21/05/2024 01:48
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Nunca olvidaré el día que enterraron a mi tío Antonio, una lluviosa mañana de otoño, siendo yo un niño,en la sacramental de San Lorenzo.

Nos habíamos congregado allí un nutrido grupo de familiares y amigos para darle el último adiós, y arropar a su viuda, la tía Carmen Elena, y a su única hija, nuestra prima Isabel.

En aquel camposanto, rodeados de altos muros, en medio de panteones, nichos y epitafios, solo se escuchaba la lluvia crepitando sobre los paraguas y las paletadas de tierra restallando en el féretro donde mi tío Antonio había puesto el punto final a su intensa y errante vida.

Antes de dispersarnos, y ya en la puerta del cementerio, unos tibios rayos de sol se abrieron paso entre las nubes y los pájaros, que se habían guarecido en los cipreses,empezaron a cantar, como si nos anunciasen que la vida continuaba para los demás.

Al día siguiente, un montón de coches oficiales colapsaron el tráfico en la calle Goya, frente a la Basílica de la Concepción, donde se ofició el funeral al que asistió el Gobierno de Franco en pleno y numerosas personalidades de la vida política, diplomática y cultural, entre ellas, el entonces alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, y el director de ABC, Torcuato Luca de Tena,cuyo periódico se hizo eco de la luctuosa noticia glosando su trayectoria humana y profesional :«A primera hora de la mañana de ayer falleció en su domicilio de Madrid, Don Antonio Espinosa San Martín. El finado contaba sesenta años de edad y pertenecía a la carrera diplomática. Su caballerosidad, su prestigio profesional y su competencia, de las que dejó honda huella en cuantas misiones se le encomendaron, le granjearon incontables amistades en los círculos sociales y profesionales que disfrutaron de su trato. Tras ingresar en la carrera diplomática, desempeñó el cargo de cónsul en Ginebra, Fez, Sidney, Berlín y Los Ángeles; encargado de negocios en Caracas, se incorporó a la Embajada en Washington en calidad de secretario de primera; fue consejero en Washington, cónsul general en Berlín-como ministro plenipotenciario- y en Nueva York,puesto que ejerció hasta su cese por enfermedad a principios del presente año.Estaba en posesión de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil y era Comendador de número de la de Isabel la Católica,Caballero de la Orden de Carlos III, Gran Oficial de la Orden del Líbano,Comendador de la Orden del Libertador de Venezuela,además de poseer otras condecoraciones españolas y extranjeras. Sus deudos, en especial su hermano, Juan José Espinosa San Martín,ministro de Hacienda, reciben innumerables muestras de pésame».

Lo que no decía el obituario es que Antonio Espinosa San Martín acabaría pasando a la pequeña historia de España por algo a primera vista mucho más prosaico:sustraer los diarios de Azaña.

Y eso que su buen amigo Torcuato Luca de Tena  lo sabía porque mi tío se  lo confesó cuando ambos vivieron en Washington, tal y como el periodista, escritor y académico contaría minuciosamente años después en su libro de memorias«Franco sí, pero…» galardonado con el Premio Espejo de España.

Hijos de un magistrado del Tribunal Supremo, mi tío Antonio y mi padre eran los dos únicos varones de una familia de siete hermanos y aunque ambos cursaron la carrera de Derecho sus vidas transcurrieron por distintos derroteros.

Así como mis progenitores fueron novios desde la pubertad, se casaron en cuanto mi padre aprobó las oposiciones de Inspector Técnico Fiscal del Estado y tuvieron once hijos; mi tío Antonio, por el contrario,fue un soltero recalcitrante hasta que frisando la cuarentena contrajo matrimonio con la sofisticada y extravagante Carmen Elena Berrizbeitia, sobrina de un Presidente de Venezuela, a la que conoció durante su estancia en Caracas. 

Aunque mis tíos vivían en el extranjero nunca faltaron a su cita con la familia en Navidad, y se instalaban en su piso amplio y luminoso de la calle General Mola, por cuyo largo pasillo nosotros correteabamos mientras los mayores charlaban en el salón hasta que la tía Carmen Elena-que no estaba acostumbrada a tanto alboroto-nos llamaba al orden con su dulce acento suramericano.

Del «savoir faire» del tío Antonio, de su fama de encantador de serpientes, y «bon vivant», sus hermanas nos contaban a menudo jugosas anécdotas, verdaderas o apócrifas.

Pulcro, elegante, sibarita, mundano, políglota, seductor…aprovechaba sus numerosas conquistas para practicar idiomas, llegando a dominar no solo el inglés, el francés, el italiano, el ruso y el alemán sino también a chapurrear el árabe, e incluso el amazigh, que aprendió al afincarse en Fez.

Siendo cónsul en Los Ángeles tuvo la fortuna de asistir en diversas ocasiones a la  ceremonia de entrega de los Oscar; de ver en carne mortal a los mitos del séptimo arte: Gary Cooper, Marilyn Monroe, Humphrey Bogart, Rita Hayworth, Yul Brynner…; y de frecuentar las fiestas que las rutilantes estrellas de Hollywood ofrecían en sus fastuosas mansiones de Beverly Hills.

De aquellos encuentros dan fe no pocas fotografías que mis hermanos y yo contemplábamos en su casa sin salir de nuestro asombro.

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Durante los años que residió en Washington, a las órdenes del embajador José Félix de Lequerica, se encargó del incipiente comercio entre España y Estados Unidos ,rodeado de un  plantel de lujo, en la  época  que   nuestro país fue admitido por la ONU.

En aquel tiempo conoció a John F. Kennedy y a quienes acabarían siendo los halcones del Presidente en la Casa Blanca, los audaces Sean Rusk y Robert McNamara.

Aunque fue en Berlín, la urbe cuya atmósfera tan certeramente captó John Le Carre en «El espía que surgió del frío», donde se encontró como pez en el agua.

Amigo del alcalde de la ciudad, Willy Brandt, con quien cenaba a menudo,fue testigo privilegiado de un acontecimiento histórico: el levantamiento del muro; y  muñidor de un crucial almuerzo en su residencia entre el Almirante Luis Carrero Blanco y López Rodó con Ludwig Erhard, el brillante ministro de Hacienda del Canciller Konrad Adenauer, artífice del milagro económico alemán.

Pero de nada de eso se ocupara la historia -insisto- sino de lo que sucedió una noche de 1936 en Ginebra…

Y es que,como dijo Borges, «cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento, el momento en que el hombre sabe para siempre quién es;porque un destino no es mejor que otro, pero cada cual debe acatar el que lleva adentro».

Al poco de estallar la Guerra Civil,el entonces Presidente de la República, Manuel Azaña, le confió a su cuñado e íntimo amigo Cipriano Rivas Cherif, justo antes de que partiera al consulado de Ginebra-donde había sido destinado- sus diarios, compuestos por nueve cuadernos escritos a mano con una caligrafía menuda y sin apenas tachaduras, para que los custodiara.

Por su indudable interés y a fín de amenizar las tediosas veladas suizas,pecando,eso sí, de no poca indiscreción, pues Azaña le había recalcado que los mantuviera a buen recaudo, Cipriano Rivas Cherif decidió compartirlos con un selecto grupo de funcionarios, entre los que se encontraba Antonio Espinosa San Martín, que ejercía de Viceconsul; y su compañera sentimental, la cantante mejicana Nina de Castro, nombre artístico de Raquel Choudens, una mujer de belleza salvaje y racial que traía de cabeza al personal del consulado.

Alejados del fragor de la cruenta batalla que se libraba en España, en medio de la quietud de las noches helvéticas de verano,con las ventanas abiertas de par en par y apenas un soplo de aire fresco inflando levemente los visillos, Cipriano Rivas Cherif leía con voz engolada los diarios de su cuñado,mientras paseaba por los salones del consulado, rodeado de espejos, relojes y candelabros, como si estuviera interpretando un monólogo teatral a los que era tan aficionado.

No en vano fue director de escena en la compañía de Margarita Xirgu.

De vez en cuando, a modo de digresión, detenía sus pasos, arrobado por la belleza de alguna descripción paisajística o para regocijarse con los comentarios mordaces de Azaña sobre sus ministros, desatando las risotadas de su entregado auditorio.

Lo que ignoraba Cipriano Rivas Cherif es que Antonio Espinosa San Martín era un agente de Franco y por medio de su bella y sagaz acompañante remitía claves y documentos de suma importancia al S.I.F.N.E. (servicio de información de la frontera del nordeste de España), creado por el General Mola y cuyo centro de operaciones se hallaba en el Hotel Biarritz. Dirigido por José Bertrán y Musitu, abogado de Alfonso XIII, contaba entre sus insignes colaboradores con Francesc Cambó, Josep Pla y Carlos Sentís.

Mientras en el frente se recrudecía la guerra, los días-y las noches- se sucedían plácidamente en el consulado hasta que al llegar el crudo invierno Raquel Choudens alertó a su pareja de que el embajador en Londres, Pablo de Azcarate-afecto a la causa republicana-les seguía la pista.

Conscientes de que la vida de ambos corría peligro maquinaron un plan de fuga no sin antes llevar a cabo una última misión:apoderarse de los diarios de Azaña.

Esa misma noche,cuando todos los funcionarios del consulado se habían retirado a sus aposentos, Antonio Espinosa se anudo el batín y tras salir de su suite atravesó el pasillo a oscuras guiado por el haz de luz de su linterna hasta adentrarse en el despacho de Rivas Cherif; a continuación se sentó casi a tientas en una silla y después de hurgar en una caja de barro que contenía puros y cigarros halló el llavín que le permitió abrir el primer cajón del escritorio; afano solo tres de los nueve cuadernos, para no despertar inicialmente sospechas,  regreso sigilosamente a su habitación y al despuntar el alba tomó un taxi rumbo al aeropuerto con su preciado botín en la maleta.

Cuando Cipriano Rivas Cherif se percató del hurto puso el grito en el cielo y después de maldecir a ese ladrón de alto coturno se dirigió a la comisaría a denunciar el robo.

Pero era demasiado tarde…

Antonio Espinosa se hallaba ya muy lejos de allí: concretamente en una terraza de la Piazza Raffaele De Ferrari de Génova, paladeando un Negroni en compañía de Raquel Choudens…

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Tras no pocas peripecias y escoltados por  la policía suiza un avión los había transportado a la ciudad portuaria, donde fueron agasajados por el cónsul-afín al bando nacional- que les puso en contacto con Nicolás Franco, al que  entregaron los diarios.

Posteriormente éste partió a Salamanca y se los dio a su hermano, el Caudillo, que los leyó con fruición.

Cuando Azaña se enteró de la sustracción de sus cuadernos montó en cólera, recriminando a Rivas Cherif su negligencia y , temeroso de la reacción que pudiesen tener los «damnificados», intentó por todos los medios recuperarlos, proponiendo a Negrín -a la desesperada- hacer un canje por un prisionero de guerra, barajandose el nombre de Rafael Sánchez Mazas, pero sus demandas no fueron atendidas.

Franco se negó a soltar su presa. Sabedor de la munición que obraba en su poder, a fin de minar la moral del enemigo,no solo decidió publicar los diarios por entregas en el ABC de Sevilla sino que , además,los empleó como arma arrojadiza: lanzando quinientos ejemplares del periódico monárquico desde un avión al sobrevolar la ciudad de Valencia donde se había trasladado el Gobierno de la República-para sembrar aún más la discordia entre sus miembros con un bombardeo de papeles que se propagó cual reguero de pólvora por la capital del Turia.

Y es que Azaña no dejaba títere con cabeza, ensañándose sobre todo con los suyos, como si fuesen los muñecos del pim pam pum.

Niceto Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Marcelino Domingo, Albornoz, Indalecio Prieto -al que compara con una criada- eran objeto de mofa y befa,como si Don Manue l-¡Ay los que lo llamaban Don Manuel!- hubiese humedecido su pluma en vitriolo.

«Es  cosa que espanta el estado de incultura del vulgo político español. No sé yo si llegarán a dos docenas las personas del mundo parlamentario y periodístico con las que se pueda razonar seriamente». Anota Azaña en su diario el 25 de Enero de 1933.

Tal vez esa frase explique mejor que nada por qué fracasó la II República,contra la que ,según el propio Azaña, no se rebeló Franco, sino contra la chusma que se apoderó de ella.

Los cuadernos de Azaña permanecieron ocultos más de sesenta años hasta que en la Navidad de 1996 la Duquesa de Franco los encontró por casualidad en la biblioteca de su domicilio, comunicándoselo de inmediato a Esperanza Aguirre, a la sazón ministra de Cultura, quien los puso a disposición del Archivo Histórico Nacional.

Justo un año después fueron editados por Grijalbo Mondadori y presentados en el Hotel Palace de Madrid  en medio de una inusitada expectación por el entonces Presidente del Gobierno José María Aznar.

Por aquellas fechas un editorial de «El País» tildó a Antonio Espinosa San Martín de «vulgar ladrón»,confundiendo aviesamente un acto de guerra con un delito común.

Las memorias de Azaña en su conjunto han sido consideradas por el profesor Juan Marichal el texto memorialistico mas importante de la Historia de España, a lo que sin duda contribuyeron no poco los tres«cuadernos robados» en los cuales Azaña se muestra en estado puro.

Sin afeites ni maquillajes. Cuando a mi tío Antonio le diagnosticaron un cáncer en Nueva York, quiso regresar a Madrid, la ciudad que le vio nacer, para morir rodeado de la familia, dejando atrás su vida nómada e itinerante.

Entre la copiosa correspondencia que mi padre recibió aquellos días, expresandole sus condolencias, se topó con un sobre de avión que contenía una hermosa carta escrita por una mujer rememorando con la sensibilidad a flor de piel la aventura que vivió con su hermano Antonio durante la Guerra Civil española. Estaba firmada por Raquel Choudens.
   
MIGUEL ESPINOSA GARCÍA DE OTEYZA

Aunque madrileño de nacimiento, Miguel Espinosa García de Oteyza reside en Cataluña desde hace años. Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense , es autor del libro de relatos «Una noche con Amador Amado y otros cuentos de anuncios clasificados»; y de la novela «El cabrón».

En la actualidad prepara un libro sobre su padre, Juan José Espinosa San Martín, ministro de Hacienda de Franco, que formó parte de los llamados «tecnócratas», artífices del milagro económico español de los años sesenta.

P.D. Adjunto fotografía de Antonio Espinosa San Martín -segundo por la izquierda- durante un safari en África.

Miguel Espinosa García de Oteyza

TELÉFONO 628 346 723