24/11/2024 12:23
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Por culpa de una mala gestión de las lecturas solo había leído hasta ahora de Aquilino Duque (QED) Mano en Candela, una especie de retrato biográfico novelado -si es que lo entendí bien- de un raro egregio en el que aparecen muchos personajes de las letras españolas del pasado siglo. El libro merece el estudio-análisis de algún experto en la literatura del s. XX, con ampliación del contexto, identificación de los personajes que cruzan el relato, etc. Este artículo sembrará el interés en ese libro.

El segundo libro que he leído de este autor es El Mono Azul, una novela corta sobre la Guerra Civil que me ha gustado tanto que he empezado a releerla unos días después de acabarla. Suelo dejar pasar meses para la segunda lectura cuando solo me gustan muchísimo. En este caso la he releído prácticamente a continuación de la primera lectura, y no me ha costado nada, porque la novela se lee en dos tirones. 

Aquilino Duque organiza el texto en seis partes, llamada cada una de ellas “libro”. El primero se titula El mono azul y da título a la novela. La razón del título se indica pronto: 

Afortunadamente había una prenda ambigua, genérica, el mono azul, válida para tirios y troyanos. Logró hacerse de un mono azul… 

Se trataba del uniforme que servía igual para un rojo de puñada energúmena que para un descosido con brazo en alto y palma amistosamente abierta. 

Cada libro se compone de episodios de duración variable, cada uno con su título. El estilo de cada episodio es variable, y van desde la narración ágil (por ejemplo en el Libro I) hasta la descripción reposada (por ejemplo en los Libros II y III). 

La trama está muy bien urdida; alrededor del protagonista giran unos personajes secundarios que tienen su propio papel. El protagonista es un Ignacio, como en la trilogía de Gironella. En primera lectura me pareció que no tenían nada que ver; en la segunda me pareció que algo sí. Se trata de un joven rondando los veinte años, andaluz, de la clase propietaria (un señorito). El libro, ya lo hemos dicho, se lee de un tirón y voy a recoger un muestrario de párrafos, algo más que una cala, que muestran la fastuosa escritura de don Aquilino. 

El Libro I (El Mono Azul) tiene estos episodios: 

Sevilla (escena de amor en la azotea de la casa de la novia): 

Era una sucesión de besos finales. Cada beso era último en sí, definitivo; ellos morían en él para renacer en el siguiente; luchaban a brazo partido con el tiempo y cada beso era una tregua que se concedían, un respiro que conquistaban antes de capitular ante él y separarse.
Málaga (las milicias rojas se hacen con la ciudad; Ignacio huye): 

Pasaban columnas de hombres con las manos en alto, camiones de tropa erizados de fusiles, jardineras de capota de lona repletas de guardias de Asalto. De vez en cuando se rompía el cielo en un chaparrón de balas y, al escampar, quedaba siempre algún paco, goteando monótono de un canalón o de un alero. 

En la costa cada luz era un ojo inyectado en sangre. Acezaba la guerra, agazapada en la sombra. Se presentía en la sierra oscura un anudarse y desanudarse de destinos. Para muchos hombres, aquella noche sin luciérnagas ni grillos iba a desembocar en las tapias de un cementerio.
Sevilla (la represión de los milicianos por los alzados):

Hacia el puente de la Enramadilla sonaban ráfagas de ametralladora. En el prado de San Sebastián, los cines de verano, desmantelados, flotaban a la deriva de la noche. Después de las ráfagas llegaba nítida, seca, precisa, la serie punteada de los tiros de gracia.
La guerra (Ignacio llega a Lisboa y se incorpora a la España Nacional; presentación en “flashback” de otro personaje): 

Badajoz ya había caído. Los combates habían sido feroces; el castigo, más feroz todavía. La arena de la plaza de toros había embebido una cuarta de sangre
Aquí mete la pata don Aquilino hasta el corvejón. Consecuencia, quizás, de un gran corazón y unas malas compañías. Y sin embargo, estaba prevenido: 

Elvas hervía de extranjeros ávidos de emociones; era una jauría de periodistas que acudían al olor de la sangre. Mientras pasaban o no, se canjeaban relatos que erizaban el cabello. La mayoría de ellos parecían disfrutar hinchando rumores o inventando pormenores escalofriantes. Ignacio quedó aterrado, y eso que en Málaga había visto cosas peores. 

Se presenta otro personaje interesante:

Pero el día llegó en que cumplió los catorce años y no podía seguir en aquella escuela donde estaba como un gallo en su corral. Como no quería ni oír hablar del campo, la madre lo puso a aprender un oficio. Pasó por la fragua, por la tahona, por la carpintería, por la tabla de la carne, por el taller mecánico. Vino a durar en cada aprendizaje un promedio de ocho días. Por fin recaló en la botica como mancebo y al mes escaso se marchó voluntario a la Legión.

 

En la Legión no tuvo tanta suerte como en la escuela; su acto de servicio más frecuente era cavar zanjas con un saco de arena sujeto con alambres a los hombros. La insurrección de Asturias lo sacó de Larache y le dio oportunidad de distinguirse. Puede que perpetrara algunas atrocidades; lo cierto es que se jactaba de ellas. En premio a su comportamiento obtuvo un permiso que aprovechó para desertar. Anduvo escondido hasta las elecciones de febrero. Con el Frente Popular dueño ya de la calle, Vidal reapareció en Murtales. 

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Excelente introducción de un personaje. Cuatro pinceladas lo dejan listo y perfilado para la acción. Imposible decir más con tan pocas palabras. 

La novia (Ignacio, en el frente piensa en ella): 

Ya se arrepentiría al entrar en combate, pero ahora que no tenía en la vida otra cosa que aquel retrato, soñaba con el cuerpo que sólo había llegado a ver por partes, pero que había llegado a sentir todo entero. La deseaba fuertemente y consideraba que aquella contemplación, que antes o después describiría al capellán como recreo en torpes pensamientos, pecado contra la pureza tan grave como el acto carnal consumado, pues la doctrina no reconoce parvedad de materia, le servía al menos para mitigar la pena de la desgracia reciente y enfriar sus propósitos de venganza.

Estos extractos son suficientes para apreciar el gran estilo, la bien tajada péndola, etc. de don Aquilino. La novela corta exige esa escritura precisa, apretada, bien metida en harina, en la que unos no puede divagar, ni enredarse en detalles menores, ni en las narraciones de bajo voltaje del novelón. 

En relación con el contenido guerracivilista, me resulta llamativo que, teniendo que huir de los rojos don Aquilino niño y su familia por pies, veamos en estos primeros compases del libro detalles como el de un marinero rojo que insta a su oficial a fugarse antes de que sea tarde (y no negamos que esos casos se dieran, muchas veces, y por ambas partes), a la vez que se cargan las tintas sobre la necesaria represión del crimen miliciano en Sevilla. Que además recoja la falsedad de la “cuarta de sangre” de la plaza de Toros de Badajoz hace pensar en los estragos que causa la propaganda roja incluso entre los beneficiarios de la gallardía azul.

El Libro II (La Niña Judía) trata del primer amor de Ignacio, que no es una judía sino una adolescente sevillana a la que él llama así. La novela retrocede en el tiempo unos cinco años en relación al Libro I. La narración seguirá después sin grandes saltos cronológicos, por lo que el Libro I se puede considerar un adelanto. Narrativamente es muy oportuno, porque si la narración hubiera seguido el tiempo de los hechos narrados empezado en el Libro II, el tema central alrededor del que gira el libro, la Guerra Civil, entraría muy tarde en escena y parecería que se da un volantazo al eje de la narración. 

La procesión, primer episodio del segundo libro, es la descripción de una procesión de Semana santa al final de la primavera andaluza: 

El verano estaba en puertas, y la primavera, demasiado madura ya, enrarecía el aire a su manera, amasándolo y confundiéndolo todo: los nardos y el estiércol, la cera quemada y el café tostado, el cuero, el esparto, el aceite, el vino, las naranjas verdes y los geranios. Todos los olores revueltos envolvían la ciudad y seguían la procesión, y una vez pasaban pértigas y medallones, y chaqués y cuellos de pajarita, y charoles y espuelas militares, quedaban los olores entremezclados con los ruidos y apenas si se podía distinguir un pabilo chamuscado de un pregón de altramuces, una madreselva desbordante del quiquiriquí de las cornetas. Entre las dos hileras de cirios correteaban oficiosos los dignatarios menores con cirios apagados y canastillas, y cada vez que el paso se paraba, se arracimaba sobre él el enjambre de los olores y los rumores dispersos y, en el grupo de gente que reunía la parada, se alzaba una mano descriptiva, apuntaba un índice crítico, brillaba un tricornio, centelleaba una casulla, se rizaba un roquete, ondeaba un palio, una escalera se apoyaba en la luna que trataba de apagar un apagavelas. Los personajes que presidían la procesión se mantenían en sus puestos protocolarios y no se acercaban unos a otros para no hacerse sombra, ni se acercaban al paso para que la imagen no eclipsara sus condecoraciones con su aureola de cuchillos de fuego, y el alcalde y el gobernador y el capitán general y el tonto de las procesiones, uno todo vara de mando, otro todo almidón y medallón, otro todo botas y fajín, otro todo baba y colilla de puro, plantados en medio de la calle, echaban en torno miradas retadoras y abrían y afirmaban las piernas como diciendo «aquí estoy yo».

Podemos vivirla mejor que en vivo y en directo, como cuando nos gusta más el video que hicimos de un evento que la propia presencia y participación en él. A mi me sucede muchas veces, en el “tiempo real” el flujo de los sucesos no me da tiempo a disfrutarlos. 

La ciudad y el barrio y La casa y el balcón tienen también otras descripciones de Sevilla de antología. Pero para que no sea todo incienso, anotamos que nos sorprende una avioneta que aterriza “en la azotea del hotel Cristina, entre la pérgola y los lavaderos”. Algo corta me parece a mí la pista de aterrizaje, aunque no conozco el sitio en detalle. Hay también una referencia a unos “pináculos herrerianos” (imagino que se refiere a la esfera con que Herrera remataba los tejados) que no me parece a mi que haya muchos en Sevilla. Desde luego, esto es buscarle tres pies al gato. Como queda dicho, para que no sea todo incienso.

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El verano, La carrera de cintas y Los ojos del cuerpo, están ambientados en un pueblo de la sierra sevillana de donde es el protagonista y a donde se desplaza en vacaciones.

 

Esta descripción hace revivir la experiencia de un viaje en autobús, con su modorra, sus pensamientos revueltos y entreverados de ensoñaciones diversas: 

En las tres horas que duró el viaje, en el autobús de línea que renqueaba por las carreteras de la sierra, iba Ignacio haciendo el recuento de sus recuerdos inmediatos; los sacaba uno a uno y, como todos juntos formaban sólo un montoncito insignificante, los volvía a separar, evocándolos con dimensiones nuevas, viéndolos crecer y multiplicarse con las horas y las leguas. Hubiera dado cualquier cosa porque ella lo viera en aquel momento, viajando a la vertiginosa velocidad de cuarenta y cinco kilómetros por hora mientras el aire se hacía cada vez más respirable y transparente. A un lado y otro quedaban los arroyos secos con sus adelfas sedientas, los valladares de chumberas y eucaliptos, los campos segados, las eras lejanas con sus coronas de polvo y allá a lo lejos, en la vega inmensa del ancho río, la ciudad envuelta en un aura terrosa. Según la ciudad se empequeñecía en la distancia, iba acomodándosele en el corazón, porque cuando estaba en ella se sentía por ella desbordado, incapaz de dominarla, de reducirla desde su exaltación a una definición definitiva.

 Un cuñao

Eduardo Gragera procedía como si fuera la máxima autoridad en aquella familia a la que aún no pertenecía oficialmente; estaba tan acostumbrado a mandar como Ignacio lo estaba a obedecer y disponía de lo suyo como suyo y de lo de la familia de Ignacio como si fuera suyo también, como pudo ver todo el pueblo el día de las carreras de cintas a caballo.
El ambiente de una fiesta de pueblo de antes:
Además, lo importante era la ocasión de la fiesta, el ambiente de la plaza. La gente del pueblo se había compuesto aquella tarde para ir a la plaza y lo de menos era lo que pasara en ella. Una alegría municipal de cohetes y pasodobles avivaba los pulsos y el aguardiente encendía la sangre. Por la calle que llevaba a la plaza, enarenada para los cascos y las ruedas, subía resoplando la banda de música, compuesta de zapateros cojos, seguida de un bando de chiquillos. Soplaban muy serios los instrumentos relucientes y abollados, y las señoras ricas, de luto y ahorcaperros, fisgaban tras los visillos de los altos cierres de rejas y cristales, y en los zaguanes más bajos que la calzada, las mujeres pobres, de luto también, se asomaban también a medias, recogiéndose con una mano el delantal y con la otra aguantándose la quijada y tapándose la boca. 

Escarceos con una criada: 

Las manos de Ignacio y Estrella se separaron a tiempo, pero la vibración que dejaron en el aire, un cierto olor, un disimulo crispado no podían engañar a la madre de la muchacha.

—La gente moza… vaya… y bajo techado…

Ignacio trató de capear la situación:

—Vine a recoger la llave…

—¿Y tú qué haces que no se la das, so tonta?

—Se las estaba dando, madre.

—Tú vete para adentro, que ya te leeré la cartilla.

Estrella bajó la cabeza y salió del porche al corral y entró en la casa. Ignacio le abría a Rafaela la tela metálica del gallinero.

—Le he dicho que es malo tender la ropa en las adelfas…

—Que la tienda donde le dé la gana. Tú no tienes que meterte en eso… Ni que andar buscando pan de trastrigo. 

El libro se cierra con De la contemplación a la acción. Ignacio habla con la chica y parece que se encarrilaba el noviazgo, pero al final el rival es el preferido de la madre de la artista. En todo caso, el asunto se le va olvidando. 

Continuará.

 

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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