18/05/2024 16:35
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No recuerdo exactamente qué me llevó hasta esta pequeña novela de Wenceslao Fernández Flórez. Probablemente estaba buscando el libro sobre su aterradora experiencia en el Madrid rojo y leí alguna referencia a Las siete columnas y su tesis paradójica según la cual los pecados capitales hacen funcionar el mundo.

La tesis no es nueva. La formuló Mandeville en su poema La fábula de las abejas: o, vicios privados, públicos beneficios, de título suficientemente explícito. Ha sido frecuentemente utilizada por la comparsa liberal para llevar el agua a su molino.

Similar tesis fue elevada a principio de la historia por Hegel y seguidores. Se trata de su Dialéctica, que viene a decir que la Razón se desarrolla en la historia superando el Mal (la lucha de la Tesis y la Antítesis) en forma de Bien (el estadio superior del desarrollo de la razón en la Síntesis). Marx simplificó la pesadez hegeliana con una versión para gañanes en la que de este Capitalismo, mediante la lucha de clases, surgirá el Paraíso Socialista. Pero el caso es que aún no ha llegado, y a estas alturas ya no le esperan ni en el Partido.

Dejando aparte filosofías averiadas, porque Fernández Flórez no pretende presentar ninguna tesis de filosofía moral, tenemos una novela de entretenimiento con un tema que pica la curiosidad. Hay que advertir que la paradoja es solo aparente y la novela estira los argumentos hasta que se quiebran de propio sutiles. El buen sentido, y la filosofía de Aristóteles, nos dicen que la virtud está en el termino medio. Entre la prodigalidad y la avaricia está la generosidad; y entre la ira y la pusilanimidad, la paciencia, etc.

Pero no es este ningún inconveniente para disfrutar de esta novela entretenida. Para mí, lo mejor de ella es esa ligera tristeza escéptica (como la de El Bosque Animado), nada opresiva, que recorre todo el argumento y que imagino es el sello personal de Fernández Flórez. La definición de saudade como «bien que se padece y mal que se disfruta» se aplica perfectamente al tono del libro. Incluso al tema: la primera parte es el mal que se disfruta; la segunda, el bien que se padece. El ambiente de la segunda parte, cuando los pecados capitales desaparecen, es desasosegante, pero no pasa de eso y tampoco llega a ser opresivo ni desesperante. Y el final es feliz, aunque un punto impío.

Resulta muy destacable la bondad con que el autor trata a sus personajes. Pensemos, por ejemplo, en la crueldad con que se ríe el también gallego Valle Inclán de los tipos que crea en sus novelas. Demasiada mala leche. Con Fernández Flórez estamos en las antípodas: sentimos la simpatía con que los introduce y conduce en la novela. No hay ningún personaje malo, todos nos son simpáticos, nos dan cierta pena y ninguno nos repulsa. Incluso consigue que nos llegue a dar pena el mismísimo demonio, verdadera pena. Tiene mucho mérito.

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Al tratar un asunto, suelo echar una ojeada a la Wikipedia para ver que se cuenta, aunque desgraciadamente es difícil no tropezar con algún truño progre o caer en un completo estercolero. En la entrada sobre Fernández Flórez (destaca su retrato, con un simpático bigote; tuvo que ser todo un tipo) nos encontramos unas referencias que, para mí, necesitan mayor contexto:

En esa época radicaliza sus opiniones políticas, llegando a acusar en el diario ABC a la propia Falange Española (artículo de noviembre de 1933) de «franciscanismo» por la actitud, en su opinión, no lo suficientemente violenta de la recién fundada formación política.

Esto le calificaría como de extrema derecha. Y también esto, en que critica abiertamente al cobarde cedista:

Sobre el Madrid de aquella época escribió posteriormente por boca de uno de sus personajes:

«¡Qué país, Señor, qué país! Entonces, ¿qué cabe hacer en él? La vida humana ya no merece el menor respeto, la justicia se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por sus vestiduras y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española; se incendian iglesias frente a la cara de ese burgués cobarde que tiembla en el Ministerio de la Gobernación y que adula a las turbas mientras acaso piensa en su propio dinero amenazado.»

Lo anterior lo sitúa a la derecha de la CEDA y en línea con los monárquicos. Sin embargo, parece ser que no era tan fiero el león como nos lo pintan porque después nos cuentan que tras la guerra declaró en favor de Zugazagoitia, capitoste del PSOE, prietista, negrinista y amigo de la Unión Soviética. Quizás porque le ayudó a salvar su propia duda facilitando la huida de la España roja. Ciertamente, hay que devolver cumplidamente un favor.

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En todo caso, será muy interesante leer su experiencia del Madrid frentepopulista en Una isla en el mar Rojo, en la que muchos pecados capitales fueron dejados sueltos una temporada. Menos el de la gula, claro está.