17/05/2024 05:44
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Yo no sé qué artículos de la Historia del Periodismo español les habrá quedado en la mente a los pocos periodistas que ya quedan, pero yo sí recuerdo muy bien los que se quedaron en la mía, que son estos y que con el permiso de la dirección de este valiente “ÑTV ESPAÑA” quiero reproducir en las próximas fechas.

Son estos:

  • Todo el año es carnaval”

Vuelva usted mañana” (Mariano José de Larra)

  • El rasgo” (Emilio Castelar)
  • España sin pulso” (Francisco Silvela)
  • Neutralidades que matan” (Conde de Romanones)
  • Delenda est Monarchia”

No es esto, no es esto” (Ortega y Gasset)

  • Hipócritas” (Blas Piñar)
  • La Monarquía de todos” (Luis María Ansón)
  • La soledad del Rey” (Unamuno)
  • El totalitarismo sin rostro” (Ismael Herraiz)
  • El gironazo” (Girón de Velasco)

Hoy, aunque saltándome los tiempos de su publicación, quiero reproducir los dos que viví más de cerca (y digo cerca porque me cogieron justo cuando yo era Redactor-Jefe fundador del “Diario SP” (1966 – 1968) y además porque se publicaron ya con la nueva “Ley de Prensa” de Fraga)

El primero, “La monarquía de todos”, se publicó el 21 de julio de 1966 y el segundo “El totalitarismo sin rostro” el 16 de abril de 1968.

Pues a pesar de la nueva Ley de Prensa los dos autores fueron castigados y perseguidos por el Gobierno. El joven Ansón, una de las plumas más brillantes que ha dado el periodismo español en el siglo XX y lo que va del XXI, fue desterrado al Oriente lejano y allí tuvo que estar como corresponsal de ABC durante varios años. Para mí fue el mejor artículo que se ha escrito sobre la Monarquía (aunque yo no comparta personalmente algunas cosas). Pero, mejor es que lo lean ustedes:

LA MONARQUÍA DE TODOS

En la vieja Europa de las experiencias y de las sabidurías políticas, una serie de países avanzados, de alto nivel de vida, que han hecho una reforma social justa y han distribuido la riqueza de manera equitativa, sin necesidad de revoluciones armadas, ni de sangre; que, en fin, gozan de libertad en medio de paz prolongada y de ejemplar estabilidad política, son monarquías: Suecia, Noruega, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Inglaterra… Con esto no quiero negar la existencia de repúblicas justas y estables, sino sencillamente subrayar un hecho incuestionable: la Monarquía es un sistema que responde a las exigencias de la más avanzada modernidad social y política, y no solo no entorpece el progreso y la libertad, sino que, por el contrario, los favorece al máximo. De ahí́ se deriva, tal vez, la profunda popularidad de la institución monárquica en los países europeos que disfrutan de ella, en todos los cuales, por cierto, han gobernado o gobiernan los socialistas. Que en Bélgica, en Dinamarca o Inglaterra el pueblo está con la Monarquía, nadie puede dudarlo. Por eso toda la propaganda antimonárquica desbordada en España por ciertos demagogos enraizados en ideologías más o menos totalitarias y torpemente planteadas sobre pintorescas imágenes de pelucas, marqueses empolvados, rigodones y explotación del pueblo, se desmorona como un castillo de arena ante la realidad de la Europa de hoy. Mirando hacia Noruega o Suecia resulta verdaderamente difícil convencer a nadie de que la Monarquía es un sistema atrasado que utilizan los poderosos para exprimir al pueblo y privarle de la libertad y de su derecho a intervenir en la vida pública. Aún más, es cierto que algunas de las monarquías derribadas desde la crisis de la Gran Guerra se han convertido, tras pruebas durísimas, en repúblicas libres: la Alemania partida en dos, Austria, Italia, donde si gana el partido de la oposición se terminaría la democracia. Pero la mayor parte de los países europeos que perdieron sus monarquías no lo hicieron en favor de la libertad, sino que, tras breves periodos republicanos, desembocaron en dictaduras. Así́, Rusia, Hungría, un parte de Alemania, Yugoslavia, Albania, Rumanía, Polonia, Bulgaria… En Portugal y España, la caída de la Monarquía y la República consiguiente concluyeron en regímenes autoritarios occidentalistas. Hoy, en fin, libertad y Monarquía en Europa se identifican y eso no lo puede negar nadie.

Conviene tener en cuenta todas estas consideraciones ahora que se habla tanto en España de Monarquía. Porque la Monarquía en sí misma quiere decir poco. Si interesa a los españoles es en función de que cumpla una serie de condiciones: las mismas que satisfacen las monarquías europeas, según ha señalado certeramente Carlos Ollero, en su reciente y gran discurso académico. Habrá diferencias de matices y de tal o cual estructura, porque las circunstancias son también diferentes, pero, en líneas generales, la Monarquía española no podrá́ ser muy distinta de la belga, la noruega o la danesa. Desde 1945 el Régimen español -poco propicio a la permeabilidad- ha experimentado una evolución de noventa grados. Basta leer los discursos y los periódicos de entonces y los de ahora para comprobarlo. ¿Cómo se puede pretender entonces que dentro de veinte años la Monarquía sea igual que el Régimen de hoy? El inmovilismo sobre todo después del ejemplo del Concilio, es imposible, la evolución se impone y la Monarquía española, incorporada en el futuro, económica y políticamente a Europa de forma casi inevitable, será, en líneas generales, como sean las otras monarquías europeas, con sus inconvenientes, pero con todas sus inmensas ventajas de paz, continuidad, progreso económico y libertad.

Por eso, en España los caminos políticos conducen a la Monarquía de Don Juan, que es la Monarquía a la europea, la Monarquía democrática en el mejor sentido del concepto, la Monarquía popular, la Monarquía de todos. En unos meses, desde Serrano Súñer a Tierno Galván, las principales figuras políticas españolas de numerosas tendencias han hecho declaraciones públicas en favor de Don Juan. Hace unos días hablaba yo con Hermenegildo Altozano, el político de más porvenir que tiene el Opus Dei, de este hecho significativo: en la cena que, con motivo de la onomástica del Jefe de la Casa Real Española, se celebró el 23 de junio pasado en Madrid, se encontraban presentes no sólo los sectores tradicionalmente conservadores y monárquicos desde Arauz de Robles y su grupo de carlistas a Joaquín Satrústegui y sus liberales, sino también -y esto es lo más significativo- los representantes de ideologías en otro tiempo hostiles a la Monarquía. Así, Villar Massó y sus socialistas, Federico Carvajal y los suyos. Así, Dionisio Ridruejo y su grupo, los socialistas de Tierno y republicanos históricos como el magnífico Prados Arrarte o Félix Cifuentes, hombre de mente extraordinariamente fría y lúcida. Así, el equipo de la Revista de Occidente, con José Ortega a la cabeza, sin que faltara Aranguren, ni las adhesiones de Laín y Marías. Mención aparte, por cierto, para algunos sectores del grupo de democracia cristiana, centro de equilibrio de la vida política española, con hombres de la calidad humana y la inteligencia de Moutas, Adánez, Barros de Lis, Juan Jesús González, Guerra Zunzunegui. En la mesa donde yo cenaba estaba Miguel Ortega, hijo de Ortega y Gasset, miembro del Consejo Privado de Don Juan, y, viéndole yo pensaba: «Lo importante de esta noche no es la presencia de los grupos conservadores, de los grupos que el 18 de julio sustentaron el Régimen actual, y cuyos nombres sería demasiado largo enumerar ahora. Lo importante es que se encuentren en un acto en honor de Don Juan los que derribaron a su padre, los que dijeron “delenda est Monarchia”, y hoy, con un patriotismo admirable y una honestidad intelectual ejemplar, dicen: “La Monarquía debe ser construida”. Así se podrá cumplir el deseo del Jefe del Estado cuando al impedir a Don Juan incorporarse al frente durante la guerra afirmó que no debía pertenecer a los vencedores ni a los vencidos para poder ser un día el Rey de todos los españoles. Pensaba yo esto y pensaba también en la postura ejemplarísima de Don Juan Carlos cuando un periodista indiscreto le habló de sus posibilidades al Trono y el Príncipe hizo esta declaración perfecta, recogida en la revista “Time” de 21 de enero de 1966: “Nunca, nunca aceptaré la Corona mientras mi padre esté vivo”.

La Monarquía de Don Juan, pues, que es la del sentido común, significa la sucesión del Régimen sin alteraciones de la paz y del orden. No la convirtamos por matices bizantinos en un problema más, sino en un lugar común de convivencia para que los españoles de todas las tendencias puedan abordar pacíficamente la solución de los problemas de España. La Monarquía permanece en Inglaterra, en Bélgica o en Dinamarca porque es útil, mucho más útil que la República. No podemos actuar de espaldas a los tiempos que vivimos, y por eso es necesario, aun a costa de sacrificar matices o posiciones de grupo, ensanchar las bases de nuestra Monarquía. Porque la Monarquía no puede ser excluyente, como lo fue la República. De cara al futuro no hay más Monarquía posible que la Monarquía de todos, al servicio de la justicia social y de los principios de derecho público cristiano”.

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Luis María ANSON
ABC, 21 de julio de 1966

EL TOTALITARISMO SIN ROSTRO

Y por este artículo, no solo el autor sino el Director del periódico donde se publicó (“Diario SP”) fueron sancionados: al autor para que no pudiese escribir durante 3 años y al Director (Rodrigo Royo) a no poder figurar como tal durante un año. Tal vez porque el artículo era una diatriba contra el Poder que en aquel momento tenía el Opus (cinco Ministros del Gobierno) y todo el artículo iba contra el Opus. Pasen y lean:

“Entiendo a duras penas lo que se discute en el Palacio del Senado y mucho menos, por supuesto, el júbilo o la amargura que suscita en los periódicos ese proyecto democrático de vida española que se llama el Estatuto Orgánico del Movimiento. No es que me parezcan los debates faltos de altura intelectual o de rigor político y, mucho menos, que dude del talento de hombres extraordinarios, entre los más relevantes de la política española; pero no acierto a percibir qué nexo guardan esas deliberaciones con la vida actual, presente y tangible del pueblo español. Si me dijeran que todo aquello se refería al Nepal o a Tanzania, lo creería a pie juntillas porque ignoro las condiciones estructurales de la política en aquellos países y, por consiguiente, podría montar la hipótesis de que coincidían perfectamente con las que se describen en la magnífica y desconcertante reunión.

He leído la correcta polémica que promovió la afirmación del señor Ballarín sobre el monopolio político que dominó la vida española, monopolio que, al parecer, se carga (y no por el señor Ballarín) sobre las vencidas espaldas de la Falange. Igualmente, he seguido con atención todas las referencias periodísticas; he preguntado a varios amigos que intervinieron o asistieron como consejeros o como informadores al brillante debate: pero nadie –estoy dispuesto a rectificar, si mis informes están equivocados– se levantó a completar la opinión del señor Ballarín en el sentido de que no sólo hubo monopolio político, sino que ese monopolio es hoy más sofocante, totalitario y extenso que nunca. Y aún más: ni uno solo de los oradores que intervinieron en la discusión ignora su existencia y deja de considerarle –en sus conversaciones particulares– como la amenaza más inmediata y peligrosa contra la libertad de los españoles y como el engendro siniestro que trata de invalidar y hacer imposibles todas las prescripciones de la Ley Orgánica votada en masa por nuestro pueblo.

En las condiciones actuales –reales y no supuestas– proponer la constitución de grupos, partidos, congregaciones, sodalicios o pandillas de significación política diversa, me parece una broma tan penosa como invitar a un hombre con el corazón transplantado a un “safari” por el centro del África Ecuatorial. Sin duda, los consejeros no hacen más que desplegar fervorosamente el mandato de la Ley Orgánica, la voluntad insigne del Caudillo, de que se abran de par en par las puertas a la participación política de los españoles, sin distinción alguna. Hace tiempo una famosa editorial cartográfica francesa suprimió en los mapas la proyección falsa de Mercator, al grito publicitario de “¡Desmercatoricémonos!” –porque hay gritos para todo– y es justo y benéfico, como pretendían nuestros abuelos, que hoy alcemos todos a una la nueva consigna: “¡Democraticémonos!” ¿Pero cómo? ¿No se necesita previamente una operación de policía y desenmascaramiento? ¿Hay la más mínima posibilidad en España de establecer, ahora mismo, una democracia correcta? Personalmente, no lo creo y si se me permite levantar mi modesta voz en el contraste de pareceres, explicaré un poco cómo yo ví el Monopolio I y cómo veo el Monopolio II.

Ante todo, unas afirmaciones previas y personalísimas. Creo, igual que Miguel Primo de Rivera, que esta España –Dios quiera que por muchos años– vive al amparo, como un pueblo bajo una gran encina, de la figura más esclarecida que ha producido la raza española: Francisco Franco. Creo también que Franco es un espíritu hecho, en pura rectitud, para la democracia, en su sentido último y trascendente. Magnánimo –no conozco una sola persona a quien Franco haya hecho objeto de inquina o de persecución– ha gobernado con los elementos QUE LE HA OFRECIDO EN CADA ETAPA LA SOCIEDAD ESPAÑOLA, sin personalismos, camarillas ni arbitrariedades. Llegó al mando cuando esa sociedad se lo pidió, enloquecida de angustia y, desde el Poder, con los retazos válidos, pero multiformes, de la sociedad surgida de la victoria, formó sus gobiernos sucesivos, ponderando atentamente las fuerzas y sin dejarse llevar de las tendencias vengativas de la burguesía española y de su gusto tradicional por la gresca y el cabileñismo. Si la Falange sobrenadó en ese conglomerado amorfo, fue porque Franco cerró el paso a todas las tendencias que se concitaron mordazmente –y desde el día siguiente a la victoria– contra el izquierdismo latente e irrevocable del ideario falangista.

Personalmente, no me duele lo más mínimo la desaparición de la Falange como rótulo, ni estoy dispuesto a marchar a pie detrás de mi propio entierro. Estoy, en cambio, decidido a luchar hasta la extenuación por aquel manojo de principios joseantonianos que aún estimo válidos e inaplicados, y no por obstinación o petulancia política, sino porque nada se ha inventado para sustituirlos y de ahí la desorientación anárquica, el yermo de ilusiones y las tétricas drogas espirituales de tanta pobre juventud.

Acepto, sin graves reparos, la existencia de un monopolio político; pero siempre que se reconozca que el Monopolio I entrega el testigo al Monopolio II a principios del año 1957 y que este segundo y aplastante monopolio –de signo diametralmente opuesto al primero– avanza en progresión geométrica creciente y amenaza con arrollarlo todo en la mayor impunidad y en calculado silencio. Naturalmente, ni el señor Ballarín ni yo hemos hecho voto epistolar alguno y no podemos tomar en consideración los distingos que se quieren sugerir entre la independencia austera y mística del Movimiento y la libertad plena de sus asociados. Tanto el Movimiento que monopoliza la política del primer período como el que nos encadena en el segundo disponen, dentro de sí, de una rica variedad de individualidades, con ideas propias y permitidas, pero sujetos rígidamente a todos los principios fundamentales, a la unidad de mando y a la disciplina absoluta del respectivo Movimiento.

Por otra parte, la variedad política del Monopolio I fue (y sigue siendo, marginalmente) infinitamente mayor que la del Monopolio II. Y, por supuesto, jamás fue la Falange el “primus inter pares” de aquella situación histórica. ¿Cómo hubiera podido serlo? Si descontamos la fraternidad de armas y la simpatía del Ejército, los falangistas encontramos siempre, un día tras otro –política y hasta humanamente– la hostilidad biliosa de todas las fuerzas reaccionarias que desde hace siglos condicionan el Poder político español. La Falange fue encargada, como los demócratas cristianos, los gilrroblistas, los tradicionalistas o los juanistas, de tareas específicas y lo que da al Monopolio I su signo triunfal e impulsa la valiente transformación de la amarga España de 1939 es la diversidad de hombres y de ideas y la colosal magnitud de sus realizaciones. Todo les era hostil: desde el ánimo del mundo hasta la desolación de Europa; desde una victoria obtenida sobre las ruinas, la sangre y la división de los españoles hasta la conspiración internacional que, durante varios años, impulsó el terrorismo y el crimen sobre el territorio de la Patria. Y asombra pensar un instante en la descomunal empresa cumplida por los gobiernos del Monopolio I. Parece innecesario evocar ahora la Revolución –con mayúscula– ganada desde el cero absoluto por los dos gigantes del sistema, Suances y Girón; pero son, igualmente, otros hombres, con sus personales ideas políticas y económicas, los que penetrarán hasta la médula en el proceso renovador de una España desnuda sobre el desierto de ruinas. La política internacional de Artajo, por ejemplo, traduce de modo tan fiel la voluntad y la ira de los españoles que un buen día –el 9 de diciembre de 1946– España entera exalta en las calles el nombre de Franco, Caudillo de la neutralidad con honor; Cavestany, como si presintiera que se iba a morir mañana, plantea, frenética y victoriosamente, la renovación técnica de nuestra agricultura; el insigne Larraz, pone en orden la Hacienda española en la desembocadura angustiosa de nuestra guerra y en medio del cataclismo mundial; Arburúa, sin arredrarse ante el acoso exterior, abre a empellones nuevos mercados y comienza, audazmente, la liberalización de nuestra economía; Fernández Cuesta lleva a cabo, con mano maestra, la renovación de la magistratura y docenas de leyes que aseguran y amparan la independencia del Poder judicial; Ruiz Giménez y Jesús Rubio luchan desesperadamente por rescatar la cultura española y la educación nacional de las manos que Tovar llama “de siempre”… Nunca se vio con más cegadora evidencia lo que significa tener fe política, cualquiera que sea.

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Sí, pero ¿y la censura? ¿Y la diversidad política? Bien ¿Y a mí que me cuentan? Nadie, en la vieja Falange, me habló jamás de la censura de Prensa como recurso político ni me dijo que nuestra meta sería el amordazamiento “sine die” de la opinión contraria, ni siquiera de la comunista. Entré en el periodismo en 1931 y hasta ahora no he sabido lo que era una libertad de Prensa continuada. La censura y la intolerancia no fueron, ni tenían por qué serlo, métodos “sui generis” del régimen nacido el 18 de Julio. No eran más que las habituales camisas de fuerza con que la Iglesia y la plutocracia españolas han sofocado siempre el más leve vuelo de la libertad humana. Y hoy ya ¿qué más da la libertad que la censura de Prensa? Se cumple inexorablemente la definición del abate Lamennais y de su “Silence aux pauvrés!” síntesis –según su opinión– del derecho a la libre expresión periodística. ¿Qué diría ahora, cuando un grupo de bancos puede montar una creciente cadena de publicaciones y sostenerla en pura pérdida?

Pero me estoy saliendo del tema y es hora de encararse con el Monopolio II. Cuando el Monopolio I parece, efectivamente, agotado y el relevo se impone, la sociedad española ofrece escasos equipos de recambio. Los cuadros políticos están diezmados, tanto por el normal desgaste del gobierno como por la deserción de los pálidos, que vuelan en manada al socorro de los vencedores. Es la hora de los “técnicos” incontaminados, asépticos y melifluos. Desde el mismo día de la victoria, es verdad, eran amos y señores en los predios de Educación Nacional; pero, ahora, se adelantan con flamantes baratijas: conseguir la piedad de Europa y el enriquecimiento de los ricos. Todo les avala y les sonríe: el “boom” económico general, con cuya espuma, como Sancho, nos iremos desayunando; la coexistencia internacional y hasta el hecho de que el Monopolio I ha liquidado, sin perder una brizna de honor, el cerco internacional y España es miembro de la ONU y todo el mundo está abierto a nuestra diplomacia.

La Falange que, realmente, había sido una parte mínima en la administración española y un valor escenográfico sin influencia política alguna, desaparece de todas partes. La “peste azul” (así llamaba la burguesía a las O.J., único proyecto de convivencia juvenil que conoció España) se retira hasta de las montañas y los valles. Es la hora de los lechuzos y de los repipis. Al asalto de cátedras practicado con técnica de abigeato, sucede la penetración muda y modosa en todos los recintos de la administración pública. Los bancos vendrán más tarde, en una dorada secuencia. Se trata de gentes bien educadas, con medias sonrisas, con medios abrazos y con un cacumen intelectual a la altura de un poujadismo o de un qualunquismo. ¡Ahora van a ver los españoles lo que es eso de la “europeización en los medios y la españolización en los fines”! Todos han aprendido a decir que no, y ponen sus manos en la obra con un empaque y una soberbia que, durante cierto tiempo, nos tuvo a todos boquiabiertos. El experimento dio de sí… lo que dio de sí la sombra de la sombra del milagro europeo. Sólo el turismo, gracias a la lealtad impetuosa y a la juvenil inteligencia de Fraga Iribarne, desborda todas las esperanzas y zurce honestos parches anuales a la gestión de los “técnicos”. Y otro ministro fuera de serie, Silva Muñoz, impone a Monopolio II un signo fulgurante de actividad y creación.

En contrapartida, 700.000 españoles tuvieron que marchar a engordar con su esfuerzo la Comunidad Europea que, a pesar de los pesares, nos siguen negando el saludo. Se abre el grifo espectacular de la industria y se cierra, espectacularmente, el de la agricultura, en un desarrollo económico un poco de película de dibujos. Subieron jovialmente los precios, se congelaron los salarios y, de repente, hubo que desvalorizar la peseta, mientras los neo-importadores hacían su pacotilla. Fueron las horas radiantes de la nueva banca. Pero algo había que hacer ante la interrogativa mirada de las gentes. Por lo menos, montar una cadena de periódicos “independientes” –¡vamos, de oposición!– y explicar bien todas las mañanas y todas las tardes que la culpa fue del Monopolio I, de la Falange y de… pero no; el juego era tan pueril, tan de sacristía, que la opinión pública lo acogió con carcajadas y, al mismo tiempo, la ley de prensa metió a fondo sus mecanismos defensivos.

La verdad es que de la mágica chistera del neo-capitalismo ya no surgió ni un conejo. No había posibilidad de repetir los trucos y ahora, se trata de cortar gas a la dinámica administrativa. Hay cierta languidez, cierta perezosa “nonchalance”, un regusto por las horas vacías, un compás de espera. Sólo la penetración en orden compacto, persiste. Cada mañana una patrulla repipi, bien vestida, con sus medias sonrisas, sus medios abrazos y su medido cupo de venablos apostólicos, ocupa una nueva teoría de poltronas administrativas, a todos los niveles. Legalmente, ni que decir tiene, perfectamente respaldados por el B.O. Pronto ocuparán todos sus puestos y quedará a punto el pacto entre el conde y el marqués del 10 de mayo de 1967. El totalitarismo sin rostro no tendrá más que esperar el día D y la hora H. No habrá un tiro, ni una bofetada, porque todos estarán “dans le coup”.

Y en tanto, hombres inteligentes, con una lealtad y un patriotismo sin fisuras aceptan, atolondradamente, el juego. Es la hora, por lo visto, de oponer a un movimiento monolítico, fanatizado y unido en el arcano por los votos de castidad, riqueza y obediencia, otro movimiento difuso, inconcreto y fraccionado en tribus políticas. ¿Qué mejor sueño de odaliscas podrían soñar los repipis? Cada tribu, por supuesto, dispondrá de una inagotable cuenta corriente en un banco lechuzo y de los exorcismos de un mago repipi. Y habrá elecciones, a todo dar de Dios. Y Ley Orgánica. Y Sindicatos. Todo, menos libertad.

Este viejo periodista, al cabo ya de todas las derrotas, guarda pocas ilusiones frente al porvenir; pero todavía –“forse il cuore ci resta, forse il cuore”– pienso en otro humilde Alcalde de Móstoles que convocara a los españoles, una vez más, a la defensa de la libertad. Y veo una España compacta, como aquel 9 de diciembre, formando, no partidos sino las juntas de defensa que siempre sacaron a esta Patria del atolladero. Con Francisco Franco al frente. ¿Dónde terminaría entonces la amenaza totalitaria? Sería la hora de añadir al libro de los chascarrillos uno nuevo para completar el millar: “La vida es demasiado breve para pasarla mintiendo”. Ismael Herraiz, “diario SP”, 16 de abril de 1968.

Por la transcripción, Julio Merino

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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