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La noche de la disolución de Fuerza Nueva:

Necesitaba vaciar mi corazón con los amigos; y se entiende que con los amigos de verdad. Hay cenas para el jolgorio, y en ellas toman asiento los que quieren pasarlo bien, olvidarse de todo y vivir unas horas en el paraíso artificial de la diversión, que aleja de la sangrienta realidad de cada día. Pero hay también cenas, como la de hoy, que no pretenden reunir a un grupo de huidi­zos, sino a un puñado de españoles que viven la sangrienta realidad de su pueblo y que no han aspirado ni aspiran a alejarse de ella, sino que la han hecho suya, la asumen con su enorme dramatismo y quisieran, con su dedicación constan te, superarla. 

Por eso he aceptado la invitación para esta cena. La cena ya es un símbolo, cuando viene proyectada y se contempla en su segunda versión, cuando es a un tiempo oportunidad y estímulo para que las amistades se consoliden, pa­ra aunar voluntades dispuestas al sacrificio, para comulgar con fervor del pan ácimo de las mismas ideas sagradas y del vino caliente que da fortaleza para servirlas.

En esta cena -tan distinta de otras a las que hemos asistido-, que nos reúne en la noche de un 20 de noviembre, yo quisiera sentirme confidencial con vosotros. Alguien podría decir que el político debe ocultar sus sentimien­tos, que no es útil ni conveniente dejar el alma traslúcida y mostrarla sin ru­bor a los demás, aun cuando suponga que los demás son sus amigos, porque pudie­ra no serlo y porque, aun siéndolo, no le comprenderán y hasta es posible que murmuren por lo bajo.

Pero, así y todo, yo necesito con urgencia y en una noche como la de hoy, traspasada de evocaciones -muerte de Franco, muerte de mi buen amigo Antonio Rivera, el «Ángel del Alcázar», fusilamiento de José Antonio- y de recuerdos -las conmemoraciones de la Plaza de Oriente, plaza de la lealtad, habitada (ahora lo sabemos) por tantas y tan numerosas y tan imprevistas deslealtades-, ser muy sincero con vosotros. 

¿Que no sois mis amigos?, lo sentiría por mí, ¿Que siendo mis amigos me censuráis?, lo sentiría por vosotros, que no me perdonáis la confianza que en vosotros deposito al haceros partícipes de mi estado de espíritu. ¿Que no soy político? Pues es verdad, porque no lo soy, porque el político en uso se pone en la cola y aguanta lo que le echen; pacta, transige, consensua, entrega lo divino y humano, niega hoy lo que juró ayer; promete para mañana lo que nun­ca, después de prometido, cumplió en el pasado; y pisotea la moral para conse­guir aquello que le conviene o se propuso.

Por eso, porque no soy político, obligado a ocultar mis sentimientos, y porque creo hallarme entre amigos de verdad, que me quieren y se saben unidos a mí no sólo en los días claros y felices, sino en los días hoscos e ingratos, os abro mi corazón y quisiera que, de su abundancia, con fluidez y sinceridad, hablase mi boca.

Esta es, sin duda, para España una noche triste, como la de Hernán Cortés; una noche oscura, como la de San Juan de la Cruz; una noche amarga, co­mo la de Getsemaní; pero no una noche desesperada, como la de Judas. Y no es una noche desesperada, como la de Judas -al menos para nosotros-, porque tenemos la conciencia tranquila, porque hemos sabido cumplir con nuestro deber, porque no pusimos precio a la Verdad ni la vendimos por treinta monedas en un pac­to clandestino.

Entre la noche triste, oscura y amarga, y la noche de la desesperación, hay una diferencia sustantiva.

La noche desesperada concluye en el suicidio, en un paraje apartado en cuya fría soledad se dibujan tan sólo una cuerda y un árbol desnudo.

La noche triste, oscura o amarga, por mucha que sea su congoja, tiene: o una llamarada de heroísmo -las naves quemadas en la costa para impedir con el regreso la renuncia-; o el presentimiento que nace de la promesa del es­poso, que volverá traspasando de luz el alma y la noche; o la palabra y la caricia de un ángel consolador y lleno de misericordia. Las noches tristes, oscu­ras o amargas no terminan en la soledad del árbol de la cruz y en las cuerdas que amarran las manos al madero, sino en la alegría bulliciosa de la Resurrección.

 

En la noche desesperada no cabe la vigilia, porque la oscuridad se ha adueñado del hombre, penetrándolo, hasta el punto de que nublada la inteligencia y dormida la voluntad, el corazón, víscera inútil, deja de latir. La no­che desesperada se engulle al hombre, lo succiona y embebe, lo nadifica, haciéndole desaparecer.

 

En la noche triste, oscura o amarga, la tensión íntima y vigilante es una exigencia de la continuidad del ser, de su afán de supervivencia. En el tejido denso y negro de esas noches hay una espera ilusionada, una paciencia indomable para el sufrimiento, una fortaleza firme para soportar el dolor. En la prueba de la noche triste, oscura o amarga, el hombre no desaparece, la oscuri­dad no le absorbe y difumina y, aun envuelto, abrazado, aprisionado y atenazado por ella hasta la angustia, permanece con la plenitud de su identidad, defendi­do y acorazado por la armadura intraspasable de la fe.

 

La hermana tristeza, en la noche oscura, tiene como fiel compañera a la hermana alegría. Como el grito que arranca el brazo enfermo que se amputarse mezcla con el gozo por la vida que se salva; como se llora de felicidad cuando retorna herido o enfermo el padre que se creía muerto, así también nosotros, o yo al menos, compartimos tristeza y alegría.

 

Nos duele, claro que nos duele, lo acaecido. Si no nos doliera no se­ríamos humanos o, siéndolo, nos habríamos despojado de la sensibilidad. ¡Oh, España, cómo nos cuestas!, podemos decir examinándonos por dentro y mirando hacia fuera. ¡Dinos, pueblo de España, qué mal te hemos hecho, en qué te ofendimos, para que nos respondieras así!

 

Porque ese pueblo, sus instituciones y los que teníamos alguna razón para entender que estaban a nuestro lado, nos han dejado, como me escribía un militante de Extremadura, «orgullosamente solos», «con el orgullo de los escogidos», remarcaba una de nuestras mujeres; pero, en definitiva, solos.

 

Solos nos dejó la Iglesia, a la que hemos servido con fidelidad. So­los en las notas colectivas del Episcopado; solos en el combate contra el divorcio vincular; solos en la única manifestación antiabortista que se convocó en España. Es cierto que el Vicario de Cristo exhorta a la lucha por los valores sagrados, y lo es igualmente que los católicos enardecidos le aplauden; pero a la hora de la verdad, se deja solos a los que acometen esa lucha y los católi­cos respaldan, vetándolos, a quienes acaban de escarnecerlos.

 

Solos nos han dejado las Fuerzas Armadas, pues las Fuerzas Armadas son aquéllos que las forman, los que asumen y personalizan sus ideales y sus virtudes; ideales y virtudes que hicimos nuestras porque aprendimos de la palabra y del ejemplo que nos prodigaron en una Cruzada inolvidable, que sólo un senti­do militar de la vida puede salvar a los pueblos de la miseria moral y del coloniaje económico. Pero es lo cierto que también, y con excepciones que confirman la regla, a la hora de las urnas nos han dejado solos, porque al criterio de la honestidad ha suplantado el del interés, aunque luego el interés conlleve uniformes manchados de sangre y vidas arrancadas sobre el asfalto y a pleno día por el terrorismo que trajo el interés desoyendo a la honestidad.

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Solos nos han dejado los creadores de riqueza, los activos propulso­res de la economía, las organizaciones empresariales, que han dado, sin reservas, votos y ayuda material fabulosa a los que contribuyeron con su autoridad a la forja de un Sistema que admite la desaparición de la empresa privada, de la que cada uno de ellos hizo realidad con imaginación, trabajo y riesgo, y los han negado a quienes, como nosotros, hemos defendido la empresa privada, germen inagotable de puestos de trabajo, la propiedad como derecho inalienable, y la economía libre de mercado, como estímulo para la noble competencia, aponiéndonos a toda posibilidad legalizada de colectivización de los entes públicos.

 

Solos nos ha dejado el magisterio, las instituciones, la dirección y el profesorado de los colegios y escuelas privadas, con su enorme radio de in­fluencia sobre las familias de los alumnos. No ha habido ningún contacto con «Fuerza Nueva», no hemos merecido la atención elemental de un cambio de impre­siones. Ni siquiera la Confederación española de religiosos de la enseñanza se ha dignado examinar, a nuestro lado, los Principios doctrinales y el programa electoral de un Movimiento que considera la educación de los hijos como un derecho natural y fundamental de los padres, que el Estado no puede confiscar.

Solos nos han dejado los que teníamos derecho a pensar que, si no eran de los nuestros, estaban con nosotros; y recomendaron, en notas que hemos calificado de «contradictorias, desorientadoras e injustas», el voto a lo menos perjudicial, a aquéllos que puedan ofrecer mayor garantía de éxito para conte­ner un triunfo socialista.

 

Solos nos han dejado muchos de nuestros militantes y simpatizantes -285.000 en toda España; 90.000 en Madrid y su provincia-, arrastrados por la ambigüedad de quienes tenían obligación de expresarse sin ella; por la campaña arrolladora del voto eficaz; por la incertidumbre del rumor difundido a sabien­das, como una parte de la campaña sicológica, de la retirada de «Fuerza Nueva» de las elecciones y hasta de un pacto secreto con Alianza Popular o de una recomendación «sotto voce» del voto a favor de la misma. Quizá quienes así se condujeron no nos han dejado solos, no nos han abandonado, porque jamás se consideraron nuestros, porque se habían limitado a mezclarse con nosotros, «por si ganábamos», y al darse cuenta de que nadie profetizaba nuestra victoria, votaron a los posibles ganadores, sin caer en la cuenta de que creciendo y aumentando otros, pero no ganando, son ellos los que han perdido.

 

Solos nos ha dejado, en fin, nuestro pueblo, que ha acudido en multitud fervorosa a nuestras llamadas, que nos ha ensordecido con sus aplausos, sus vítores y sus canciones, y nos ha engañado, haciéndonos creer en la sinceridad de su apoyo, sinceridad desmentida con los hechos, al acercarse a las urnas y votando, no a favor de aquello por lo que se es, a que ha aludido en tantas ocasiones Juan Pablo II, sino en defensa -equivocada, sin duda- de aquello que se tiene, aunque se tenga en precario.

 

Pero la hermana tristeza viene del brazo de la hermana alegría, y la noche oscura tiene en el fondo su atisbo de luz. Y no sólo por la conciencia tranquila y por el deber cumplido, sino por la lección magistral que nos ha de­parado y que es necesario aprender, y por la poda voluntaria que nos permite saber de veras con quiénes contamos y prescindir de oropeles y baratijas, del pe­so muerto, del lastre inútil, del fogonazo que se apaga pronto y deslumbra más que ilumina. Nos cabe así, con el orgullo noble de los escogidos y de los lea­les, la grandeza y la servidumbre de volver a empezar.

 

Pero volver a empezar de manera distinta. Por eso mi llamada es para los fuertes, para los inasequibles al desaliento, para los que, descarrilado el tren, aspiran a proseguir el viaje en vehículo diferente. Y la verdad es que si «Fuerza Nueva”, como Partido, ha descarrilado -y entiendo que no tanto por la impericia de sus dirigentes y la mía propia, como por la perseverancia y astucia de los que arrancaron los rieles-, lo que no ha descarrilado ni puede descarrilar nunca es «Fuerza Nueva» como Movimiento ideológico.

Como Movimiento, y no como Partido, se configuró «Fuerza Nueva» y realizó una obra extraordinaria durante 10 años, de 1.966 a 1.976. Con la investidu­ra de Partido compareció «Fuerza Nueva», al producirse el cambio de Régimen, a raíz de la Reforma, y como Partido continuamos la campaña difícil de la reacción nacional y de la conquista de la calle, concurriendo, con pobreza francis­cana, a las elecciones.

 

Pero a estas alturas, pretender que el Movimiento siga actuando con la investidura de Partido, sería un grave error. Si hemos confesado tantas ve­ces que la calificación de Partido nos molestaba, que de Partido teníamos tan sólo lo que exigía el ordenamiento jurídico para dar la batalla en el campo de juego de un Sistema que no habíamos traído y que rechazábamos, sería una contradicción plena continuar siendo Partido, hacer profesión de partidismo, cuando la realidad, después de someternos a las pruebas más duras, ha puesto de relie­ve que de cara al futuro la presencia del Partido podría acabar con el Movimiento.

Las razones, a mi juicio -y las he sopesado muy bien- son las siguientes:

1) «Fuerza Nueva» sería una llama en una vasija transparente de cris­tal, y por ello un foco de atracción sobre el cual el socialismo -el del Gobierno y el de las Cámaras legislativas- haría recaer, sin objeciones ni defensa posible, su enemistad, puesta de relieve en los últimos años a través de manifestaciones callejeras ofensivas, de campañas permanentes de descrédito y de amena zas constantes de ilegalización. Un oficialismo sin escrúpulos prefabricaría las pruebas necesarias para conseguir esta última ante los Tribunales de Justi­cia.

2) «Fuerza Nueva», continuando como Partido, seguiría siendo el como­dín valiente, pero gratuito, para representar el eterno papel de una «extrema derecha», montaraz e involucionista, trama civil de un supuesto golpismo, que, sin dispendio de ninguna clase, serviría a los unos -Alianza Popular- para que se proyectase sobre nosotros la animadversión socialista, y a los otros – a los socialistas- para sacrificarnos en aras de ciertas medidas contra el terrorismo necesitadas, frente a la galería, de alguna compensación.,

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3) «Fuerza Nueva» no ha sido derrotada en las elecciones por el socialismo. Ha sido Alianza Popular la que, movilizando el miedo, hurgando en el in­terés, hablando de la eficacia y difundiendo rumores, nos arrancó los votos y nos ha dejado a la intemperie. El voto a favor de Alianza Popular ha sido, evi­dentemente, un voto útil, pero útil tan sólo para destrozar a «Fuerza Nueva» -grupo radicalmente antimarxista, por ser antes cristiano y español-, pero inútil hasta la saciedad para contener y barrer al socialismo, como se decía. Sean, pues, los que han llegado a las Cámaras con el voto antimarxista y los que les han apoyado los que, en el Parlamento y en la calle, luchen contra el socialis­mo, de acuerdo con su programa electoral.

4) «Fuerza Nueva» no abrió las puertas al socialismo. Al socialismo le abrió las puertas Alianza Popular, como se la abrieron los otros grupos reformistas. Alianza Popular ha sido el respaldo consensuador y derechista del Sistema; de un Sistema con partidos políticos, entre los cuales estaba el socialista. Si el socialismo era una opción tan lícita como las demás, podía, lógica mente, conseguir el poder y conseguirlo de forma absoluta, como lo ha consegui­do. Por ello, si ahora se estima que el socialismo es un mal y se tocó a rebato para contenerlo, sea Alianza Popular, y no nosotros, que jamás le abrimos la puerta, los que pechen con la tarea de combatirlo,

 

5) «Fuerza Nueva», en los años de la tolerancia, de la deserción y de las traiciones, mantuvo el ideal de la Cruzada y lo sembró a manos llenas, sin reparar en sacrificios, por pueblos y ciudades. Ha habido una gran cosecha. Na­die lo puede negar. Pero la cosecha la recogieron otros en los sacos abiertos del voto útil y con las horquillas insaciables de la eficacia. Y no es que me preocupe demasiado sembrar y recoger tan poco. Lo que me preocupa es que la co­secha abundante se arroje en el silo húmedo de un Sistema que deshace el grano.

 

6) «Fuerza Nueva» no puede continuar como Partido, porque un partido es una sociedad constituida no tanto para sembrar ideas, como para participar en las elecciones y ganarlas, con vistas a asumir la tarea directora del Estado. Para conseguirlo hace falta dinero, muchísimo dinero, y una incidencia constan­te en la opinión a través de los medios informativos. El dinero no llegó a nuestras arcas y los medios informativos produjeron una incidencia negativa sobre nosotros. A pesar de ello, hicimos ocho veces la experiencia. No aprender la lección que tal experiencia nos brinda y, con deudas aún importantes por liqui­dar, pretender acudir a las elecciones que, en un Sistema liberal y en un Esta­do de autonomías, han de ser constantes, me parece una ingenuidad o una locura. Y vendernos al mejor postor, que a cambio de las ideas nos facilite la bolsa y los medios, es algo, para mí y creo que, para vosotros, imposible.

 

7) «Fuerza Nueva», en el curso de estos años -dieciséis y medio-, ha acumulado saberes; y por ello sabe que la sensibilidad que grita al tener que prescindir de aquello que se forjó amorosamente, sería una tentación peligrosa, si lograra, por su sola valencia, que continuáramos hacia lo que a todas luces sería un abismo: dejar que destruyan el Movimiento por mantener el Partido. El que va delante y está más alto, ve más y mejor. Si, por añadidura, el que va delante y está más alto, ama la obra y aspira a servir desinteresadamente a los suyos -como creo que lo ha demostrado con creces-, se halla en la obligación de marcar el camino que entiende más seguro para llegar a la meta. Y, además, abriga la confianza de que las lealtades pregonadas se demuestran cuando no viendo, porque la sensibilidad nubla los ojos, se confía sin recelos en quien, asumien­do toda la responsabilidad, señala la nueva andadura.

 

Pero ahí están los cien mil leales y la alegría del hallazgo, entre la arena que sirve de lecho al rio, de las pepitas de oro de ley. La depuración del tiempo difícil se ha hecho sola. La criba y el cedazo de esta oportunidad nos permiten reunir a los mejores. Si, por una parte, no tenemos derecho a sacrificarlos inútilmente, de otra parte, tenemos la obligación de mantener su espí­ritu, de no condenarlos a la dispersión o a la incertidumbre. Por eso, «Fuerza Nueva» no muere; se transforma, como nos dice el prefacio que nos habla de la vida verdadera. Si el partido es como el hombre viejo que cojea achacoso o como la casa que se desmorona y puede aplastarnos, dejemos a ésta y a aquél y busquemos con júbilo el corazón vigoroso y la nueva mansión en que el espíritu pueda moverse ligero y flexible, para servir a España.

 

«Fuerza Nueva» no se disuelve; abandona el cascarón, se desembaraza del corsé, cuyas ballenas le oprimían. En la nueva singladura encontraremos, con la ayuda de San Miguel, nuestro patrono, el lugar exacto, no para admitir al que llegue, sino para llamar a los que no han dudado, a los que no han des­confiado, a los que no se sintieron defraudados, a los que han dicho, quizá -sin palabras: «contigo hasta el fin», y con palabras: «gracias por dejarnos perder contigo». Ellos son los que han entendido que sólo los que saben perder pueden ganar.

 

¿Veis cómo la hermana tristeza quedó en silencio contemplando a la hermana alegría? Con esa alegría, que tiene su matiz imborrable de tristeza, y que la hace, por ello mismo, más genuina, podemos recordar los versos de ese canto que hemos oído tantas veces durante la peregrinación apostólica por Espa­ña de Juan Pablo II:

 

«en la arena he dejado mi barca,

Junto a Ti buscaré otro mar»,

 

porque, efectivamente, yo al menos, en la arena he dejado mi barca, la barca desguarnecida, desarbolada, sin vela ni timón, que deshicieron, no las tempestades, sino los corsarios; y es lógico que esa barca que dejé en la arena y en la que navegué unos años, me colme de nostalgia. Pero miro hacia lo alto y hacia delante y le digo al Maestro que guía la historia: «junto a Ti, por España, y con vosotros, mis amigos de esta noche del 20 de noviembre, en la vigilia de Cristo Rey -con todo lo que el 20 de noviembre y la fiesta de Cristo Rey significan-, buscaré otro mar».

 

¡ARRIBA ESPAÑA!