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Continuación, segunda parte y final del texto iniciado ayer: «El sapo fascista de mi pueblo». Es una historia real. Y el hecho que la motiva pasó por la vida, igual que pasa una sombra, dejando un rastro de fría indiferencia y olvido… Nadie le dio ni la menor importancia. Pero al final del relato se resuelve tanta indolencia de esta realidad doliente que radica en el espíritu humano como el origen de toda tragedia.

 

España ya estaba radicalmente dividida y enfrentada a muerte. Esto sucedía en el mejor laboratorio de la guerra: los pueblos. «Un odio que había ido subiendo como la niebla del invierno por el valle…» Ni que decir tiene que pese a los pocos medios de información, por estos pueblos vivían bastante informados. El clima hostil, estaba bien definido, en aquel caluroso verano del 36. Y Taso, «no era de los nuestros» -al decir de algunos-, si no de los que iban a misa y tenían otras concepciones de la vida, que ahora se llaman «progresistas y de izquierdas». O sea, que a Taso, no le faltaba ni un pelo, para ser insultado incluso por parientes cercanos a su familia, con la sentencia de: «fascista».

El término estaba connotado con lo peor, significaba enemigo a eliminar, y ni el acusado ni el acusador lo entendían entonces. Era un vocablo feo que definía a los que no eran rojos. Eso sí, como lo peor. De tal suerte que vemos en la pág. 244, el siguiente diálogo de las mujeres de mi familia materna -abuela, tías y madre- que huían por el monte de Tejedo a la zona nacional de Boñar, cuando la hija mayor, de 18 años, exclama:

– Madre: ¿por qué llamarán fascistas a los nuestros?; preguntó Francisca, ingenuamente.

– Porque no encontraron otra palabra más fea que llamarles, lo más seguro; le responde su madre con las consabidas pocas ganas de hablar.

A Taso ya no le quitaba el sambenito de encima, ni la Caridad. Se olía la tostada, al entender que los más cercanos le darían la patada en cualquier momento. Cuando ya empezaron a huir al monte los más significados, al estallar la guerra, y porque se iniciaba la invasión roja en los pueblos montañeses, él aún resistió en el suyo. (Entre ellos huyeron, mis abuelos y tíos) Y el día que se enteró Taso que venían los primeros rojos a requisar las armas y aplicar el comunismo, él, desconcertado huyó a Valverde, el pueblo contiguo y de su madre. O sea, que confuso y aterrorizado, buscó inconscientemente tras abandonar su casa, esposa e hijos, el hogar materno como si éste pudiera salvarle de la que se avecinaba, gracias al cordón umbilical que le unía con la vida. Y allí se presentó.

Su madre le dijo: los rojos están entrando en Valdeteja para instalarse allí; lo comentaron al pasar por aquí, así que, hijo, no pongas las cosas peor, vuelve para Valdeteja, que si te ven llegar te tomaran por un fugado arrepentido y lo harás peor. Su madre, aterrorizada,  no quiso contarle como había presenciado la rotura de la puerta de la iglesia a culatazos de un fusil, entre juramentos estremecedores, y la posterior destrucción de los santos, sacristía y objetos sagrados, con la mayor mofa. Su madre ya había comprobado in situ cómo se las gastaban los rojos, pero no se lo contó a su hijo para no ponerlo peor de lo que estaba. Y Taso, obedeciendo el mandato materno, se echó encima, una azuela, y una garlopa, y bajó desconcertado para su otro pueblo, adonde vivía.

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Tras entrar en él y al llegar junto a su casa, recibía el gran susto que le helaría el corazón. Se topó de pronto con la cuadrilla roja de mandamases

a la que estaba asesorando su primo… (X) buscando el poder y diciéndoles que lo tenemos todo controlado. Éste, al verlo aparecer, gritó fanfarrón y sabihondo como era, señalando a Taso:

-¡Mirad, ya regresan los primeros fugados! Los de la cuadrilla clavaron a Taso unos ojos de serpiente próxima al ataque. La tensión se mascaba; se tornó en pesada nube negra que todo lo inundaba. (X) le metió en tan duro aprieto, por dárselas de lo que era: un fantasma. Recuerdo a Taso en su casa contándome la historia, y añadiendo irascible y excitado lo que le hubiera hecho al delator en ese momento, de haber podido:

– «¡Lo hubiera deshecho con los dientes!».

Taso, en aquel momento, fingió toda la ignorancia de su sabiduría, y puso una cara indescifrable, al sinvergüenza de (X) por acusarlo de huido, en tan innecesario y peligrosísimo trance.

-¡Pero qué dices tú de fugados…! -soltó sorprendido-. Si vengo de Valverde de arreglarle una puerta a mi madre, mientras dejaba ver las herramientas que portaba.

La situación opresiva, cruel e indefinible… era un juicio sumarísimo. Nadie sabía por dónde ni cómo iba a reventar aquel duro y largo silencio. Un gordo sapo, pasaba puntualmente con sus lentos saltos, próximo a la cuadrilla, de tal modo que atrajo la atención de todos. El jactancioso y cicerone de los rojos, primo X, de Taso, siguió de valiente y enterado. Y para desahogarse de la tensión por él protagonizada, que inundaba el ambiente, y que no sabía cómo arreglar, le propinó tan certera y fuerte patada al sapo que salió disparado por los aires a despanzurrarse contra la pared de la otra calle, mientras le escupía el insulto:

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– ¡Fascista…!

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