21/09/2024 01:32
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La primera parte de esta serie está aquí.

 

Otra de las novelas citadas en el prólogo del libro de Zamacois antes reseñado es El ángel de Sodoma, del cubano Alfonso Hernández Catá. Publicada y ambientada en España, la novela narra la historia de José María, el primogénito de una familia aristocrática en decadencia que se ve obligado a tomar las riendas familiares tras la muerte de sus padres. Se puede leer aquí: El ángel de Sodoma – Telegraph. El tono del libro es muy parecido al de Zamacois, aristócrata (en este caso venido a menos), marica perdido, que no puede salir del armario por el buen nombre de la familia (como en el caso anterior), pero la novela es menos caricaturesca que aquella y está mejor escrita. Quizás produzca al principio algún rechazo, por la adjetivación un punto tópica -algo menos que la de Zamacois- pero que pronto se olvida:

La democracia alumbró aquí y allá, sin consagraciones regias, cien cabezas de estirpe, mientras la casa de los Vélez Gomara languidecía.

La ciudad, levítica a pesar del paganismo azuliblanco de las olas y del fermento inmoral traído de tiempo en tiempo por los marineros, hartos de oceánicas castidades, a las casucas del suburbio, había estimado muchos años como su timbre óptimo el escudo ahondado en el sillar clave del medio punto de su puerta.

Al protagonista se le retrata muy positivamente, y se lamenta su inclinación. Ya está bien entrada la novela cuando la descubre:

 … confesose sin medir aún todo el alcance terrible del descubrimiento, que sólo el eco del tacto de una de las tres diestras estrechadas persistía en la suya, y que sólo una figura perduraba en su retina y en sus nervios: la del hombre… ¡La del hombre joven y fornido nada más!».

Ahora aquel retraimiento infantil, aquel entretenerse con muñecas y vasijitas, aquel huir de los juegos violentos de los chicos, adquirían valor de manantial, donde nacían las pestilentes aguas que, sueltas de súbito, amenazaban ahogarlo.

Y le empieza a dar vueltas, y a evitar que la inclinación llegue a más:

 

No, no había fumado ni resistido nunca el vaho del alcohol. Ruedos de faldas sirviéronle siempre de regazo. En el sosiego, en la limpieza hogareña, en el seguro de los seres débiles había ido larvándose su predestinación. La dulce convivencia con sus hermanas, las horas domésticas de guisos y costuras, de arreglos, de suave goce entre encajes y cintas, de hábil copia de los patrones publicados en las revistas de modas, tomaban ahora, en el recuerdo, densidad malsana.

Y empieza a despreciarse:


Llegaría a ser uno de esos seres abyectos, andrajos vivos por igual ajenos a la belleza frágil de la mujer y a la hermosura masculina, de quienes se huye, y a quienes se cita como cifra de escarnio? ¿Por qué la Naturaleza había ido a equivocarse en él, en él que hubiera querido conservar y aún abrillantar, si fuera posible, el nombre del padre heroico aureolado por la distancia y por la muerte? Si debió ser hembra, ¿por qué no haber nacido completa, otra Isabel Luisa, otra Amparo mejor? Y si debió ser hombre, el varón necesario para regir la casa y sujetar las pasiones de todos, ¿por qué no haberle dado la musculatura y el temple del que allí, junto a él, casi insultaba con su compacto sueño aquel insomnio?

El último: el que está en presidio, el que ha robado, el que ha matado, puede mirarme con desprecio. ¡Ah, si ustedes supieran mis torturas!

… junto a la deshonra que yo podré echar sobre su tumba, los extravíos de Jaime, la mala boda de Isabel Luisa y hasta la posible caída de Amparo, arrastrada por sus labios carnosos en cualquiera de los amoríos a que se entregaba ciega y crédula, no serían nada. Entre todos los pecados posibles, el mío sería el más hediondo, el más denigrante». Hasta la deshonra tiene matices. En la ciénaga hay capas, y la más fétida, la de imposible remisión, era la que alimentaba las raíces de su ser.

Pero se sobrepone:

Para justificarse ante la creciente ola de menosprecio con que se juzgaba, deteníase a veces, y, encarándose con un testigo invisible, decía «¿Qué culpa tengo yo? ¡Si fuera un vicioso, un vil caído por lujuria en la renegación del sexo, merecería que se me escupiera! ¡Pero, si dentro de mí, me siento blando, femenino! ¡Si desde niño gusté de cuanto las mujeres gustan! Si la naturaleza, o Dios, o Satán iban hacerme mujer y, cuando ya estaban puestos los cimientos de mi ser, se arrepintieron y echaron de mala gana arcilla de hombre, ¿qué he de hacer yo? Tal vez ella, mi madre, quisiera tener la primera una hija… Sí, eso debió ser».

Incluso trata de superar el problema:

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 … empezó a aprender a fumar. Los esfuerzos para tragarse el humo le causaban tos y dolores de cabeza. A veces una colilla «olvidada ex profeso» para que le sirviese de testimonio viril, lo despertaba con su pestífero olor

Los ojos y las manos se le iban a la menor distracción tras de las revistas de modas, tras de las labores de tijera y aguja que sus hermanas realizaban; pero no volvió a poner los dedos en ellas. Cuanta inclinación sospechosa movía su simpatía, era contrarrestada con rigor.

Tal vez al contacto de la mujer la mala inclinación cediese, y triunfara para siempre en él el hombre».

Y como en la de Zamacois, busca un matrimonio, aunque el desenlace es distinto. No hace falta decir más, para quien piense en leerla.

Desgraciadamente, el texto leído no incluye el prólogo del liberal Marañón ni el epílogo del socialista Jiménez de Asúa a la segunda edición, pero aquí nos dejan esto:

 

La segunda edición de El ángel de Sodoma (1928), sobre la que se basa esta edición, cuenta con un prólogo del pensador y endocrinólogo Gregorio Marañón y un epílogo del abogado y político Luis Jiménez de Asúa, y tanto el prólogo como el epílogo enfatizan precisamente ese aspecto de la homosexualidad como enfermedad.

La consideración de la homosexualidad como desviación del instinto por el doctor Marañón se puede comprobar en su libro La evolución de la sexualidad. Sobre Jiménez de Asúa hay que recordar que era el abogado habitual de los pistoleros del PSOE implicados en asesinatos; el pistolerismo rojo que defendía no le daba tantos escrúpulos. Será interesante hacerse con los textos.

 

Jiménez de Asúa:

* * * * *

 

El cuarto y último libro citado en el prólogo de Una Pobre Vida es Pasión y muerte del Cura Deusto, escrito por Augusto D’Halmar, pseudónimo de un autor chileno, que vivió en España, donde ambientó la novela. En este caso se trata de un sacerdote vasco que pierde la cabeza en Sevilla por un gitanillo. Contra lo que cabría pensar no es ni anticlerical ni escabroso. Tiene una historia creíble -aunque muy improbable- y está bien escrito, aunque con un estilo un punto preciosista, por lo excesivamente cuidado. Tiene su interés en todo caso. Por ejemplo, aquí tenemos unas descripciones de la liturgia tradicional:

Pedro Miguel no dijo nada, como cada vez que un asunto no excitaba su  labia. Familiarizado de todo tiempo con las cosas de Iglesia, como ocurre a  casi todos en su caso, había ido perdiéndoles el respeto. Había visto a deán y  sochantres hacer como autómatas sus genuflexiones y recitar maquinalmente  jaculatorias, cuya letra había matado al espíritu. Estaba, por decirlo así, demasiado entre bastidores para interesarse por el espectáculo. Y he aquí que en  esta pequeña parroquia, junto a este vicario extranjero, todo comenzaba a recobrar a sus ojos su prestigio, por el mero hecho de que se interesaba a  todo. El calor con que Deusto llenaba sus funciones las impregnaba de una dignidad esencial y devolvía su significado a esas ceremonias que, como el Santo Sacrificio, son simbólicas hasta en sus menores detalles. El trianerillo asistía ahora cotidianamente la primera misa, cuyos fieles, por ser los más humildes, eran también los más penetrados de sincera piedad. Desde que en la sacristía, a la luz rojiza de una bujía en la lividez del amanecer, ayudaba a revestirse al celebrante, el alba, el amito, el cíngulo, el manípulo, la estola o la casulla, se animaban con otro aspecto que el de simples atavíos, y una vez en el altar, el latín mismo, dejando de ser un balbuceo sin ton ni son, se hacía musical y solemne.

Entonces, mientras los otros tres sacerdotes revestían la capa pluvial y las dalmáticas de oro; mientras los acólitos, con sotanas azules y roquetes blancos, se arremolinaban encendiendo los ciriales, y el sacristán balanceaba el incensario a todo vuelo para hacer prender sus carbones, Deusto, habiendo vestido una sobrepelliz y una estola, salió el primero, y, los ojos entornados, fue a arrodillarse en el rincón más apartado del ábside. A sus espaldas se elevaba de la multitud un murmullo entrecortado de toses discretas; otro, como cuchicheo musical, que se cernía por encima, indicaba que ya el órgano se afinaba en sordina, y en el campanario mudéjar, Carracas y sus ayudantes debían de continuar repicando; pero el son de las campanas apenas penetraba en el templo, al cual convocaba hasta tan lejos.

El tintineo de las campanillas y las voces que entonaban el Pangue Lingua le hicieron alzar la cabeza, y cuando se levantaba el velo del tabernáculo pudo contemplar en todo su esplendor la obra de sus manos, ese altar como de día de Corpus, pero dominado por la celeste figura de la Inmaculada, todo inflamado, como una apoteosis, como él lo había imaginado en sus entusiasmos. Y casi sin saber cómo se encontró en ese púlpito desde donde, por la primera vez, iba a comunicarse con su familia espiritual.

La novela presenta la historia sin juzgar ni pontificar. He leído solo principio y final, pero creo que no hay referencias explícitas a la homosexualidad, por eso no se libra de las críticas de los homosexualistas de ahora. El prologuista, un Juan Pablo Sutherland, dice que es una narración “clausurada por el temor o pánico homo-sexual de su época”, cualquier cosa que eso sea. Se habla incluso de secuestro de la homosexualidad. Se trata de que el autor no habla explícitamente de homoerotismo. Evidentemente, si el autor no lo hizo fue porque dejarlo en suspenso, insinuando y no mostrando, le daba más juego literariamente hablando.

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La semblanza del autor al final del libro, del mismo prologuista, termina con este alegato pro-sodomía:

Esta nueva edición de Pasión y Muerte del Cura Deusto de Augusto D’Halmar, abre una nueva posibilidad para ajustar cuentas con la historia literaria. Ya  decíamos que se ha constituido como un texto emblemático de la disidencia  sexual en a literatura hispanoamericana a comienzos del siglo XX. Texto  injustamente leído por una crítica conservadora que no fue capaz de develar las claves necesarias para pensar nuevos lugares de la legitimidad amorosa y escritural. Con una densidad literaria y una calidad notable en su construcción, intactas a los noventa años de ser publicada por primera vez, esta  novela comienza un nuevo ciclo, con lectores autónomos que podrán disfrutar, problematizar y sencillamente leer con plena libertad la versión de una  utópica tragedia del deseo minoritario.

Es obvio que al fulano solo le interesa la novela para usarla como activista LGTB.

* * * * *

Unas conclusiones: en primer lugar queda clara la denuncia de la homosexualidad por la literatura progresista como enfermedad o vicio, y vicio burgués además. Los protagonistas de tres de ellas son aristócratas y en el otro caso un sacerdote. ¿No habría casos entre los periodistas, novelistas, artistas y personas del mundo en el que se movían los autores para que tuvieran que recurrir a ambientes desconocidos por ellos? Se salva de esta apreciación Pasión y muerte del Cura Deusto, porque el autor fue seminarista, y describe la liturgia con muy buen gusto.

 

Las calificaciones que recibe la inclinación homosexual incluyen: desgracia, sucia desviación, dolencia, deformidad moral, etc. Se agradece al menos que no tengan ensañamiento alguno con los protagonistas, que dan más pena que otra cosa. La homosexualidad se consideraba entonces una enfermedad, no un “estilo de vida” o una elección, como se presenta muchas veces actualmente.

Sobre la calidad de los escritos: la de las Las «locas» de postín es ínfima; la de Una pobre vida, deficiente; El ángel de Sodoma se puede leer, y la Pasión y muerte del Cura Deusto es notable, aunque será en exceso esteticista para algunos gustos, y no tiene el morbo que otros esperarían. La última se puede leer por el retrato de la vida de Sevilla; la penúltima, por el interés de leer una de las primeras novelas españolas de esta temática, que además debió tener su éxito dado que Marañón y Jiménez de Asúa escribieron prólogo y epílogo.

Los prólogos y comentarios añadidos a las ediciones modernas muestran el cambio social que se ha producido en la consideración de la sodomía, Por ejemplo, en El Angel de Sodoma, leemos cosas como esta:

El ángel de Sodoma deconstruye el espacio sociocultural de su época poniendo en evidencia el contenido represivo del mismo cuando se trata de sujetos que no siguen las normas.

El autor no deconstruye nada, presenta un caso patético, retratando y rechazando la homosexualidad aunque sin culpar de nada al protagonista, porque la considera una especie de enfermedad. Quienes deconstruyen son quienes evalúan el pasado -incluyendo su literatura- de forma anacrónica, viendo lo que el autor nunca pretendió.

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