición, hacía lo que podía para salvar el mayor número de vidas entre aquellos hombres en los distantes frentes de las  tierras africanas. 

Mapa situacional con referencia a Anvar, lugar del fallecimiento del Comandante Fontanes

Horas antes de su partida de este mundo, Fontanes había entablado conversación con el médico que, perplejo, escuchaba los argumentos de su superior respecto a sus temerarias intervenciones en primera línea. Luego, esa perplejidad se tornaría en estupor al tener conocimiento de la prole de su tímido interlocutor. 

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Al final, de la perplejidad y estupor de aquellos testimonios se pasó al silencio de una vida trágicamente interrumpida por una bala cuya trayectoria el comandante no pudo esquivar. Las horas pasaron deprisa en el reloj de un Fontanes que recordaba el plazo del que el médico le había hablado el día anterior: «las heridas de bala en el vientre no son mortales si se interviene y practica una cirugía en las cuatro  horas posteriores al balazo.»

La presteza, la diligencia, el heliógrafo, la locura por hallar a Pagés no fructificaron en ese halo de esperanza que mantenía vivo a un comandante rodeado de decenas de hombres hambrientos y sedientos por la falta de víveres en las condiciones infrahumanas en las que se hallaban. 

Pasaron las horas, se acabaron las fuerzas para volver a ver el reloj y Pagés no apareció. Era cuestión de tiempo en aquella noche que empezaba a cubrir un campamento asolado por la tristeza y atemorizado ante una nueva embestida de un enemigo envalentonado tras hacerse con los tanques abandonados.

– ¿Pero no me curan? Mis hijos, las pobres niñas. Pero es por la Patria. Decidle al teniente coronel (Millán-Astray) que muero gritando «¡Viva la Legión!»..

Y «Legión» fue la última palabra que, sofocada por la congoja, salió de aquella garganta estrangulada por el agónico dolor de la herida mortal. El tenue eco de aquellas seis letras se tornó en la orfandad de unos hijos que no pudieron despedir a su padre y unos hombres cuyos duros corazones jamás habían presenciado un desenlace de tal calibre.

 

Autor

Emilio Domínguez Díaz