Getting your Trinity Audio player ready...
|
Esta es la vigesimosegunda parte de la serie sobre el libro Largo Caballero, El tesón y la quimera, de Julio Aróstegui. Las partes anteriores están aquí. Entramos en el capítulo final: Epílogo. El final de la Edad de Oro. Trata del final de Caballero, y del final de una época.
Hablamos de su muerte como del final simbólico, y también de hecho, de toda una época en la historia del proletariado militante español, en la historia de «la clase obrera organizada». Una época cuyo final se consumó, en el plano europeo, con la catástrofe provocada por las ambiciones del fascismo que tuvieron su prólogo en España.
La muerte de Largo Caballero tuvo también, ciertamente, para las fuerzas progresistas de España y Europa, el simbolismo del umbral de un tiempo nuevo. El movimiento obrero nunca volvería a ser lo que había sido antes de la gran catástrofe.
La documentación necrológica muestra también ante todo el acrisolado prestigio, la presencia viva, la resonancia que su figura y su pasado adquirían en todos los círculos, importantes o humildes, del exilio español.
Las exequias del dirigente muerto fueron tal vez el punto culminante de ese momento, al final de la Segunda Guerra Mundial, que entendemos como símbolo muy visible del cambio de los tiempos. No estuvieron desprovistas de boato; lo tuvieron más que las dedicadas a cualquier otro dirigente español en el exilio, y no por casualidad.
En el sepelio, al que se le calculó una asistencia de más de veinte mil personas, estuvo presente la plana mayor del viejo caballerismo que residía en Francia, encabezada por Llopis, De Francisco, Tomás y otros muchos representantes.
Estuvieron el pleno del Gobierno republicano en el exilio y políticos que iban desde Miguel Maura a Dolores Ibárruri, pasando por Juan Negrín… pero permanecieron prácticamente ausentes las ugetistas de la fracción no controlada desde Toulouse, es decir, la que se opuso al caballerismo en el verano de 1937, aunque no faltaron algunos de sus dirigentes.
El lugar de reposo fue el suntuoso cementerio decimonónico parisino de Père-Lachaise, unido a la historia del movimiento obrero por la memoria de los communards allí fusilados en el Muro de los Federados.
… la memoria conservada del dirigente fallecido se mostró tan fuerte y persistente como fue fuerte la herencia transmitida.
Un caballerista de siempre también, Enrique de Francisco, pese a su más que oblicua trayectoria, acertó a su manera, en el Prólogo a Mis recuerdos, a definir el significado de la vida de militancia de Largo Caballero
«Su puesto en la Historia, sin proponérselo, lo ha conquistado —habida cuenta de sus dotes y capacidades— por su cualidad de hombre de acción»[5].
La deslumbrante presencia del sentimiento de pertenencia a una clase capaz de adjudicarse la exclusividad de la redención de la Humanidad pasó por intrincadas vicisitudes que hemos intentado exponer aquí.
Ya hemos dicho que estas palabras altisonantes, que se apropian de conceptos religiosos, son ridículas, especialmente en boca o pluma de materialistas.
El capítulo acaba con referencias a diversas valoraciones del interfecto. El Guardian suelta esta memez:
El título de Lenin español que le aplicaron sus adversarios de derecha, después de 1934, era totalmente inapropiado. Por instinto fue siempre moderado… Si en los últimos años de su vida adquirió la reputación de socialista de izquierda (actualmente patrocinaba un programa marxista de «transigencia») fue primordialmente por razones de estrategia en una época en que las masas tendían al radicalismo y era esencial evitar la dispersión de su celo revolucionario por los cauces anarquistas…
El título de “Lenin espaniol” se lo dieron sus seguidores, no sus enemigos. En todo caso, es inaceptable escribir que el “moderado” Caballero se radicalizó para que los peones socialistas no se volvieran anarquistas.
Aróstegui se refiere a su estrategia en los últimos momentos:
Está más cercana a nuestro asunto la calificación de la actitud de Caballero en la última etapa de su vida como defensora de un programa marxista de «transigencia». Probablemente se quería hablar de los proyectos sobre el futuro de España y la necesidad de integrar en ellos a todo el exilio… Transigir puesto que nunca se borrarían las responsabilidades de unos hombres que habían atravesado una guerra civil y acabaron perdiéndola. Transigir puesto que ya nunca nada volvería a ser lo que fue. Pero cabía también otra interpretación —y el redactor británico lo sabía también—: la transigencia era un programa que prescindía de todo principio táctico inalterable, que pretendía poder unir bajo él fuerzas diversas, y que no tenía por qué prescindir de la decisión de definir los objetivos últimos. Se trataba ahora de recuperar la España usurpada por Franco; en acuerdo absoluto con Prieto, el principio era dejar hablar de todos y no atarse al pasado… Ellos eligieron, frente al franquismo de mediados de la década de los cuarenta, una vía de ataque pragmática: la de la remisión del problema al pueblo, atrayendo el necesario consenso internacional.
… programa marxista de «transigencia» para nombrar una alternativa generosa a una ominosa Dictadura y un proyecto de transformación emancipadora para una clase que había perdido una guerra.
Insisto: se trataba de volver a las andadas. Aunque hay quien lo ve distinto, claro está:
… como dijese otro viejo luchador, Joaquín Maurín, en 1965, el régimen del general Franco fue «un puente de terror tendido sobre el vacío que separa dos épocas históricas».
El tal Maurín fue anarquista, comunista y troskista. Un buen elemento. Yo me permito verlo como una alternativa entre el terror comunista por el que se estaba deslizando el país irremediablemente y la vuelta a empezar de una nueva restauración que acabará en el terror mundialista al que nos dirigimos. El tal Maurin tuvo la suerte de pasar la guerra en prisión en zona nacional. Fue indultado por el “puente de terror” tras el testimonio de un falangista excomunista. No tuvo tanta suerte su amigo Nin.
Sigue Aróstegui:
Atravesados los más negros años de una negra Dictadura, el escultor Pepe Noja representaría a nuestro hombre en bronce, en el madrileño paseo de la Castellana, no lejos, y no sin simbolismo, de la escultura también de Indalecio Prieto. Noja tuvo una sensible, luminosa, percepción de esa fuerza interna primigenia, que parece surgir de una roca, esculpida en ella a golpe de cincel cuya punta se hubiese afilado en la piedra abrasiva de múltiples y traumáticas experiencias. De la roca hace surgir Noja una poderosa cabeza a la que sigue una mano; ambas confluyen, pero no se separan de los duros tajos en los que enraízan.
A mí me recuerda al Mazinger Zeta. La mano en la barbilla, pensativo, no cuadra en el individuo que Aróstegui nos vende una y otra vez como “un hombre de acción”, y el puño que surge a la altura del estómago me resulta un tanto inquietante. Como si Paco Largo estuviera pensando en soltarnos un golpe bajo póstumo.
Autor
Últimas entradas
- Destacados03/01/2024Pilar Primo de Rivera. Recuerdos de una vida – Despedida con un “Gracias, Pilar”- Parte XII. Por Carlos Andrés
- Actualidad27/12/2023Pilar Primo de Rivera: Recuerdos de una vida – La descomposición del Régimen y la muerte de Franco – Parte XI. Por Carlos Andrés
- Historia23/09/2023Pilar Primo de Rivera. Recuerdos de una vida –La Falange molesta en la postguerra europea – Parte X. Por Carlos Andrés
- Destacados19/09/2023Pilar Primo de Rivera; Recuerdos de una vida – Las revistas de la Sección Femenina: Y, Ventanal, Consigna, Medina, Teresa – Parte IX. Por Carlos Andrés