17/05/2024 18:34
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He hecho un pacto honroso con la soledad, porque nadie me ha tratado mejor en la vida. Por eso me dirijo a la inmensa minoría que no conozco pero intuyo. En realidad hablo para la soledad a la que tanto debo, y porque es la única en entenderme. A eso lo llamo, parafraseando a Juan Ramón Jiménez, la «inmensa minoría». Creo que gracias a la intuición también se puede ir viviendo, y muriendo. Pero a lo segundo -que es lo que toca- pertenece la verdad, el conocimiento, la belleza, la justicia y la razón. Y las tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Así busco con pasión la Fe que es la luz que guía las almas entre las tinieblas de la vida. No se pinta casi nada halagüeño, si no se inventa un pequeño espacio para desenvolverse hasta que llegue el primer ocupa. Ni tomando por vivienda el hueco de un árbol te dejarán tranquilo. La inquietud humana es como la estupidez, tienen en su inercia la fuerza de un león; no hay quien las domine.

Hablo a la inmensa minoría a la que pertenezco. A mi tribu que se rige por los astros. Y por eso respeto el orden y las fronteras que me marcan la linde, porque para eso están y porque dentro de ellas puedo entenderme con los demás al hablar mi mismo idioma. El orden es el del universo y el que marca la naturaleza, no el orden al que Montaigne llamaba virtud triste y sombría. El mundo está ya que no aguanta más, y no se entiende por qué resiste tanto. Los mapas se mueven solos con las revueltas constantes y los tanques de guerra. Son fenómenos misteriosos que ocurren todos los días. La verticalidad es efímera y llega la horizontalidad que es eterna y está llena de deshechos y derribos. Las que más resisten son la catedrales; las demás obras van cayendo sin llegar a los cien años, cuando se dice que, todos calvos. Pero cualquier día el globo terráqueo dejará de girar y caerá al vacío como un sapo muerto. Nada se mantiene en el espacio para siempre. Y es comprensible que ha de ser así, porque todo lo que nace, muere; al limitado conocimiento humano que no llega más allá. Ni a cinco centímetros de los ojos. Debe ser todo deseo, imaginación, ignorancia de la realidad que se añora sin conocerla. Dentro de las coordenadas espacio-tiempo, tenemos las habas contadas, pero a nadie gusta ese determinismo. Se rebela contra las propias limitaciones. Quizá lo entiende como nadie, incluso, mejor que nadie, pero no quiere aceptarlo.

«La guerra es el padre de todas las cosas», según Heráclito. La guerra trae la Paz, con el hambre y las necesidades. Al no hablar para nadie, nadie se puede molestar y declarar la guerra. Algunos se enfadan porque nadie los molesta ni los nombra. «Ni contigo, ni sin ti». Si se señala a alguien, se puede ganar un enemigo. En la amistad puede anidar la traición. El hombre se aburre muchísimo y por eso inventó la guerra. Ciertamente no hay mayor distracción. Por eso entre un grupo de amigos, casi siempre surgen enemigos. Por eso la paz es tan efímera. Si escuchas las conversaciones ajenas, observarás que por lo común están rajando a alguien. Es el deporte nacional. El belicoso pueblo español combate el aburrimiento de esa guisa: despellejando al primer incauto que pilla. La guerra es el antídoto del aburrimiento; el mal que lastra España. Por eso decía Ernest Hemingway, cuando estuvo en la guerra de España, que nunca había oído más la palabra aburrimiento que a los españoles. La lucha fratricida entre españoles, la representa mejor que nadie el cuadro de Goya, «Duelo a garrotazos». Las posiciones enfrentadas eran, las de liberales y absolutistas. Fue cuando el trienio Liberal y el ajusticiamiento de Riego, por Fernando VII, y el exilio de los afrancesados. La timba de las dos Españas, ya estaba en marcha. Esto de no trabajar, aburrirse y salir por peteneras como la Niña de los Peines, viene de lejos. (Continuará mañana)

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REDACCIÓN