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Salón de actos de San Celoni, 8 de Julio de 1.971

Gracias muy de veras por este recibimiento clamoroso. Por es­tos aplausos y por estas pancartas, que tienen para mí dos facetas importantes: la primera, creo yo, es algo así como una especie de desagravio por la prohibición impuesta por la superioridad en el mes de enero, que me redujo al silencio y me impuso la ausencia en los actos conmemorativos de la liberación de la ciudad de Granollers, que organizaron sus hermandades de ex combatientes.

A veces, -me supongo que también os ocurre a vosotros- no en­tendemos nada; o bien, a fuerza de no entender nada, acabamos entendiéndolo todo. Pero, en principio, ni vosotros ni yo, por supuesto, podemos entender cómo habiendo merecido el honor, y yo aceptado como tal, del Jefe del Movimiento, Francisco Franco, de ser designa­do Consejero Nacional, puedo merecer su confianza, y merecer al mismo tiempo la desconfianza y la descortesía de quienes le están subordinados.

Y, en segundo lugar, y esto sí que es de verdad importante, el acto que hoy celebramos es una conmemoración anticipada de las conmemoraciones que, evidentemente, tendrán lugar con motivo de la fiesta, ya próxima, del Rosario, la fiesta del 7 de octubre, que en este año de 1.971 coincide con el cuatricentenario de la victoria de las naciones cristianas contra los turcos en el golfo de Lepanto.

¿Por qué vamos a ocuparnos hoy, aquí -con la brevedad posible, por razón del tiempo y de la hora-, de Lepanto y de su actualidad? Pues veréis. No sólo por la vinculación que la tierra catalana tiene con la jornada de Lepanto, sino, además, porque para nosotros, la Historia no solamente es objeto de observación y de contemplación -como puede ser, por ejemplo, para un archivero-, ni tampoco se explica por una serie de factores económicos, porque eso sería tanto así como entender la Historia según   un juicio puramente ma­terialista, rara nosotros, los cristianos, la Historia la hacemos los hombres, la hacen los hombres -ciertamente bajo el signo de la Providencia-, pero la Historia está en manos de nuestra libertad; por eso, nosotros no creemos del todo en eso de los signos de los tiempos, porque los tiempos, como tantas veces hemos dicho, no signan las épocas, sino que son los hombres con su recia voluntad los que signan los tiempos.

No tenemos un concepto trágico, griego, fatalista, de la His­toria, porque creemos que la Historia la hacen los hombres, hombres, naturalmente, de carne y de hueso; no hombres abstractos, no hombres ideales, no hombres hipotéticos, sino hombres con sus virtudes y sus debilidades, hombres que están sobre el planeta, hombres que están sobre la Tierra, y hombres que, naturalmente, hacen la Historia en función de su voluntad y de su libertad, contando con la Geografía en la cual los hombres, a través de la Historia, cabalgan.

Pues bien, cuando los hombres han hecho Historia, cuando los hombres hacen Historia, cuando los hombres hagan en el futuro His­toria, tendrán que tener en cuenta unos factores que se llaman «geopolíticos». Estos factores geopolíticos, estas coordenadas geopolíticas, de alguna forma marcan el hilo de la Historia; le imponen unos ciertos condicionamientos, con los cuales el hombre, con su libertad, tiene forzosamente que contar.

Vivimos hoy una época de confusión, de anarquía, no sólo moral, sino también de los principios. No olvidemos que cuando hay anarquía moral, cuando hay desorden moral, pero se conservan los principios, mediante la apelación a los principios, con nuestra voluntad y con la Gracia de Dios, se restaura el orden moral concul­cado. Pero, cuando esos principios desaparecen, cuando los Mandamientos no existen, cuando el pecado se disfraza de indiferencia o de virtud, entonces, ya no cabe, para corregir la corrupción moral, ninguna apelación a los principios.

Pues bien, en un momento no sólo de corrupción moral, sino de corrupción doctrinal, de corrupción de los principios, a nosotros nos interesa muy mucho traer a colación lo que fue Lepanto, lo que significó Lepanto y la serie de fuerzas de todo orden que se dieron cita en aquella epopeya singular que nuestro Miguel de Cervantes definió como «la mayor ocasión que vieron los siglos».

¿Qué fue lo que ocurrió entonces? ¿Cuáles fueron las fuerzas, las ideologías, las actitudes, los peligros, que se dieron cita en torno a aquella jornada gloriosa del golfo de Lepanto?

En primer lugar, había un peligro, el peligro turco. Los tur­cos iban apoderándose de Europa. Hay una fecha que muchos todavía recordarán de su infancia, de su adolescencia. Se contaba como principio de la Era Moderna -después sustituida por la fecha del descubrimiento de América por Cristóbal Colón y por los españoles- el año 1.453, cuando los turcos entraron victoriosos y triunfantes en Constantinopla.

El jefe de los otomanos puso su mano ensangrentada, como un símbolo, sobre los muros del templo de Santa Sofía de Constantinopla. A partir de este momento, el avance de los turcos sobre Europa es incesante. Por una parte, invaden el corazón de Europa, llegan hasta el centro de Europa. En el año 1.547 se hallan a las puertas de Viena y consiguen que el rey de Austria les entregue una parte de Hungría, y la catedral cristiana de Pest se transforma en mezquita.

Los principados que constituyen Rumania: Valaquia, Moldavia, Besarabia y Transilvania, de tal forma están sometidos a la subli­me Puerta, que no pueden elegir los príncipes que han de gobernar­los sin la anuencia y sin el consentimiento del sultán.

Crece de tal forma la fuerza religiosa, militar y política de los turcos, que extienden su jurisdicción y su poderío a toda la costa del norte de África. La flota turca empieza a merodear con incursiones corsarias por las tierras cristianas del Mediterráneo. Llega un momento, en 1.566, en que la isla de Malta -nuevamente muy de moda- sufre un tremendo asedio, y allí se cubren de gloria los defensores cristianos del castillo de San Telmo.

En el año 1.570, los turcos llegan a Chipre. Se apoderan de Nicosia y de Famagusta, y ocupan toda la isla. Pasan a cuchillo a los cristianos. Se producen escenas trágicas y dramáticas, que se han reproducido, desgraciadamente, en nuestra última contienda de Liberación. Son pasados a cuchillo los hombres que defienden la Cruz.

Hay una gran indignación en el mundo cristiano, una gran indignación en Europa. Pero, ¿qué hacen los países de Europa? ¿Qué hacen las nuevas nacionalidades cuando parece que se ha quebrado el principio doctrinal y político de la cristiandad? ¿Qué hacen los reinos de Europa frente al peligro turco? Hoy hablamos mucho de coexistencia pacífica. Pues bien, entonces había quien practicaba la coexistencia pacífica, quien, como ahora sucede en el mundo libre, se volvía de espalda a los sagrados intereses de la cristiandad y pactaba con el turco. Así, el puerto de Marsella, que pertenecía al rey de Francia, logró un gran desarrollo económico y mercantil, debido a un pacto del rey de Francia con la Sublime Puerta de Tur­quía.

Los reinos de Europa estaban preocupados, pero no querían participar en la contienda. Alemania había extinguido su vinculación con Roma con la protesta de Lutero. Inglaterra se hundía en el anglicanismo. El rey de Portugal, harto si podía mantenerse en su trono, infectado el país de corsarios en la costa y de bandidos en el interior. Los principados y los pequeños reinos de Italia eran po­bres y no tenían fuerza militar ni fuerza económica.

Entonces, ¿adónde se dirigen las miradas? ¿Cuál es el país que se encuentra en la retaguardia del Mare Nostrum? ¿Cuál es la fuerza política y militar instrumentada al servicio de los grandes ideales de la cristiandad? Ese país es España. En España se han puesto las esperanzas de los hombres cristianos frente al peligro de la Media Luna. Este mar nuestro, este mar occidental, este mar latino, este lago europeo, se había convertido, poco a poco, en una zona atravesada por fronteras, puesto que los barcos cristianos -salvo el caso de Francia- no podían llegar hasta los puertos de Siria y del Cercano Oriente. Venecia había perdido en el Peloponeso todas sus posiciones. Lepanto se había perdido también. La mirada se pone en España.

España es la gran potencia del siglo XVI. La potencia en la que están puestas todas las esperanzas del mundo cristiano. ¿Y cuál fue entonces -y hago caso omiso de las comparaciones que ya en vuestra mente están surgiendo- el comportamiento de España, la gran poten­cia del mundo occidental y cristiano? España, entonces, ante el peligro de la Media Luna no practicó la política fácil y cobarde de la coexistencia pacífica. Entonces, España, militante, Estado siempre en misión, dándose cuenta de su papel y de su responsabilidad frente a la Historia y frente al futuro, no pacta con los tur­cos para conseguir ciertos privilegios de carácter mercantil en el Lejano Oriente. España no rinde pleitesía. No entrega parias ni entrega ducados en señal y tributo de vasallaje al Gran Turco. Es­paña no entrega parte de su territorio como lo hizo Austria con relación a Hungría.

España se arma espiritual y materialmente para entrar en la lid. España, primero, va a despejar los problemas de su unidad in­terior y emprende la campaña contra los moriscos de la Alpujarra, para que no quede en su territorio ninguna «quinta columna» que sea capaz de desorientar o debilitar y deshacer su frente político y religioso.

Don Juan de Austria consigue esta unidad política interior y robusta que coloca a España en dispositivo de combate. Y España no se niega, en la medida en que le es posible, a enviar expediciones de esperanza a los pueblos cristianos sometidos de Europa. Estamos acostumbrados a leer la Historia de Europa y la Historia de Occidente desde el campo de la cristiandad. Olvidemos lo mucho que su­frieron, lo mucho que entregaron, lo mucho que se sacrificaron los pueblos cristianos de Europa Oriental que estuvieron sometidos al poder de los turcos.

­     España no olvidó a las poblaciones esclavizadas. España envió una expedición de catalanes y de aragoneses, que podía recordar la vieja expedición de vuestro Roger de Lauria a Grecia, para auxiliar a los cristianos que, en una guerrilla permanente, tenían en jaque a los jenízaros. Los «kleptas”, los cristianos griegos, los cristianos fieles a Occidente, los cristianos de Grecia fieles a la Cruz, estaban en lucha permanente contra los jenízaros de la Media Luna.

Si conocéis un poco la literatura griega, sabréis que las grandes baladas del siglo XVI cantan las hazañas y el heroísmo de los muchachos griegos de las montañas del Norte, que mantuvieron su independencia frente al poder de los turcos y de los jenízaros.

Pero no fueron únicamente expediciones militares de ayuda a los pueblos cristianos, sino que, además, cuando se produce el si­tio de Malta, cuando La Valette -sabéis que éste es el nombre que como recuerdo de su defensor lleva la capital de la isla- está manteniendo el asedio frente a escuadras y soldados turcos, los más aguerridos y avezados, España no permanece impasible ante la inva­sión, como permanecen hoy grandes potencias occidentales ante la invasión de los tanques soviéticos a los pueblos pequeños.

Desde Sicilia, que entonces era España, porque pertenecía al Reino de Aragón, nuestro país envía ayuda a los cristianos del si­tio de Malta. Y allí va nuestro Álvaro de Bazán, el marqués de Santa Cruz, el almirante de las galeras del Mediterráneo y de la mar Océana, con treinta galeras desembarca en la isla, ofrece socorro y ayuda al señor de La Valette, consigue despejar la situación y que los turcos salgan definitivamente de Malta.

Y España hace más. No sólo envía expediciones de ayuda a los cristianos sometidos, no sólo ofrece su fuerza militar a aquellos que saben, como hombres defenderse frente a la invasión turca; si­no, que, además, se asocia y se convierte en cabeza de esa gran ta­rea de aglutinación de los pueblos cristianos de Europa -lo que hoy podíamos llamar las Naciones Unidas de Occidente-, la Santa Liga. Y estos tres países: Venecia, que había perdido Chipre, y en Chipre a muchos de sus mejores; Roma, con el Papa Pío V a la cabe­za, señor de la cristiandad, y España, brazo firme y armado, al servicio de la Justicia y del Derecho.

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Sabemos muy bien que el Derecho es muy noble, pero no sirve para nada, sino para ser pisoteado, cuando no hay una fuerza que lo apoye. Y la fuerza, por sí sola, es despreciable, porque es fuerza bruta, cuando no está al servicio de la Justicia y del Derecho.

España, que ha creado en gran medida el Derecho Internacional y que sabe que es lícita y aún obligada la intervención en países hermanos para liberarlos del acoso y de la esclavitud enemiga, a fin de que recobren su libertad y su independencia, se pone en pie.

Y España, embarcada en las grandes aventuras de Europa y en la gran aventura de explorar el continente americano, de incorporarlo a la religión cristiana y a la cultura occidental, no rehúye el bulto, entra en la Santa Liga, en las Naciones Unidas de la Cristiandad del siglo XVI.

Cuando Roma, Venecia y España se ponen de acuerdo y se firma el tratado por el cual se constituye la Santa Liga, España pone lo mejor, en hombres, en soldados, en capitanes, en galeras y armas. España envía lo mejor de su flota. España envía al mejor de sus hombres. España ha tenido siempre capitanes y poetas. España ha sido un país que no ha podido -aun desangrándose- dejar de alumbrar poetas y capitanes de ojos azules que parece que han recibido la luz a través del Mediterráneo, y son estos hombres, capitanes y poetas cargados de sol, de imaginación y de poesía, los que ponen en pie a todo nuestro pueblo en los instantes más duros de su existencia.

Y así como tuvimos un Cid Campeador que se enfrenta con el rey, y sin embargo le jura lealtad, así tuvimos entonces a Juan de Aus­tria, Príncipe de las Españas, que estuvo dispuesto a marchar a la guerra de Malta en 1.566 y que asumió el mando de la flota cristia­na en el encuentro de Lepanto.

Juan de Austria vino aquí, a Barcelona. Tenía veinticuatro años Estamos en 1.571. Y aquí conferenció con los almirantes, con los jefes de los Tercios de su Infantería, que podríamos llamar Infan­tería de Marina. Aquí se trazaron los grandes planes, las grandes líneas de la batalla próxima.

Y aquí, en esta tierra catalana, en Barcelona, que es el gran mirador de España sobre el Mediterráneo, aquí, Juan de Austria, con los suyos, se embarcó para Messina. Y en Messina, donde tuvo un gran recibimiento, un recibimiento apoteósico y popular, donde le espera el enviado del Papa que le entrega el Pendón de Lepanto, que hoy se guarda como una joya en el Hospital Museo de la Santa Cruz, de mi ciudad de Toledo. En el estandarte. Cristo en la Cruz está bordado sobre fondo de azul damasco. Allí están las insignias y los emblemas de España, de Venecia y de Roma. El pendón lo recibe, co­mo Capitán mayor de la empresa, nuestro príncipe don Juan de Austria. Y el pendón, las bendiciones especiales de la Santa Sede, las indulgencias y los privilegios que merecen los que están dispuestos a combatir y a morir por la causa de la fe y de la justicia.

Pero como la Historia la hacen los hombres, con sus virtudes y sus debilidades, hubo disensiones entre los aliados acerca del plan a seguir.

Y el Consejo de Generales se planteó el tema de «¿qué era lo mejor?»: si acercarse hasta el golfo de Lepanto, donde se sabía que estaba anclada la flota otomana o, sencillamente, esperar a ver si la flota turca salía del golfo para emprender la batalla, o com­prometerse sólo en una operación de escala menor, ya que el invierno estaba cerca y sin demasiado peligro quedarían en buen lugar ante los países de la Liga.

El tema quedó dilucidado por la intervención de Álvaro de Bazán y de Juan de Austria que afirmaron con energía: «Hemos reunido esta gran flota, estas naves de Venecia, de España y de Roma, hemos juntado a miles de hombres para luchar en una Cruzada. Ya no es el momento de reunir consejos. Es el momento de actuar. Es el momento de descubrir al enemigo, de buscarlo y destruirlo, en defensa de la cristiandad».

Y esto fue, posiblemente, lo que salvó a la Europa occidental y cristiana, dentro de los grandes designios de la Providencia que ha encomendado el hacer y el quehacer de la Historia a la voluntad de los hombres, y en ese caso a la decisión de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y a la del príncipe don Juan de Austria.

En el golfo de Lepanto se libró el gran combate en el día que luego será de la Virgen del Rosario. Es el 7 de octubre de 1.571. Allí estaba la flota otomana, con Alí Bajá, su jefe, al frente, y con él los virreyes de Alejandría y de Argel y todos los corsarios. Allí estaban todos con todos sus pendones, con todos sus símbolos, con todo aquello que podía incitarlos a la lucha y a la Guerra Santa. Y allí están, en disposición de combate, según las normas clásicas, las naves cristianas. Hay una flotilla exploradora que manda don Juan de Cardona. En primera línea, el grueso de la fuerza, lo que entonces se llamaba «la batalla».

Y allí, nuestro Juan de Austria y con él los representantes de Roma y de Venecia. El ala izquierda de la flota la manda Barbarigo. El ala derecha la manda Andrea Doria. Y al fondo, nuestro Álvaro de Bazán, no en retaguardia, sino en actitud de acudir a la iz­quierda, a la derecha o al centro, según lo urgiesen y lo decidie­sen las necesidades del combate.

Dos grandes cañonazos abren la contienda: el primero, disparado por el turco, y el segundo, disparado desde la nave capitana del príncipe. Comienza la lucha en la que los hombres de la cristiandad se cubren de gloria. Pelean todos, hasta los galeotes, hasta los hombres condenados a galeras. Se saben al servicio de Euro­pa, que ahí sí que está fraternal y entrañablemente unida, porque está unida por el espíritu, por el sacrificio y por la sangre.

Y allí, por si no fuera poco la gesta gloriosa de los héroes, está la galera «Marquesa”, y en ella, nuestro Miguel de Cervantes, aquel soldado, entonces desconocido, y después famoso por su «Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», que pudo decirnos, como antes recordaba, que aquella jornada de Lepanto era la mayor ocasión que vieron los siglos. Allí fue donde nuestro Miguel de Cervantes recibió los tiros en el pecho y en la mano. Él nos dejó, recordando sin duda las incidencias de la lucha, el más bello discurso sobre las Armas y las Letras que en su hermandad ponen de manifiesto lo que está en la esencia y en la médula de lo español.

Pero en Lepanto hacía falta también un tinte femenino, la presencia de la mujer. Yo recordaba a nuestros amigos de FUERZA NUEVA, en el castillo de Calatrava, cuna, fortaleza y abadía de la gran Orden, que, en Lepanto, para que España estuviese completa, estuvo la mujer. Y así como en cada jornada histórica en la que está en juego el futuro de la Patria, la mujer aparece, como apareció en la guerra de la Independencia con Agustina de Aragón, como apareció en nuestra Cruzada con nuestras muchachas y enfermeras de Auxilio Social, con las muchachas que iban por los hospitales y por las cárceles, con las madrinas de guerra que tanto contribuyeron a la victoria. Así también en esta jornada gloriosa y siempre recordada de Lepanto estuvo la mujer. Una mujer sin nombre, una mujer anónima, una mujer -como decía en el castillo de Calatrava- cuyo nombre y apellidos no he llegado a saber. Era la mujer española, la Mujer, con mayúscula de España, esa mujer anónima que los cro­nistas llaman la mujer del arcabuz, que luchó con tal bravura que obtuvo plaza en el Tercio de Infantería, de Lope de Figueroa.

Aprovecho esta ocasión, como la aproveché entonces, para rendir en nombre propio, como español, y en nombre de cuantos simpatizan con FUERZA NUEVA, nuestro homenaje respetuoso, cálido y entusiasta a la mujer española, en la inteligencia de que nada podemos hacer en España si la mujer no aporta su espíritu.

¿Y por qué la actualidad de Lepanto? Lepanto no es para nosotros -como decíamos al principio- la ficha amarillenta incluida en un archivo vetusto. Ni es tampoco un fenómeno que podría explicar­se por la evolución de la economía -como dicen los materialistas de cualquier signo, marxistas o no-. Para nosotros, la actualidad de Lepanto está en la lección histórica que nos brinda para el presente y para el futuro.

¿Es que acaso -quizá por el juego de esas coordenadas geopolíticas- no ha sustituido al peligro turco el tremendo peligro soviético? ¿No ha sustituido, en 1.971, cuatrocientos años después, a la Media Luna, cabalgando sobre Europa y aflorando en aguas del Mediterráneo, la hoz y el martillo del Partido Comunista? Después de la victoria de Lepanto llegó el embajador de Venecia a Constantinopla, y el sultán le dijo: «Vosotros habéis afeitado la barba de los turcos, pero ahora, después de afeitada, va a crecer con mucha más fuerza». La profecía no se cumplió entonces, pero, ¿acaso de otra forma, no se está cumpliendo a la altura de 1.971, cuando la hoz y el martillo sustituyen a la Media Luna, cuando el Partido Comunista sustituye al peligro turco? Porque también en este momento hay una penetración en el corazón de Europa. Si los turcos, en el siglo XVI, se encontraban a las puertas de Viena y arrebataban a los austriacos nada menos que noventa mil prisioneros a los que sumieron en la esclavitud, ¿acaso no están hoy los comunistas en el corazón de Europa, a las puertas de Viena y en Berlín, antigua capital de Alemania? Pero, ¿acaso esos principados de Moldavia, Valaquia, Transilvania y Besarabia, que constituyen la actual Rumania, acaso los países del Oriente de Europa, no están bajo la influencia rusa con auténticos gobiernos títeres, que obedecen sola y únicamente las órdenes de Moscú? Pero, ¿acaso no está penetrando en el Mediterráneo la flota soviética? ¿Acaso no hemos presenciado las dis­cusiones y las luchas entre los griegos de Chipre y la minoría turca, que sólo favorecen la inestabilidad en el Mediterráneo? y ¿acaso no hemos visto como el Gobierno de Malta acaba de romper los pactos con la O.T.A.N. y, por consiguiente, con los países de la Europa Occidental y con Norteamérica, ofreciendo así una quiebra del frente estratégico contra la flota soviética en el Mediterráneo? ¿Acaso no es igual antes que ahora? ¿Acaso no es verdad que, como entonces ocurría con la flota turca, la presencia de la flota soviética en el Mediterráneo no responde a ninguna finalidad de carácter comercial, sino a otra de carácter bélico: defender todos sus dispositivos continentales para dominar el Occidente? ¿Y acaso los países de Europa Occidental no obstante la crueldad, la brutalidad y la proximidad del peligro, no obstante la impresión tremenda que produce la esclavitud y la miseria de los países comunistas, que han tenido que levantar telones de acero y muros de vergüenza y de bambú para que no huyan sus poblaciones esclavizadas …  (los aplausos impiden recoger las palabras del orador)

También ahora los países de Occidente practican la política de entendimiento y de amistad con el Este. Francia, con De Gaulle y con Pompidou, que no han rehusado viajes y tratados comerciales de importación y exportación con los países comunistas. La «Ostpolitik» de Shell y de Willy Brandt ¿qué significa, sobre todo, después de rubricar los tratados de Moscú y de Varsovia, sino el reconocimiento de la política soviética en Europa, la división de Alemania en dos estados independientes, que nada tienen que ver el uno con el otro y la aceptación de la tesis rusa de que Berlín no tiene abso­lutamente nada que ver con la Alemania Federal? Supone el recono­cimiento y la legitimación del poderío soviético, el abandono definitivo y oficial de las poblaciones esclavizadas de Europa, en manos de los comunistas. He aquí un contraste llamativo entre la ac­titud de la Europa Occidental de hoy, con la actitud de la España del siglo XVI.

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Y, por si fuera poco, el papel que representaba militarmente España en el XVI puede hoy representarlo los Estados Unidos de Norteamérica, en el año 1.971. Y, ¿cuál es la política en 1.971 de la más fuerte de las potencias occidentales? Pues consiste en practicar lo que se viene llamando la coexistencia pacífica. Consiste en que por una parte regalan al Vietnam, perdiendo hombres y hombres a millares, armamento que recoge el enemigo, porque el armamento del ejército norvietnamita está casi exclusivamente constituido por las capturas y los botines del material de guerra norteamerica­no. Al mismo tiempo, los Estados Unidos combaten, desangran a su juventud y comercian y ayudan a sus enemigos. De esta forma, la gran potencia de Occidente rehúye, con una actitud dubitativa, la defensa gallarda de Europa y de Occidente. 

Por otra parte, con absoluta fidelidad a los postulados ideo­lógicos del sistema liberal, se consiente que en el corazón mismo de las naciones occidentales existan las «quintas columnas», perfectamente organizadas, perfectamente pertrechadas, del Partido Comu­nista, que aprovechan, con lógica, cualquier contraste de pareceres, cualquier fisura interna, para destruir el orden, la paz y las instituciones. ¿Y qué hace la España del Movimiento Nacional, la España que nace florecida y joven de una Cruzada en la cual demostró que no era un país viejo, sino un país eternamente nuevo y eternamente conquistador? ¿Qué hace la España que nació y se edificó sobre la sangre de ese millón de muertos, que recordaba nues­tro delegado de FUERZA NUEVA? Esa España que había levantado, so­bre el tesoro invulnerable de su tradición, la pauta y los ideales de una revolución nacional de signo social, espiritual y cristiano. Esta España que había combatido contra todo género de materialismo. Esta España que había combatido contra el marxismo y contra el capitalismo financiero. Esta España que se levantaba orlada de gloria y de juventud frente a los pueblos jóvenes de Hispanoaméri­ca. ¿España empieza a avergonzarse de sí misma, no se siente ya instrumento y servidora de los grandes ideales, se nos economiza y materializa, marca el paso que le señalan las grandes potencias? ¿España no quiere otra cosa que ingresar rápidamente en el Mercado Común, aun cuando sea a costa de su economía perdiendo las famosas preferencias generalizadas? ¿España se limita a ir por América pronunciando sólo palabras de buena voluntad, pero no infundiendo una auténtica política de …  (los aplausos impiden recoger las pa­labras del orador). Y les digo a quienes así piensan, y les seguiré diciendo incansablemente, porque me considero miembro de esa minoría inasequible al desaliento de que hablara proféticamente José Anto­nio, que España, como tal, no es una pura etiqueta geográfica. Es­paña es un espíritu, es una forma de entender la vida, de acometer una misión en el mundo. Lo que hace falta es no vender nos por platos de lentejas. Y España será España, fiel a sí misma, cuando sepa quebrantar el espíritu de molicie y el es­píritu burgués y levantar con alegría un espíritu cristiano que inflame de lleno la revolución nacional española.

Porque somos una unidad de destino en lo universal, dentro de ese destino universal tenemos un papel, un papel que yo llamaría didáctico, ejemplar, de testimonio, cara a los pueblos de nuestra estirpe.

Pues bien, ¿sabéis que todo el éxito del régimen brutal y sanguinario de Fidel Castro no solamente ha expropiado y confiscado a los propietarios, sino que ha hurtado el pan y la libertad a los pobres, a los trabajadores? ¿Sabéis dónde se halla la clave de su éxito inicial? Es que supo, con todo el ardid de la propaganda manejada por un criollo -en definitiva, hijo de españoles-, manejar las ideas de la justicia social y de la patria fren­te al imperialismo norteamericano.

Pues bien, lo que España tuvo y tiene que hacer, si quiere hacer algo en América, es obtener la fidelidad a Occidente, la fidelidad a Cristo.  Que aquello que conviene a Norteamérica no siempre conviene al mundo occidental, que no se puede decir impunemente -como dijo un presidente norteamericano- que «era mejor gastarse un dólar en una pastilla anticonceptiva, que después cien dólares en alimentar a un hombre de Hispanoamérica».

España ha podido ser el país conductor de un auténtico senti­do revolucionario, dentro del espíritu cristiano y con un profundo contenido social. Y si España renuncia a ello y, simplemente, nos dedicamos, sin predicar política, a predicar la política de las buenas relaciones, de las cooperaciones económicas, en sentido abstracto, que después no cuajan en nada, entonces España habrá renunciado a su papel, convirtiéndose en apéndice de Europa, escarnecida y vilipendiada por los que se mofan de nuestro propio rubor.

Seamos fieles a la misión de España y, sobre todo, a la misión última que España ha desempeñado en nuestra guerra. Nuestra guerra no fue más que el primer episodio de una gran contienda universal, de esa contienda universal que es la guerra civil permanente en todos los pueblos del globo. Nosotros no podemos renunciar a nuestra trinchera. Nosotros no somos equidistantes, no estamos entre los unos y los otros fabricando puentes. Nosotros estamos como nuestro Álvaro de Bazán y nuestro Juan de Austria en la batalla de Lepanto, sabiendo de verdad que el enemigo es el que pretende destruirnos y arrebatarnos la libertad y la Cruz, y estamos dispuestos a luchar en defensa de la Cruz y de la libertad de los hombres.

La batalla de Lepanto nos trae, por asociación de ideas con Álvaro de Bazán, el recuerdo, también, de que el marqués de Santa Cruz fue, aparte de señor de Valdepeñas, alcalde perpetuo de Gibraltar. En esta política de abandono, de entreguismo y de concesiones que trata de aniquilar el sentimiento nacional, parece que ya es un pecado hablar de Gibraltar, de la reivindicación de Gibraltar. Es interesante saber que, en Gibraltar, en la punta de Europa, en el extremo sur de Europa, allá donde ahora los ingleses que ocupan indebidamente el Peñón tienen el faro, había un santua­rio, y en ese santuario se veneraba una imagen, la imagen de la Virgen de Gibraltar, la imagen de Nuestra Señora de Europa, que -como tantas imágenes marianas- estuvo presente en la contienda de Lepanto, como lo estuvo vuestra Virgen de la Victoria, que se con­serva en Barcelona. En el año 1.502 empezó a venerarse a Nuestra Señora de Europa. En el año 1.704 -agosto-, cuando Gibraltar se pier­de para España -y esperemos que no sea definitivamente, porque pa­ra eso está la tenaz voluntad de los españoles- en agosto de 1.704 se produce el saqueo de Gibraltar, se deshace el santuario, se destroza la imagen e incluso los iconoclastas corta­ron la cabeza del Niño. Pues bien, para no insistir en el tema, para no herir al ecumenismo, os diré que el recuerdo de la Virgen de Europa, de Nuestra Señora de Gibraltar, como tantos recuerdos, se sigue conservando en España. Y así como tenemos la ciudad de San Roque, donde está la antigua población de Gibraltar, también en un convento de las Hermanitas de los Pobres, en una de las ciudades de su Campo, hay un lienzo de Nuestra Señora de Europa. Y, ¿sabéis cómo está pintada Nuestra Señora de Europa? Nuestra Señora de Europa está sobre el Peñón, en el que apoya sus pies diminutos de doncella, de virgen, femeninos. Lleva un manto azul. Es rubia. Tiene el pelo largo, un poco desdibujado por la brisa, y mira con unos ojos en los que se mezclan el temor y la angustia. Pues bien, cuentan los historiadores y los cronistas que esta Virgen de Europa, esta imagen de Nuestra Señora de Gibraltar, estaba allí desde 1.502, ofreciendo a las naves que cruzaban del Mediterráneo al Atlántico y del Atlántico al Mediterráneo tres cosas: una bendición para los que se marchaban a la guerra o a las Indias, un saludo para los que regresaban fati­gados de la aventura de América o de los percances de la lucha, y, finalmente, un mensaje de aliento para la conversión de la tierra oscura de África, todavía sumergida en el error, en el paganismo y en la idolatría.

Aquella imagen se destruyó, pero las Hermanitas de los Pobres conservaron el lienzo, y ese lienzo hace diez años se reprodujo. Yo tuve entonces el gran honor, en nombre de la Asociación Hispano-Itálica, de encargar la copia y hacerla llegar al Papa Juan XXIII, que la bendijo, enviándola a Trento, en los Alpes Dolomitas, a la igle­sia de la Madonna de Campiglio, que recuerda el paso de Carlomagno y el paso del emperador Carlos V. Pues bien, la gran ilusión de es­te grupo ítalo-hispánico radica en que el «alma máter» de Europa, que es la Virgen de Gibraltar, en un nuevo lienzo, puesto que el anterior se quemó, vuelva a la Madonna de Campiglio, en los Alpes Do­lomitas, en el paso de Carlomagno y de Carlos V, los dos grandes paladines cristianos de la Europa unida. Este lienzo, que es obra del pintor sevillano Angulo y García, se expondrá en Barcelona el 7 de octubre de 1.971, el día del cuatricentenario de la victoria cristiana en el golfo de Lepanto. Nuestro deseo es que este lienzo vaya pronto, cuanto antes, bendecido por el Papa, a los Alpes Dolomitas. ¿Sabéis por qué? Porque hay una vieja leyenda que dice que cuando el lienzo esté allí, y cuando nuestra Virgen de Europa, rubia y despeinada, con mirada de temor y de esperanza, congregue en torno a su lienzo las banderas de todos los países de Europa y cuando sobre la faz de este lienzo aparezca una leyenda que diga: «¡Madre de Eu­ropa, Nuestra Señora de Gibraltar! ¡Haz que sea Una, Grande y Libre la familia de los pueblos europeos!», entonces Gibraltar será nuevamente de España.

Qué la lección de Lepanto nos haga reflexionar. Es una página de historia que nos espolea y nos plantea en 1.971 problemas más graves, más universales que en el año 1.571. Cuatrocientos años des­pués, España debe seguir siendo la misma. Los hombres de España de­ben seguir siendo los mismos. Y, aun cuando haya confusión, cobardía y traiciones, los hombres y las mujeres de España seguirán teniendo el espíritu… (los aplausos impiden oír las palabras del orador)

Si sentirnos que nuestros nervios, que nuestros músculos y nuestro espíritu flaquean, tendremos la humildad suficiente para hincarnos el 7 de octubre de 1.971 ante el lienzo de la Virgen de Gibraltar, Nuestra Señora de Europa, de esta Virgen rubia, con manto azul y cabellera despeinada, para decirle: “¡Nuestra Señora de Europa, haz que los hombres y las mujeres de España sean siempre fieles al espíritu de Lepanto, al espíritu de Cristo y al espíritu nacional!» ¡Arriba España! Con ese espíritu nacional y poético rubriquemos cuanto acabamos de decir, y, con el lenguaje eternamente jo­ven de la Falange de filas, vamos a cantar el «Cara al Sol».