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Materialismo versus espiritualidad
El materialismo en cualquiera de sus versiones, capitalista o marxista, como movimiento político-religioso, produce – y es una constante histórica – el despertar de fuerzas espirituales. Ya desde la más remota antigüedad epicúreos y estoicos despertaron al mayor leviatán con el que se había encontrado nunca el materialismo: se trata sin duda del maremoto del cristianismo, que en su prístino vigor y lozanía supo emerger una fuerza espiritual redentora de toda inmanencia insustancial; doctrinas que habían conducido a la sociedad romana al fin de una civilización, que cuando creyó en sus dioses indoeuropeos supo llevar a su patria la mayor gloria de la raza humana.
El epicureísmo y el estoicismo fueron doctrinas que pugnaron en su tiempo, se disputaron el ámbito político, y fueron en general unas doctrinas reservadas a las élites de una Roma qué con los emperadores y la codicia de sus senadores, habían convertido el imperio en un lodazal al servicio de una oligarquía cada vez más cobarde e iletrada. El cristianismo supo llenar las aspiraciones del vulgo, que necesitaba dotar a su existencia de un sentido trascendente, y durante mil años fue la iglesia la salvadora y trasmisora de los viejos valores del imperio: honor, lealtad, y patria; valores que supieron acoger los reyes germánicos para fundar sus reinos tras la caída del imperio.
En el decrépito presente las cosas no son muy distintas: el materialismo y capitalismo se han alineado en una nueva ideología global, algunos lo llaman progresismo, otros el nuevo orden mundial. Se trata como es conocido de una filosofía materialista que divide el mundo en ciudadanos opresores y ciudadanos oprimidos, pero que no da encaje situacional a los poderes que están por encima de esos ciudadanos. Si el marxismo consideraba la realidad social verticalmente, el globalismo lo hace horizontalmente, enemista los ciudadanos entre si eliminando cualquier posibilidad de reacción en masa, y excluye a los dirigentes de toda responsabilidad en sus condiciones de vida. La premisa principal es que la realidad se mide por criterios hedonistas, de modo que para que las elites estén a gusto es necesario: monopolizar la demografía, monopolizar la industria con el control ambiental, y monopolizar el sistema financiero. Es el típico intento oligárquico de tener el control de todos los sectores sociales, pero en la realidad tecnológica de hoy; lo que permite un nivel de propaganda nunca visto. Es necesario advertir que esta nueva ideología, como sus predecesoras, no forma parte de un plan perfectamente orquestado desde las instituciones supranacionales – que en muchos casos rivalizan entre si – si no que se establecen alianzas, como siempre lo han hecho los sectores oligárquicos, para reducir cualquier reacción popular que puede terminar con sus privilegios. El que tiene poder en cualquier ámbito está muy pendiente de aquel viejo refrán: “cuando las barbas del vecino veas cortar pon las tuyas a remojar”. Y así se va tejiendo una red de alianzas y buenos oficios que nos llevan a foros mundiales, donde se trata de poner en común intereses y limar asperezas entre los grandes oligarcas además de establecer una línea estratégica contra el enemigo común; precisamente es de ese enemigo común del que vamos a tratar a continuación.
Los movimientos disidentes
Si bien es cierto que el oligarca, a medida que va poseyendo más objetos materiales, va desarrollando una perspectiva cada vez más materialista de la realidad; al pobre le ocurre todo lo contrario, se ve necesitado cada vez más de una doctrina que trascienda una realidad que le disgusta profundamente. Así se utiliza muchas veces la religión no como una doctrina positiva de equilibrio de fuerzas, sino como un placebo para la tristeza que en el alma produce vivir sin dignidad, es en este punto cuando la religión se convierte en mera superstición y transforma a sus adeptos en cobardes patológicos con toda clase de insatisfacciones vitales y tormentosos resentimientos. Pero cuando se produce en un momento determinado unas condiciones de opresión que resultan intolerables se terminan despertando fuerzas que parecían extintas. Aquí encuentra su encaje la disidencia. Se trata de movimientos que reaccionan contra el materialismo de los que dominan la propiedad y la moral, cada día que aumenta la opresión más fuerte es la disidencia, y que con la coincidencia de factores que a veces escapan incluso de la racionalidad humana, consiguen por cortos períodos de tiempo el poder político. Son fuerzas que tienen un sustrato común, frente al materialismo reivindican: El honor, la lealtad y la patria. Estos tres elementos y los movimientos políticos que los reivindican son tan antiguos como la misma humanidad; el sentido de territorio, pertenencia, coherencia y amistas forman parte del espíritu profundo, ya no solo del hombre sino del ser animado, son tan antiguos y fundamentales que no hay problema alguno en afirmar que provienen – en un sentido mitológico – de los mismos dioses.
Estas fuerzas no son otra cosa que el sentido común del hombre reaccionando ante la indiferencia: el instinto siempre invita a reaccionar frente a las injusticias, y ahí está la línea que separa al cobarde del valiente. En la Europa de hoy hay varios movimientos de esta clase, en el caso particular de España tenemos a Vox, su programa político no incluye punto alguno que invite a sus afiliados y simpatizantes a la violencia, que sea discriminatorio o atente contra la dignidad de la persona, y sin embargo es calificado como un partido político violento y peligroso con el que es necesario ejercer la segregación para no contaminar el espacio político de sus excesos ideológicos; en este caso particular es demasiado evidente que un partido como Vox podría ser una piedra en el zapato del globalismo, inspirando a otros europeos y rompiendo el cerco de los foros oligárquicos. Por otra parte, también se da el hecho de que la amenaza despierta en ciertos casos una reacción sobredimensionada, se trata de grupúsculos que proponen soluciones extremas, y que por ello no son capaces de aglutinar a grandes masas de simpatizantes; la sobredimensión en la percepción supone una paradoja con la realidad – la fuente de la risa – y les da una apariencia ridícula que es utilizada en contra de los que reaccionan en proporción.
Por último, pero no menos importante, tenemos que advertir un último fenómeno que es tan impío como la propia realidad: cuando el disidente vence ve sus ideas realizadas en la materia, como el artista que termina la obra como la tenía en mente. La materialización de la idea produce un sentimiento de omnipotencia, el disidente se a convertido en un materialista que ha sustituido al anterior, el ciclo – como sabían los griegos – comienza de nuevo, y el paradigma es sustituido por otro y se cumple de nuevo la secuencia: crisis/revolución/estabilidad. Como todos los ciclos de la naturaleza a la que no escapa ni siquiera nuestra misma racionalidad. Mas nos vale esperar la segunda venida de Cristo que confiar en un político.
La aristocracia espiritual
La coyuntura nos deja una visión desoladora del devenir, pero si somos fieles a la dialéctica de la historia, no podemos derrotarnos contemplando la victoria de energías negativas – la realidad pide un equilibrio de fuerzas: nacer/morir, placer/dolor, la justicia fundamental del fragmento del presocrático Anaximandro – y lo positivo es que en algún momento del ciclo histórico se erige una aristocracia espiritual que equilibra las fuerzas de la materia. Los apóstoles frente a los emperadores, las ordenes religiosas frente a los barbaros, los jesuitas frente la herejía protestante… son innumerables los casos, no solo en el cristianismo, de como el poder espiritual es necesario para controlar al poder temporal, es algo tan necesario como respirar; desde el chamán hasta el pontífice, su misión en la vida del hombre es y será siempre la misma: conseguir el equilibrio entre la materia y el espíritu, mediar entre las dos partes de la realidad, en el dualismo fundamental. La crisis que actualmente padece occidente – y lo hemos repetido hasta la saciedad – no es una crisis fundamentalmente económica, es una crisis sobre todo espiritual. De nada servirán las revoluciones políticas sino vienen acompañadas de una revolución del espíritu; en nuestro caso sabemos que el cristianismo en sus formas actuales está agotado y que se hace necesario una nueva vía de la acción, que se erija como excelsa fortaleza ante la disolución y sepa dar una identidad renovada a los pueblos de Europa; en caso contrario la única solución – la de la vía rápida – será acoger religiones fuertes, capaces hacer vislumbrar el numen al espíritu, por cercanía y circunstancias esta religión será el islam.
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