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Como prometido, comienzo el pequeño ciclo de artículos sobre las “líneas de necrosis” de un Occidente Enfermo, que forman el cuerpo principal de un pequeño ensayo aún no publicado.
La primera de estas “líneas” es el odio contra el hombre blanco sexualmente normal que, como todos sabemos, es la bestia negra del progresismo.
Un odio que se respira por todas partes: en los medios, en las producciones de la industria del entretenimiento, en el discurso público y en los llamados ambientes culturales. De una u otra manera, cualquier pretexto es bueno para echar fango sobre este gran malo de la película; una película que la corrección política actual nos proyecta en la cabeza continuamente. Una hostilidad omnipresente que repercute y se expresa en la falsificación de la historia, en el lavado de cerebro desde la infancia, en las mismas relaciones familiares.
Esta actitud está en la misma raíz de esa ideología hoy hegemónica que podemos llamar izquierda cultural o progresismo; confirma la ortodoxia de ese pensamiento único que pretenden imponernos a todos, el aro por el que se hacen pasar todos los partidos “respetables” en la falsa dialéctica democrática.
Dicho lo anterior, el odio contra el varón blanco se ve más en unos partidos que en otros y es evidentísimo en aquellos movimientos políticos cuya base electoral es, en grandísima parte, una masa de adolescentes mal acostumbrados y con edad cronológica para votar, resentidos por defecto y parásitos convencidos de que ellos lo valen. Un tipo humano regresivo y extraordinariamente difundido en una sociedad que aparece cada vez más infantilizada.
Quizá esto último nos da la clave para comprender una parte de este odio: analógicamente, es algo así como una especie de pataleta de niñato malcriado contra sus mayores y específicamente contra su padre, llevado al plano de la ideología. El hombre blanco sexualmente normal, en nuestro ámbito cultural, es el símbolo del padre y el odio contra la figura del padre permea esta sociedad, desde hace mucho tiempo.
Otro motivo de odio contra el hombre blanco es, naturalmente, que representa la historia, la expansión de la civilización europea que ha llegado a dominar la mayor parte del mundo y ha desarrollado en primer lugar la técnica moderna que todos los demás han adoptado. Por lo tanto la hostilidad hacia el hombre blanco es, también, expresión en general de un rechazo hacia la dinámica histórica en general; en nuestro ámbito particular de culturas de origen europeo y blancas, una hostilidad contra la propia historia y la propia civilización, siempre acompañado de cierto sentimiento de culpabilidad que algo o alguien nos ha metido en la cabeza.
¿Quién lo ha hecho? ¿Por qué y sobre todo cómo es que somos tan vulnerables a ese sentimiento de culpabilidad inducida?
Llegaremos a ello. Por ahora es suficiente ver detrás de las pataletas ideológicas, las estatuas pintadas y derribadas, los imbéciles blancos que se arrodillaban ante el movimiento terrorista callejero BLM y los que siguen haciéndolo en espíritu, y detrás de tantos otros fenómenos aberrantes, una y la misma cosa: el odio contra el hombre blanco sexualmente normal.
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