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En la Historia del Periodismo español hay 9 artículos que brillan más que el sol y que en el momento de su publicación impactaron de tal modo al país que fueron causa de la caída de los Gobiernos y en 2 de ellos de la caída del Trono. Bien, pues por cumplirse hoy, 16 de agosto del 2020, el aniversario del más doloroso y más certero sobre las enfermedades de España (la física, la económica, la política, la ética y la moral): el de «España sin pulso», de Francisco Silvela, publicado hace exactamente 122 años, me complace recordarlos, al menos para que los españoles de hoy sepan de dónde venimos y qué nos espera. Muchos creen que lo que está sucediendo con Juan Carlos I es cosa nueva, pero si leen lo que vivió España con la Reina Isabel II o lo que fueron los «cantones» de la Primera  República, o como fue la caída de Alfonso XIII se darán cuenta de algo que ya es notorio: la degeneración de la raza española y la invasión de la mediocridad… de esa mediocridad que está permitiendo que tipos como Pedro Sánchez y Pablo Iglesias gobiernen la nación más vieja de Europa.

Pero vayamos con los 9 artículos de la fama, que fueron:

* El primero fue «El cerrojo de la Reina» y se publicó el 29 de noviembre de 1843. En realidad era el resumen de un discurso de su autor, Salustiano de Olózaga.

* El segundo fue «El Rasgo» y se publicó el 25 de febrero de 1865 y lo firmaba Emilio Castelar.

*  El tercero se tituló «España sin pulso», se publicó el 16 de agosto y el autor era D. Francisco Silvela.

*  El cuarto, «Neutralidades que matan», se publicó el 19 de agosto de 1914 y lo firmaba D, Álvaro de Figueroa, conde de Romanones.

*  El quinto, «El error Berenguer», se publicó el 15 de noviembre de 1930 y su autor era D. José Ortega y Gasset.

* El sexto, «Un aldabonazo», se publicó el 9 de septiembre de 1931 y su autor era el mismo D. José Ortega y Gasset.

*  El séptimo fue el de «Hipócritas», se publicó el 19 de enero de 1962 y su autor era D, Blas Piñar.

*  El octavo fue «La Monarquía de todos», se publicó el 21 de julio de 1966 y su autor era Luis María Ansón.

*  Y el Noveno, el mejor escrito de todos se tituló «César o nada», se publicó 18 de agosto del 2001 y lo firmaba Jaime Canpmany.

 

Y ahora vayamos al encuentro de «los 9 de la fama», aunque para cumplir con los aniversarios y por motivos de espacio rompo el orden temporal de publicación y comienzo con los que se publicaron en estos días de agosto, comenzando por el de Francisco Silvela «España sin pulso», que se publicó tal día como hoy del año 1898 en «El Tiempo» de Madrid; seguiremos con el de Jaime Campmany, titulado «César o nada» y publicado en ABC el 18 de agosto de 2001, y por razones de espacio cerramos (por hoy) con el del conde de Romanones «Neutralidades que matan», publicado el 19 de agosto de 1914.

 

Francisco Silvela

 

3. «ESPAÑA SIN PULSO»

(El Tiempo:16-8-1898)

Francisco Silvela

 

«Varones Ilustres, ¿hasta cuándo seréis de corazón duro?

¿Por qué amáis la vanidad y vais tras la mentira?.»

(Isaías. Salmo IV )

«Quisiéramos oír esas o parecidas palabras brotando de los labios del pueblo; pero no se oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes. Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal: discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España : dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso.

Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso. Las turbulencias se encauzan; las rebeldías se reprimen: hasta las locuras se reducen a la razón por la pena o por el acertado régimen: pero el corazón que cesa de latir y va dejando frías e insensibles todas las regiones del cuerpo, anuncia la descomposición y la muerte al más lego.

La guerra con los ingratos hijos de Cuba no movió una sola fibra del sentimiento popular. Hablaban con elocuencia los oradores en las cámaras de sacrificar la última peseta y derramar la postrer gota de sangre… de los demás; obsequiaban los Ayuntamientos a los soldados, que saludaban y marchaban sumisos, trayendo a la memoria el Ave César de los gladiadores romanos: sonaba la Marcha de Cádi ; aplaudía la prensa, y el país, inerte, dejaba hacer. Era, decíamos, que no interesaba su alma una lucha civil, una guerra contra la naturaleza y el clima, sin triunfos y sin derrotas. Se descubre más tarde nuestro verdadero enemigo; lanza un reto brutal; vamos a la guerra extranjera; se acumulan en pocos días, en breves horas, las excitaciones más vivas de la esperanza, de la ilusión, de la victoria, de las decepciones crueles. de los desencantos más amargos, y apenas si se intenta en las arterias del Suizo y de las Cuatro Calles una leve agitación por el gastado procedimiento de las antiguas recepciones y despedidas de andén de los tiempos heroicos del señor Romero Robledo.

Se hace la paz, la razón la aconseja, los hombres de sereno juicio no la discuten; pero ella significa nuestro vencimiento, la expulsión de nuestra bandera de las tierras que descubrimos y conquistamos; todos ven que alguna diligencia más en los caudillos, mayor previsión en los Gobiernos hubieran bastado para arrancar algún momento de gloria para nosotros, una fecha o una victoria en la que descansar de tan universal decadencia y posar los ojos y los de nuestros hijos con fe en nuestra raza : todos esperaban o temían algún estremecimiento de la conciencia popular; sólo se advierte una nube general de silenciosa tristeza que presta como un fondo gris al cuadro, pero sin alterar vida, ni costumbres, ni diversiones, ni sumisión al que, sin saber por qué ni para qué, le toque ocupar el Gobierno.

Es que el materialismo nos ha invadido, se dice: es que el egoísmo nos mata: que han pasado las ideas del deber, de la gloria, del honor nacional; que se han amortiguado las pasiones guerreras, que nadie piensa más que en su personal beneficio. Profundo error; ese conjunto de pasiones buenas y malas constituyen el alma de los pueblos, vivirán lo que viva el hombre, porque son expresión de su naturaleza esencial. Lo que hay es que cuando los pueblos se debilitan y mueren su pasiones. no es que se transforman y se modifican sus instintos, o sus ideas, o sus afecciones y maneras de sentir; es que se acaban por una causa más grave aún : por la extinción de la vida. Así hemos visto que la propia pasividad que ha demostrado el país ante la guerra civil, ante la lucha con el extranjero, ante el vencimiento sin gloria, ante la incapacidad que esterilizaba los esfuerzos y desperdiciaba las ocasiones la ha acreditado para dejarse arrebatar sus hijos y perder sus tesoros; y amputaciones tan crueles como el pago en pesetas de las Cubas y del Exterior, se han sufrido sin una queja por las clases medias, siempre las más prontas y mejor habilitadas para la resistencia y el ruido. En vano la prensa de gran circulación, alentada por los éxitos logrados en sucesos de menor monta, se ha esforzado en mover la opinión, llamando a la puerta de las pasiones populares, sin reparar en medios y con sobradas razones muchas veces en cuanto se refiere a errores, deficiencias e imprevisiones de gobernantes: todo ha sido inútil y con visible simpatía mira gran parte del país la censura previa, no porque entienda defiende el orden y la paz, sino porque le atenúa y suaviza el pasto espiritual que a diario le sirven los periódicos y los pone más en armonía con su indiferencia y flojedad de nervios.

No hay exageración en esta pintura, ni pesimismo en deducir de ella, como en el clásico epigrama, que una cosa tan bellaca no puede parar en bien. Que contemplen tal y tan notorio estrago los extraños con indiferencia, y que lo señalen y lo hagan constar los que pudieran ser herederos de nuestro patrimonio con delectación poco disimulada, se explica: pero los que tienen por oficio y ministerio la dirección del estado no cumplirán sus más elementales deberes si no acuden con apremio y con energía al remedio, procurando atajar el daño con el total cambio del régimen que ha traído a tal estado el espíritu público. Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla. No hay que fingir arsenales y astilleros donde sólo hay edificios y plantillas de personal que nada guardan y nada construyen: no hay que suponer escuadras que no maniobran ni disparan, ni citar como ejércitos las meras agregaciones de mozos sorteables ni empeñarse con conservar más de lo que podamos administrar sin ficciones desastrosas, ni prodigar recompensas para que se deduzcan de ellas heroísmos, y hay que levantar a toda costa, y sin pararse en amarguras y sacrificios y riesgos de parciales disgustos y rebeldías, el concepto moral de los gobiernos centrales, porque si esa dignificación no se logra, la descomposición del cuerpo nacional es segura. El efecto inevitable del menosprecio de un país respecto de su Poder central es el mismo que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la fuerza cerebral: primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte.

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Las enfermedades dice el vulgo, que entran por arrobas y salen por adarmes, y esta popular expresión es harto más visible y clara en los males públicos. La degeneración de nuestras facultades y potencias tutelares ha desbaratado nuestra dominación en América y tiene en grave disputa la del Extremo Oriente; pero aún es más grave que la misma corrupción y endeblez del avance de las extremidades a los organismos más nobles y preciosos del tronco, y ello vendrá sin remedio si no se reconstituye y dignifica la acción del Estado. Engañados grandemente vivirán los que crean que por no vocear los republicanos en las ciudades, ni alzarse los carlistas en la montaña, ni cuajar los intentos de tales o cuales jefes de los cuarteles, ni cuidarse el país de que la imprenta calle o las elecciones se mixtifiquen, o los Ayuntamientos exploten sin ruido las concejalías y los Gobernadores los juegos y los servicios, está asegurado el orden y es inconmovible el Trono, y nada hay que temer ya de los males interiores que a otras generaciones afligieron. Si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo es infinitamente mayor, por lo mismo que es más hondo ì y de remedio imposible, si se acude tarde; el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación, por nosotros mismos, de nuestro destino como pueblo europeo y tras de la propia condenación, claro es que no se hará esperar quien en su provecho y en nuestro daño la ejecute.» 

9.»CÉSAR O NADA»

(ABC: 18-8-2001)

Jaime Campmany

«Solía decir César, con esa pueril ternura que a veces disfrazaba de cinismo, que a él los muertos se le daban como a nadie. Es verdad. Todos los amigos que le hemos sobrevivido nos hemos perdido la más puntual de las necrológicas, el llanto más urgente y la palabra más desgarradora. «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace», un plañidero tan rico en lamentos, tan pródigo de elogios como César, que echaba a correr en seguida, a través de la prisa de los periódicos, elásticas y calientes liebres en forma de elegía.

Su pluma -esa pluma de colegial, de recado de escribir, que trazaba letras desenlazadas y casi griegas, desplegadas en hileras de dóciles hormigas- es una herencia intransmisible, ni siquiera «mortis causa». Menos que nadie podría moverla yo, que tengo la mano torpe y desangelada. Pero hoy quisiera tener esa pluma entre los dedos y que él me llevara la mano con su mano, que ya será de hielo, para escribir en el pliego de firmas de su despedida funeral esas cosas que sólo él mismo podría haberse dicho.

Me gustaría decir de César, ahora que ya no puede oírme, las más dulces acusaciones, las más desconsoladas calumnias. Me gustaría apostrofar su cadáver con las injurias más tiernas, con los más lacerantes piropos y con los más divinos improperios. Me hubiese gustado echar sobre su tumba recién abierta un puñado de responsos inicuos y una baudeleriana brazada de flores del mal, hechas con cera y organdí, en un escarnio cursi y cordialísimo. Decirle, por ejemplo, apresuradamente, no sé, pávido lirio, araña cristalina, cuervo de espuma, colibrí de barro. Llamarlo con descoyuntadas invocaciones: ¡Oh, momia de rocío! ¡Oh, llagado violín! ¡Oh, manso surtidor de cohetes! ¡Oh, insigne caracol del paraíso! ¡Oh, cometa corrupto! ¡Oh, César, César!

¡Oh, César! ¿Lo estás viendo? Se me va la cabeza detrás de los pájaros negros que acaban de traerme noticia de tu muerte y no acierto sino a decirte imprecaciones sin sangre y sin sentido, muertas como tú estás, inhumanas como tú nunca eres. Tú sabías abrirte el corazón entero sobre tus muertos entrañables de artículo de urgencia, y quedarte de mármol, inesperadamente, al borde mismo de un epitafio balbuciente de amigo desolado, de esos amigos que llegan al duelo y de pronto se quedan sin saber qué decir, y cuentan una anécdota inoportuna, trivial, conmovedora. Y entonces todos se ponen a llorar como si hasta ese momento no se hubiesen dado cuenta de nada, y los niños rezan jaculatorias azules sin saber por qué, y el sacristán contempla estupefacto cómo florecen en el hisopo oxidado tiernísimas rosas increíbles.

Me han dicho que César se ha muerto rodeado de linotipias, que recogían sus últimos suspiros. Hasta el último aliento de sus pulmones ha servido para alimentar el latido del periódico. Ahora pienso que todos hemos sido siempre exigentes y crueles con él, que le hemos pedido, cada vez con más sed, palabras y palabras y más palabras, casi con la misma perentoriedad con que él pedía más dinero. Nos hemos aprovechado de él, pobre terco vendedor de humo que se abrasaba vivo, medio muerto, para seguir humeando, hasta que llegó un momento en que el único testimonio de su existencia era esa diaria columna de humo desde la cual nos estaba diciendo, como siempre, que se moría, que se moría, que estaba empezando a acostumbrarse a no vivir.

Yo he sorbido desde hace años ese humo que vendía César, y ahora, cuando ya sé que tendré que dejarme el vicio, pienso que nadie, nadie, ni siquiera Ramón, que es el padre de todos, ni los vivos ni los muertos, escribió el castellano con una desfachatez tan enternecedora, tan destornillante, tan inocente, tan perversa.

César tenía entrada libre en todos los corazones y en todas las cloacas, se paseaba en zapatillas por los pasillos interiores de las viejas actrices de voz de marfil, se colaba de rondón, con toda naturalidad, en los retretes privados de las lolitas adolescentes y feroces, se daba una vuelta aburrida por las recámaras de los refinados, era visita íntima de los pecadores encallecidos, de los impuros, de los protectores de animales, de los abrasados, de esos seres celestes que lloran la huida de un canario o la pérdida de una sombrilla, de toda la canalla adorable y maldita. César tenía palco abierto a las alcobas de todos los vicios y había contemplado al través del ojo de la cerradura las mil y una noches de la comedia humana y la sala de los siete pecados capitales y el filme cochon de Sodoma y Gomorra, y después se extasiaba y se embebecía en el claustro prohibido de los cipreses y las palomas. Luego, prorrumpía en primera persona del presente o del pretérito y hablaba de todo eso con desvergüenza misericordiosa de hermanita de la Caridad, y otras veces con los melindres y eufemismos de un tratante de blancas.

Nunca sabremos si César, cuando se confesaba con nosotros, que era siempre que no se le ocurría otra cosa de qué escribir, nos decía la mitad de su verdad o el doble de su mentira. Y nunca sabremos tampoco cuándo escamoteaba adrede el tintero del desdén para trocarlo con el de la maravilla, y ni siquiera podremos nunca adivinar hasta qué punto ejercía, con la máxima seriedad profesional, el oficio servil y sublime de reírse de todos nosotros, obligándonos a tenerle casi más desprecio que admiración.

No, no. No es necesario que toméis ahora sus libros ni que busquéis por los periódicos atrasados sus artículos. Las flores literarias de César, como las de la verdad, están destinadas a nacer con el alba y a morir con la noche. «¡Tanto sucede en término de un día!». Las frescas rosas de César, que el periódico despertaba al albor de cada mañana, vana lástima fueron a la tarde, y habrán muerto ya, con él, en brazos de la noche fría. No las busquéis, no las toquéis ya más; son ya sólo recuerdo, aroma, fuente cegada, callada música, nada, nada. Nada, menos que nada.

César escribió para hoy, sólo para hoy. ¡Qué estúpidos los que dicen escribir para la posteridad! Y escriben las cosas obvias, las cosas que se repiten eternamente, sólo porque cada año nacen nuevos ignorantes que las desconocen. Lo mejor que se puede hacer por César es escribir para hoy, con una fétida rosa niña en el ojal de la solapa, en un papel que mañana estará marchito, y dejarse el alma en cada artículo. Y mañana, Dios dirá. Se compra uno un alma nueva, o se roba, o se alquila, o se inventa, o se le pide prestada a un amigo. Y se escribe uno otro artículo, o dos, o tres. Y a firmar y a cobrar.

Yo cobraré éste que aquí termino. Y hasta es posible que aproveche la ocasión para pedirle al director un aumento de la tarifa de mis colaboraciones con el argumento de que, ido César, a mí los muertos se me dan como a nadie. Luego, mientras cuente las monedas, apretaré los dientes para que no se me salgan las lágrimas.»

4.»NEUTRALIDADES QUE MATAN»

(D. Universal: 19-8-1914)

Álvaro de Figueroa, conde de Romanones

Romanones junto al Rey Alfonso XIII

«Desde el primer instante en que surgió el conflicto europeo, tantas veces temido, por tan pocos creído,  la  opinión  más  generalizada  en  España,  preciso  es  reconocerlo,  ha  sido  que  nuestra única, segura salvación, se halla en proclamar y mantener la  neutralidad más absoluta: por eso se  exigió  que  el  Gobierno,  que  los  hombres  en  quienes  habían  recaído  anteriormente  las responsabilidades del Poder, declararan si  existían o no pactos o compromisos secretos y firmes que obligaran a España con otras potencias.

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La contestación fue precisa y terminante, y con ella, y con la declaración de la Gaceta de la neutralidad de España quedó la  opinión  tranquila;  nos  creíamos  desde  aquel  instante completamente inmunes y nos hallamos dispuestos a presenciar la tremenda, apocalíptica lucha, con emoción, sí, pero con aquella serenidad que da contemplar el peligro desde sitio seguro.

Al transcurrir los días, la tranquilidad ha aumentado; llegan los optimistas, confiados en la   neutralidad,  a   augurar   para   nosotros,   como   resultado   del   conflicto,   días   de   ventura, prosperidad y engrandecimiento. ¡Quiera el cielo escucharos! Pero por si acaso no les atiende, conviene analizar cuáles la esencia de esa medicina prodigiosa que se llama neutralidad.

Neutralidad, literalmente, expresa no ser de uno ni de otro. ¿Es que España, en realidad, no es ni de uno ni de otro? ¿Es que puede dejar de ser de uno o de otro? España, en verdad, no ha  contraído  compromiso  con  ninguna  nación  bajo  el  aspecto  ofensivo  o  defensivo;  pero  el hecho  es que  España  determinó  su  actitud  en  el  Mediterráneo  con  Inglaterra,  primero,  y  con Francia, después, en las notas cambiadas en Cartagena; España firmó con Francia recientemente un Tratado respecto a Marruecos, que obliga a una y otra parte a una acción solidaria; España es fronteriza por el Pirineo; por todo su litoral, en realidad, con Inglaterra, dueña del mar, y por el Oeste, con Portugal, protegida y compenetrada con Inglaterra.

Bajo  el  aspecto  económico,  Francia  ocupa  el  primer  lugar  en  nuestro  mercado  de exportación  e  importación;  el  ahorro  francés  está  empleado  en  España  en  múltiples  empresas: síguenle  en  importancia  Inglaterra  y  después  Bélgica,  ocupando  el  cuarto  lugar  Alemania,  que muy recientemente se ha ocupado de España sólo para quitar el mercado industrial a Inglaterra.

España,  pues,  aunque  se proclame  otra  cosa  desde  la Gaceta,  está,  por  fatalidades económicas y geográficas, dentro de la órbita de atracción de la Triple Inteligencia; el asegurar lo  contrario  es  cerrar  los  ojos  a  la  evidencia;  España,  además,  no  puede  ser  neutral  porque, llegado el momento decisivo, la obligarán a dejar de serlo.

La  neutralidad  que  no  se  apoya  en  la  propia  fuerza  está  a  merced  del  primero  que, siendo  fuerte,  necesite  violarla;  no  es  la  hora  oportuna  para  hablar  de  la  indefensión  en  que  se halla España, Baleares, Canarias, Las Rías Bajas y las Altas Rías de Galicia, si pudieran hablar, si les fuera dable posible quejarse ¡qué cosas dirían!, ¡qué tremendas imprecaciones habríamos de  escuchar!  Cualquiera  de  los  beligerantes  que  necesite  de  estos  puntos,  ¿quién  le  impedirá ocuparlos?  Y  entonces  sucederá  que  los  llamamientos  y  protestas  del  débil  neutral  por  nadie serán  escuchados,  y  quedaremos  a  merced  de  los  acontecimientos,  sin  tener  a  quien volver  la  vista ni pedir amparo en la hora de la suprema angustia.

Si   triunfa   el   interés   germánico,  ¿se   mostrará   agradecido   a   nuestra   neutralidad? Seguramente no. La gratitud es una palabra que no tiene sentido cuando se trata del interés de las naciones. Germania triunfante aspirará a dominar el Mediterráneo; no pedirá a cambio de su victoria a Francia, como en el año 70, la anexión de una sola pulgada de territorio continental; la lección  de  Alsacia  y  de  Lorena  no  es  para  olvidarla;  pedirá  como  compensación  el  litoral africano, desde Trípode hasta Fernando Poo, y entonces no solamente perderemos nuestro sueño de  expansión  en  Marruecos:  perderemos  la  esencia  de  nuestra  independencia,  que  radica  en  la neutralidad  del  Mediterráneo;  rota  ésta,  quedaremos  a  merced  del  Imperio  Germánico;  no podremos  sostener  como  nuestras,  no  podremos  sustraer  a  su  codicia  a  las  Baleares;  y  en  el orden  económico  y  financiero,  la  ruina  de  aquellas  naciones  con cuyos  intereses  estuvimos compenetrados no podrán ser compensados ni sustituidos por la expansión germánica.

Por   el   contrario,   si   fuese   vencida   Alemania,   los   vencedores   nada   tendrán   que agradecernos;  en  la  hora  suprema  no  tuvimos  para  ellos  ni  una  sola  palabra  de  consuelo:  nos limitamos tan sólo a proclamar nuestra neutralidad; y entonces ellos, triunfantes, procederán a la variación del mapa de Europa como crean más adecuado a sus intereses.

La hora  es  decisiva;  hay  que  tener  el valor  de  las  responsabilidades  ante los  pueblos  y ante la Historia; la neutralidad es un convencionalismo que sólo puede convencer a aquellos que se  contentan  con  palabras  y  no  con  realidades;  es  necesario  que  tengamos  el  valor  de  hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como nuestro y  su  vencimiento  como  propio;  entonces  España,  si  el  resultado  de  la  contienda  es  favorable para  la  Triple  Inteligencia,  podrá  afianzar  su  posición  en  Europa,  podrá  obtener  ventajas positivas. Si no hace esto, cualquiera que sea el resultado de la guerra europea, fatalmente habrá de sufrir muy graves daños. La suerte está echada; no hay más remedio que jugarla; la neutralidad no es un remedio; por el contrario, hay neutralidades que matan».

2. «EL RASGO «

(La Democracia: 25-8-1865)

Emilio Castelar

 

«Los periódicos reaccionarios de todos los matices nos han atronado los oídos en estos últimos días con la expansión de su ruidoso entusiasmo, de sus himnos pindáricos; verdadero «deliriums tremens» de la adulación cortesana. Según ellos, no la casta Berenguela, ni la animosa María de Molina, ni la generosa Sancha, ni la grande Isabel, ni Reina alguna desde Semíramis hasta María Luisa, han tenido inspiración semejante a la inspiración que registrarán  con gloria nuestros anales y escribirán con letras de oro los agradecidos pueblos en bruñidos mármoles.

Vamos a ver con serena imparcialidad qué resta, en último termino, del celebrado rasgo. Resta primero una grande ilegalidad. En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad. Impidiendo al Rey tener una existencia aparte, una propiedad, como Rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirlo íntimamente con el pueblo.

Hace mucho tiempo que se viene encareciendo cuánto podían servir para sacar de apurtos al Erario los bienes patrimoniales de la Corona. Y, sin embargo, nada, absolutamente nada se sacará ahora; nada. La Reina se reserva los tesoros de nuestras artes, los feraces territorios de Aranjuez, el Pardo, la Casa de Campo, la Moncloa, San Lorenzo, el Retiro, San Ildefonso: más de cien leguas cuadradas, donde no podrá dar sus frutos el trabajo libre, donde la amortización extenderá su lepra cancerosa. El Valle de Alcudia, que es la la principal riqueza del Patrimonio, compuesto de ciento veinte millares de tierra, no podrá ser desamortizado a causa de no pertenecer a la Corona, y, según sentencias últimas, pertenece a los herederos de Godoy. En igual caso se encuentra la riquísima finca de la Albufera, traspasada por Carlos IV a Godoy en cambio de unas dehesas de Aranjuez y unos terrenos de Moncloa. Si después de esto se transmite a la Corona el veinticinco por ciento de cuanto haya de venderse, quisiéramos que nos dijesen los periódicos reaccionarios que resta del tan celebrado rasgo, qué resta sino un grande y terrible desencanto.

Los bienes que se reserva el Patrimonio son inmensos: el veinticinco por ciento, desproporcionado; la Comisión que ha de hacer las divisiones y el deslinde de las tierras, tan tarda como las que deslindan de los bienes del Clero; y en último resultado, lo que reste del botín que acapara sin derecho el Patrimonio vendrá a engordar a una docena de traficantes, de usureros, en vez de ceder en beneficio del pueblo. Véase, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derechos para protestar contra ese proyecto de Ley, que, desde el punto de vista político, es una engaño; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de  vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo, y desde todos los puntos de vista uno de esos amaños de que el partido moderado se vale para sostenerse en un Poder que la voluntad de la nación rechaza; que la conciencia de la nación maldice.»

 

(El resto de los artículos se publicarán mañana)

 

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

 

Autor

Álvaro Romero Ferreiro
Álvaro Romero Ferreiro
Madrid 1968. Hasta 2013 se dedicó al mundo de la automoción. En Mayo de 2013 comienza su andadura en el mundo editorial con la publicación de diarios digitales. Sierra Norte Digital (de 2013 a 2018)y El Correo de Madrid desde Mayo del 2018 y el Correo de España hasta la actualidad.
En paralelo funda la editorial SND Editores (2014) y el Canal "Con Ñ de España" en Youtube donde emite todos los días.
Es columnista y tertuliano habitual en varios medios de comunicación, entre ellos Mediterráneo Digital, Radio Inter y Radio Ya, Decisión Radio e Informa Radio.