07/05/2024 21:44
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Seguimos con la publicación de la Segunda Parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador»,  las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.

Para «El Correo de España» es una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean.

 

LOS NIETOS DE «PEGASO»

 

 

«Señor -dijo el indio-, este caballo

que aquí veis es maravilloso. Con él podéis

trasladaros en un momento a cualquier

lugar que elijáis…»

 

 

Descendiente -según la Real Academia- viene de descender (del latín descendere) y descender es bajar, caer o proceder… proceder, por natural propagación, de un mismo principio o persona común, que es la cabeza de la familia.

Pues bien, en este último sentido y centrándonos en las palabras «de un mismo principio» nadie podrá negar que hay dos caballos -especialmente dos- que son descendientes de «Pegaso»… es decir, nietos o tataranietos lejanos del caballo alado de la Mitología griega. Bien es verdad que ninguno de los dos tuvo alas ni cuerpo de carne y hueso y que ambos si volaban lo hacían gracias a un «mecanismo» artificial.

Pero, lo que está claro es que los dos tienen un espacio en la literatura, en la leyenda y en la memoria de los hombres… aunque, la verdad sea dicha, no llegaran a alcanzar, como el «Pegaso» griego, la categoría del «mito». Y es que «mito Pegaso» sólo puede haber uno.

En fin, vayamos al encuentro de «Las mil y una noches» y del famoso hidalgo «Don Quijote de la Mancha», o lo que es lo mismo, de la «Historia del caballo encantado» y del «Clavileño» de Cervantes. Porque estos son los dos caballos que pueden considerarse descendientes de «Pegaso».

La «Historia del caballo encantado» es una de las que aquella sagaz sultana Sherezade contó al soberano de Persia, su marido, durante las largas «mil y una noches» de la leyenda.

Y comienza así:

 

«Terminaba su audiencia pública un día el rey de Nehu cuando vio venir hacia él a un indio de mirada aviesa y cabellos crespos. Llevaba un hermoso caballo negro por la brida y, al pronto, parecía éste un caballo de verdad.

El rey se le quedó mirando y le indicó que dijese qué deseaba.

-Señor -dijo el indio-, este caballo que aquí veis es maravilloso. Con él podéis trasladaros en un momento a cualquier lugar que elijáis, por lejano que esté el lugar en que lo montéis.

Quiso el rey averiguar si ello era cierto y se acercó a verlo mejor. Pero el caballo no ofrecía más particularidad que estar completamente inmóvil y como sin vida.

-Estoy dispuesto a hacer la experiencia delante de Vuestra Majestad -dijo el indio-. Y nada mejor que probarlo en seguida.

Diciendo esto montó el caballo, metió los pies en los estribos y esperó la orden del rey. A varias leguas de la capital había una montaña que el rey solía visitar cuando iba de caza y que se llamaba Chirah. Allí indicó al indio que fuese.

-No es muy grande la distancia, pero me bastará para juzgar de la velocidad y cualidades de tu caballo. Al pie del monte hay una palmera, corta una rama y vuelve con ella.

El indio hizo una señal de obediencia y empujó una clavija. Al punto el caballo negro se elevó por los aires y desapareció de la vista de la corte.

Pasaron muy pocos instantes y volvió a verse por los aires. El indio llevaba en la mano la rama de palmera.

Muy admirado el rey y gozoso de poder adquirir tan portentoso caballo, le preguntó al indio cuánto quería por él.

-Eso en el caso de que queráis venderlo -le dijo-, pues supongo que con esta intención me lo habéis mostrado.

-No, Majestad. Este caballo no puede ponerse a la venta y no era esa mi intención al mostraros sus cualidades. Lo aprecio mucho y no lo cederé sino a cambio de algo que lo merezca.

-Habla, pues. Mi reino es dilatado y puedo ofrecerte honores y seguridades para el resto de tu vida.

-A cambio de este caballo, Majestad, deseo la mano de vuestra hija, la princesa Peruze.

La corte entera se estremeció al oír tan atrevida respuesta. Era el indio tan desmedrado y repugnante de cuerpo que no se concebía a la princesa casada con él. El rey se quedó callado.

El príncipe Firuz, que asistía a la curiosa escena, viendo que su padre no decía nada, se enardeció y dijo colérico:

-Señor, ¿acaso vaciláis en contestar al atrevimiento de este indio? La princesa, mi hermana, vale mucho más que este caballo por maravilloso que sea.

-No es esa la razón que me hace callar, hijo mío. Trato de encontrar la forma de adquirir, si eso es posible, este caballo por otros medios que casar a tu hermana con un desconocido.

-¿Tanto deseáis poseerlo?

-Sí, hijo mío. No ignoras que estamos rodeados de otros reyes poderosos y a este indio le será fácil que otro monarca lo adquiera. Yo desearía adquirirlo para ti, si este indio consiente en un convenio.

-Pero, padre, por ahora este caballo sólo le sirve a él. Quizá a mí no me serviría para nada.

-Pruébalo, hijo. Estoy seguro de que el indio consentirá en ello.

-Así es, señor -dijo el indio.

 

Firuz no esperó más y se subió al caballo de un salto. Cogió las riendas y apretó la clavija del lado derecho, tal como había visto que lo hacía el indio al partir. El caballo se alzó por los aires y desapareció de la vista de todos los circunstantes.

 

-¡Ay de mí, señor! -gritó el indio-. Ha marchado sin preguntar nada y no sabrá hacerlo bajar.

-¿Cómo no se lo has advertido? -gritó el rey.

-¿Acaso no vio vuestra majestad que no me dio tiempo a nada? Si casi no le hemos visto, tan rápidamente ha montado y ha apretado la clavija…

-Pero, ¿acaso es muy difícil hacerlo bajar?

-Todo consiste en apretar otra clavija. Quizá el príncipe cuando se vea en apuros la busque. Ruego a vuestra majestad que no me haga responsable de lo que pueda suceder.

 

Estas palabras causaron gran consternación al rey y a todos los presentes. No se podía hacer nada por el príncipe y el rey comprendió que debía haberse hecho la cosa de otro modo.

 

-No puedo dejarte marchar con esa facilidad -dijo al indio severamente-. Esperaré tres meses antes de decidir tu suerte, pero mientras tanto estarás en prisión.

 

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Y se llevaron preso al indio a los calabozos de palacio. El rey, muy afligido con la desgracia ocurrida, mandó hacer oraciones en todas las mezquitas de su reino por la salud y la vida de su hijo, el príncipe Firuz.

Mientras tanto, éste volaba como el rayo por encima de las provincias de sus Estados. Pronto confundió los montes con las llanuras y se vio a gran altura. Un poco inquieto, quiso volver al lugar del que partiera, pero entonces recordó que no le había preguntado al indio el secreto de bajar.

No perdió la serenidad y se afianzó bien al caballo; se dedicó a mirar y tantear por todas partes y volvió a tirar de la clavija para ponerlo en marcha. El caballo siguió volando con la misma rapidez.

Una hora larga pasó registrando el caballo detenidamente, observando cuidadosamente todos los salientes. Por fin, descubrió otra clavija muy menuda y disimulada junto a una oreja del animal. Tiró de ella y observó que empezaba a bajar muy lentamente.

Pero el sol estaba ya en el ocaso y le fue imposible orientarse. No tuvo más remedio que dejar al caballo que le llevase a donde quisiera. Ya era completamente de noche cuando éste lo depositó en la azotea de un hermoso palacio.

Pero la «historia» no acaba aquí, ya que el príncipe Firuz conoce entonces a la princesa de Bengala y sucede todo eso que sucede en las novelas de amor… Firuz y la princesa se enamoran; vuelan los dos al reino del príncipe; la princesa es raptada por el indio, que a su vez muere a manos de los soldados del sultán de Cachemira; el sultán se enamora de la princesa, pero la princesa se hace la loca para no casarse con él; reaparece el príncipe, disfrazado de médico, y la princesa vuelve de su locura… y el príncipe salva a la princesa, regresan, se casan y colorín colorado.

Y de por medio, naturalmente, el caballo encantado… con el que los enamorados príncipes consiguen escapar, no sin antes mofarse del burlado sultán al remontar el vuelo a lomos del equino con estas palabras:

 

«Sultán de Cachemira… cuando quieras casarte con alguna princesa, procura lograr primero su consentimiento.»

 

La «historia» termina así:

 

«El caballo encantado fue propiedad del príncipe Firuz durante largos años. Luego no se supo qué había sido de él.»

 

Lo que sí se sabe -porque está en la «Historia» completa- es que el caballo era negro, que desde lejos parecía un caballo real y que se movía gracias a dos palancas (una para subir y otra para bajar) que incitan a pensar en un mecanismo interno… lo cual, teniendo en cuenta que la aviación no se descubriría hasta siglos después, demuestra la gran imaginación del autor o autores, o que la «historia» nace de la leyenda de «Pegaso». Es decir, del «mito Pegaso». De donde se deduce que los «mitos» son inmortales.

El otro caballo es el del Quijote, pero no «Rocinante», el compañero inseparable del inmortal personaje, sino «Clavileño el Aligero»… un caballo de madera con el que le hacen creer al bueno de Alonso Quijano y a su fiel Sancho que han volado por los aires al reino de Candaya. Naturalmente, la historia, como tantas otras de la obra, es una simple broma que le gastan al «caballero de la triste figura» y su escudero.

Pero, leamos parte de lo que escribe don Miguel de Cervantes y Saavedra:

 

-Por mí no quedará -respondió Don Quijote-; ved señora qué es lo que tengo que hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.

-Es el caso -respondió la Dolorida- que desde aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más o menos; pero si se va por el aire y por la línea recta hay tres mil doscientas veintisiete. Es también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mismo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Píerres robada a la linda Magalona; el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza, que parece que los mismos diablos le llevan. Este tal caballo, según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestóselo a Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien él quería o mejor se lo pagaba; y desde el gran Píerres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve de él en sus viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy está aquí, y mañana en Francia, y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme, ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en él.

 

A esto dijo Sancho:

 

-Para andar reposado y llano, mi rucio puesto que no anda por los aires; pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.

 

Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:

 

-Y este tal caballo -si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra desgracia- antes que sea medía hora entrada la noche estará en nuestra presencia; porque él me significó que la señal que me daría por donde yo entendiese que había hallado el caballero que buscaba sería enviarme el caballo, donde fuese con comodidad y presteza.

-¿Y cuántos caben con ese caballo? -preguntó Sancho.

 

La Dolorida respondió:

 

-Dos personas: la una, en la silla, y la otra, en las ancas, y por la mayor parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada doncella.

-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.

-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso; ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro; ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán; ni Frontino, como el de Rugero; ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del sol; ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en el que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.

-Yo apostaré -dijo Sancho­ que, pues que no le han dado ninguno de esos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.

-Así es -respondió la barbada condesa-; pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Aligero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante.

-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-; pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?

-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que volviéndola a una parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o rastreando y casi barriendo la tierra o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas …

 

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Y efectivamente aquella misma noche llegó «Clavileño».

 

-Pero veis aquí -escribe Cervantes- cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes vestidos todos de verde hiedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:

-Suba sobre esta máquina el caballero que tuviere ánimo para ello.

 

Después, los dos personajes, Don Quijote y Sancho, tienen unas palabras acerca de la conveniencia o no de montar a «Clavileño» y por fin se deciden. La historia continúa así:

 

-Si mal no me acuerdo -dijo Don Quijote-, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total ruina de Troya; y así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en su estómago.

-No hay para qué -dijo la Dolorida-; que yo le fío y sé que Malambruno no tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor Don Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.

 

Pareciole a Don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería poner en detrimento su valentía, y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco, pintada o tejida en algún romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y acomodándose lo mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y no nada blandas, y pidió al duque que, si fuese posible, le acomodasen de algún cojín o de alguna almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa o del lecho de algún paje; porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol que de leño. A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adornos sufría sobre sí Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que así no sentiría tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y diciendo: «Adiós», se dejó vendar los ojos, y ya después de vendados se volvió a descubrir, y mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos paternosters y sendas avemarías, porque Dios deparase quien por ellos dijese cuando en semejantes trances se viesen…

Naturalmente, la historia termina, como todas las de Don Quijote, en un gran «batacazo»… ya que los directores de la «broma», y después de «extraordinario contento» y haber hecho creer a los dos personajes que volaban realmente por los aires y hasta por la «región del fuego», habían guardado lo mejor para el final.

«Y queriendo dar remate a la extraña y bien fabricada aventura -escribe Cervantes-, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires, con extraño ruido, y dio con Don Quijote y Sancho Panza en el suelo medio chamuscados.»

Leído lo cual fácil es deducir que la historia de «Clavileño» desciende «de un mismo principio», es decir, de «Pegaso», a quien además menciona la «Dolorida» al hablar de los nombres de caballos famosos. Aunque lo de ser de madera y el que se mueva por medio de una clavija hace pensar que Cervantes también conocía el cuento de «Las mil y una noches».

Sea lo que fuere, el hecho es que el «mito Pegaso», aquel caballo volador de la Mitología griega, sobrepasó las fronteras y ha cabalgado a través de los tiempos tan vivo como «en vida».

Y es que pueden morir o desaparecer los hombres y las naciones, los reyes y los tiranos, los imperios y las civilizaciones… ¡ay!, pero los «mitos», jamás. Porque los «mitos» están por encima de la muerte y son inmortales.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.