14/05/2024 06:58
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Continuamos con los extractos de Los que perdimos. Las partes anteriores están aquí.

Capítulo IX. … y con el alma partida / por no estar vivos ni muertos

 

El Desfile de la Victoria desde la prisión:

 

  —Hasta para eso van a tener suerte estos tíos. Les va a hacer un día estupendo.

  Eulogio Martínez Vega señalaba el trozo de cielo que se veía sobre el patio, desvaídamente azul, con sólo las veladuras de algunas nubecillas transparentes como gasas.

  —Sí que tienen potra, sí —convino Agustín.

  Molina asintió con un movimiento de cabeza y dijo:

  —Nosotros también soñamos alguna vez con un día como éste. ¡La victoria final! ¡Desfilar por Madrid! Ahí es nada, compañeros.

  —¡Y tanto que hoy es un día señalado, compañero! Eso del desfile va a ser formidable. No se habla de otra cosa en Madrid y a estas horas ya debe de estar la Castellana de bote en bote. Claro, nadie se lo quiere perder. Y para que nosotros podamos seguirlo desde aquí, se han pasado la noche varios soldados de transmisiones colocando unos grandes altavoces en el patio.

El director les suelta un discurso grandilocuente y les dice que dejen de soñar con amnistías, pero:

 

… el régimen nacionalsindicalista, católico y misionero, inauguraría un nuevo sistema penitenciario, un verdadero modelo de caridad y de amor cristiano. Un tercio de las penas podría redimirse mediante el trabajo. Eso, la redención de las penas por el trabajo era la buena nueva que tenía que comunicarles. El país de la legislación de Indias continuaba así su gran tradición humanitaria y católica. Quien no se olvidó de proteger a los indígenas de América, tampoco podía olvidarse de sus propios hijos descarriados. Con el Fuero del Trabajo y la Redención de penas por el Trabajo, la España victoriosa se mostraba un vez más como hija obedientísima de la Santa Madre Iglesia y fiel cumplidora de la doctrina social de sus Sumos Pontífices. Y terminó su piadosa y patriótica arenga con los gritos:

  —¡Por Dios y por España! ¡Arriba los corazones!

Esto es muy injusto:

 

De repente, tras unos chirridos, se abrieron los grifos de los altavoces y saltó sobre la formación el chorro de las músicas marciales. Unos agudos cornetines contrapunteaban con sus alaridos metálicos el ritmo vibrante de la marcha. Era el himno de la Legión. Sonaba a incendio, a toque de rebato, a delirio. Todo parecía romperse y estallar.

Después del himno legionario sonaron «Los voluntarios» y otras marchas igualmente agresivas y ensordecedoras.

Los Voluntarios es una de las más bellas marchas militares. No es agresiva; es de una viveza marcial. Agresivas y hasta criminales son La Marsellesa, La Internacional y A las Barricadas, por ejemplo. De castigo: Los voluntariosY La vuelta de los voluntarios.

Los  típicos problemas de los vencidos:

 

Cada cual ha ido a su avío y, mientras unos se encuentran bien instalados en París, en Toulouse y en otros puntos, la mayoría sigue sufriendo indecibles calamidades en los campos de concentración. Y en cuanto al dinero —hace un gesto de asco—, los que lo tienen se han olvidado de que es de todos. Se han formado dos grandes grupos: el SERE y el JARE, dominados respectivamente, por Negrín y Prieto, que sólo ayudan a sus amigos. Y los comunistas, por su parte, siguen haciendo proselitismo, el mismo que aquí durante la guerra, y tan sólo se preocupan por sus camaradas más incondicionales. Los altos cargos de la República gozan de sueldos y pensiones y, en cambio, miles y miles de excombatientes se mueren de hambre y de frío en las playas acotadas por alambradas y custodiadas por senegaleses.

Todo sigue allí igual o peor. A veces, se dejan ver por los campos de concentración unos tipos bien alimentados y bien vestidos, que llegan en flamantes automóviles, y en nombre de Negrín, o de Prieto, o del partido comunista, o de algún grupo de nuestra organización, reparten miserables socorros, pero solamente a sus amigos o correligionarios más afines. A los demás, que los parta un rayo. Y lo de Rusia… Rusia no ha admitido más que a algunos, muy pocos, militantes comunistas. Y para América no embarca todo el que quiere, sino los hombres importantes o los que tienen influencia en las organizaciones…

Así que hay que procurar que sigan creyendo que nos llegará ayuda de fuera, que los refugiados en Francia están llevando a cabo una intensa campaña internacional en favor de los presos y perseguidos en España, que, en fin, nos estamos convirtiendo en héroes y mártires de la libertad. Que sigan creyendo todo eso, porque es la única manera de que conserven el orgullo y la rabia y la dignidad…

  —Eso es. Da vergüenza decirlo, pero la verdad es que se rieron de nuestra pretensión. ¿Cómo —piensan por lo visto— entregar dinero para una causa tan perdida como la nuestra? De ningún modo. Ni poco, ni mucho, ni nada. Sería tanto como tirarlo por la ventana. Estamos prácticamente muertos y nada se puede esperar de nosotros.

  —Sí, aún hay más porque algún día se sabrá lo de los barcos… —y como advirtiera cierta perplejidad en sus oyentes, añade—: Sí, lo de los barcos. El gobierno de la República había constituido una compañía de navegación con barcos de diferentes pabellones extranjeros, de los que se servía para aprovisionarse de municiones y víveres donde los encontrase, y al precio que exigieran los traficantes de armamentos y los especuladores. Pues bien, después de la «semana del duro» se contaba con esos barcos para la evacuación de cuantas personas quisieran abandonar España para no caer en manos de los fascistas. Por eso corrió tanta gente hacia Levante a última hora, cuando se rompieron las negociaciones con Burgos. Había que huir y allí esperaban los barcos… Sí, sí. Sólo algunos de los que se encontraban atracados en puerto admitieron fugitivos a bordo. Los demás se fueron de vacío. Otros, en ruta hacia España, recibieron orden en alta mar de volverse inmediatamente al punto de partida… Pero, hombre, si hasta hubo barco que dio media vuelta a la vista de quienes, enloquecidos por el miedo a caer prisioneros, los aguardaban como la única posibilidad de salvación. Así quedaron burlados tantos compañeros y compañeras concentrados en los puertos de Gandía y Alicante, y que tuvieron que entregarse después como morralla a los vencedores. ¿Por qué no se organizó la evacuación? ¿Quién cambió el rumbo de los barcos en alta mar o les ordenó volverse dejando en tierra a tantos antifascistas desesperados?

El republicano de Azaña recobra la voz:

 

  —Pero ¿y los franceses? ¿Cuál es la actitud de los franceses? ¿Qué piensa de nosotros la CGT, los socialistas, los comunistas y los demócratas franceses? Ellos no han pasado por nuestra prueba…

  —¿Los franceses? —le interrumpe Casi—. Olvídalos. Son los que han encerrado a nuestros compañeros en campos de concentración y harían cualquier cosa para librarse de ellos, incluso entregarlos a Franco. ¿No ves que están asustados, que tienen miedo a Hitler y que lo único que desean es conservar la paz al precio que sea?

 

Capítulo X. … y sí desnudos y solos / en un vasto cementerio

Presenta unos casos curiosos, no sé si basado en hechos reales, podría ser. Se recomienda pasarlos por alto a quien piense en leer el libro y saltar al siguiente capítulo:

 

  —Conque enhorabuena, ¿eh?

  —Hombre, salirse con treinta años de una acusación tan grave como la de haber matado al cura de tu pueblo es como si te hubiese tocado la lotería, amigo. Nunca me dijiste que te achacaran un asesinato.

  —Pero yo no maté al cura de mi pueblo —replicó Susano, sacudiéndose súbitamente la apatía.

  —Te creo. Pero no se trata de que te crea o no te crea…

  —Lo sé —le interrumpió Susano—, pero éste es un caso especial. —Hizo una pausa y luego añadió enfáticamente—: Yo digo que es un caso especial porque el cura de mi pueblo soy yo.

  José Manuel frunció el entrecejo y le miró atentamente.

  —¿Cómo?

  —Eso: que el cura de mi pueblo soy yo.

  —Pero ¿qué dices, hombre, qué dices?

  —Lo que estás oyendo.

  José Manuel se encogió de hombros y dijo con sorna:

  —Está bien. Lo que tú quieras.

  Pero Susano, molesto por el gesto de escepticismo de su interlocutor, le replicó, accionando vivamente:

  —Lo que yo quiera, no. ¡La verdad, coño! —Y como viera que José Manuel se retraía, dispuesto sin duda a desistir, cambió de actitud y prosiguió, en tono más persuasivo—: Sí, yo era el cura del pueblo el día 18 de julio. No creo que fuera un crimen, ¿eh? Naturalmente, me lo tenía callado, pero no porque me diera reparo alguno confesarlo, sino porque me convenía ocultarlo hasta última hora. Era ésa mi bomba para el tribunal.

Otro caso:

LEER MÁS:  La princesa y el dragón. Miércoles 23 de Diciembre en Valdeolmos-Alalpardo

 

El último de todos era un tipo raro. Con gafas de cristales muy gruesos y una pelambrera canosa que le llegaba hasta los hombros. Delgado y zarrapastroso. Parecía un espantapájaros. Pero, vaya bicho, compañeros. Según el fiscal, al principio de la guerra se convirtió él mismo en coronel de carabineros y, con un automóvil incautado y acompañado de un ayudante, que se llamaba Caballero, de un conductor y de una pareja de guardaespaldas, se dedicó a dar «paseos» por su cuenta. En total, más de ciento. El fulano, por lo visto, es poeta y se conoce que por envidia quiso llevarse por delante a Emilio Carrere, y eso que era su compadre. Gracias que a los gritos de Carrere acudieron los vecinos y evitaron que se lo llevasen. Pues bien, cuando el fiscal dijo lo de los cien asesinatos, el tipo pidió permiso al presidente para puntualizar. El presidente accedió y entonces él, tranquilamente y en tono la mar de cortés, dijo: Son exactamente ciento ochenta los cadáveres que pesan sobre mi conciencia. Ni uno más ni uno menos. He llevado muy bien la cuenta y tengo una excelente memoria. ¡Figuraos la impresión que nos causó a todos el oír aquello! Daba escalofríos.

Dijo que tenía un especial olfato para descubrir curas y frailes aunque se vistiesen de toreros, quizá porque son los tipos humanos que tiene en mayor estima. Por eso precisamente aprovechó aquellas semanas de confusión con el fin de enviarlos a una vida mejor. Operaba preferentemente en el Café Gijón. Cuando olfateaba a un eclesiástico, le saludaba en voz alta para que pudieran oírle los de las mesas de alrededor: ¿Cómo está su reverencia? Eso ocurría en el mes de agosto del treinta y seis en Madrid… Por la reacción del interpelado colegía si había acertado o no. En el primer caso llamaba a su ayudante: Caballero, cumple con tu deber. Y se llevaban al presunto cura o fraile y lo mataban en las afueras de Madrid. Así estuvo operando hasta que alguien lo descubrió y tuvo que huir a Valencia. Se quitó el uniforme, licenció a sus colaboradores y, como allí no sospechaba nadie de él, pudo dedicarse a escribir sonetos.

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