20/09/2024 08:00
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Si hay una bebida que por antonomasia esté asociada al género negro, literatura y cine policiaco, sin lugar a dudas, nos estaríamos refiriendo al ambarino licor escocés. Lo curioso es que el encantador país de verdes prados, gaitas y kilts tuvo mucho que ver con el desarrollo de la criminalística, en especial en el campo de las huellas dactilares. Pese a que la Dactiloscopia es una ciencia relativamente joven, con dificultades iniciales de aceptación, pronto quedó profundamente arraigada en la práctica habitual de cualquier policía del mundo.

 Si bien desde la prehistoria, las huellas de las manos fueron un signo identificador de la humanidad por medio de las pinturas rupestres, y que pueblos antiguos, como chinos y japoneses, las utilizaban para firmar contratos nada menos que 600 años a.C., es en el siglo XIX cuando se desarrolla realmente como disciplina científica, gracias a la dedicación y esfuerzo de varios hombres, entre los que merece destacar a Henry Faulds, considerado el padre de esta ciencia. ¿Podríamos imaginar actualmente una investigación criminal prescindiendo de las huellas dactilares?     

   Faulds, nació en 1843 en un pequeño pueblo al suroeste de Glasgow. Tras sus estudios de medicina, se hizo misionero, y con 30 años de edad fue enviado por su congregación religiosa a Japón, donde ejerció como médico en un hospital de Tokio, además de profesor de fisiología en la universidad. Por aquel entonces ya le fascinaban los dibujos que tenemos en las yemas de los dedos y la consiguiente comparación de esos dibujos de diferentes personas, le hacía intuir que posiblemente fueran únicos e irrepetibles.

 Aficionado a la antropología, Faulds asistió a una exposición de objetos de arcilla realizados por un antiquísimo grupo étnico japonés. El escocés observó que en las jarras, tazas y platos de barro habían quedado impresas las huellas de los distintos alfareros, tan claramente reproducidas que era posible catalogarlas sin lugar a dudas según su autor.

En aquel momento las investigaciones del doctor Faulds no iban más allá de unas hipótesis científicas, muy lejos de cualquier propósito práctico aplicable a la investigación criminal. Sin embargo, un curioso suceso cambiaría la situación.

Resulta que el doctor Faulds, como buen escocés, era aficionado a tomar tras las comidas una copita de whisky de la botella que celosamente guardaba  en una alacena. Pues cae en la cuenta que el contenido de la botella disminuye a una velocidad mucho mayor que la proporcionada por sus dosis diarias.

 «¿Qué hacer?», se preguntó con gran preocupación. El médico decidió que era el momento de poner en práctica su hipótesis sobre las huellas dactilares y procedió a cubrir la botella con una ligera capa de glicerina transparente en la que quedaran impresas las huellas del atrevido ladrón. Una vez hecho esto, quedaba esperar pacientemente a que el nivel del preciado líquido bajara. Cuando esto sucedió, tomó las huellas dactilares de sus sirvientes. En poco más de una hora tuvo resuelto el caso. El ladronzuelo resultó ser uno de sus jóvenes criados al que le había dado por imitar las buenas costumbres de su amo.

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Es entonces cuando Henry Faulds se percata de la importancia de su descubrimiento, si este se pusiera al servicio de la investigación criminal. Es así como lo describe en la revista Nature. Aunque el camino recorrido fue largo y difícil, pues a la policía y a los jueces les costó aceptar que la simple marca de un dedo pudiera convertirse en una prueba irrefutable, ahora nadie lo pone en duda.

 El siguiente paso se produce en el año 1892.  Un espeluznante suceso, que horrorizó a la ciudadanía, ocurrió en Argentina. Resulta que en una pequeña localidad próxima a Buenos Aires, fueron degollados dos hermanos de 6 y 4 años de edad. Los cadáveres de los niños se encontraron en la cama de matrimonio de la casa familiar. Su madre, Francisca Rojas de 27 años, apareció al lado de los menores, al parecer malherida y sangrando por un corte en el cuello que le había provocado el asesino en su intento de matarla. Tan pronto se recuperó, acusó a un vecino de ser el culpable del crimen de sus hijos y del intento de asesinato de ella.

La policía detuvo inmediatamente al acusado y lo llevó a la comisaría para proceder al pertinente interrogatorio. Una y otra vez, el hombre negó la autoría de los crímenes. De la investigación se hizo cargo Juan Vucetich, un antropólogo y oficial de policía de origen croata que, al igual que el escocés Fulds, fue  pionero en el estudio de las huellas dactilares.

 Vucetich se desplazó hasta la casa rural donde se produjeron los terribles crímenes. En la inspección ocular de la vivienda, encontró en el dintel de la puerta una huella ensangrentada. Se trataba de una impresión nítida del pulgar de la mano derecha de un individuo. Preguntó a la madre de los niños si ella había conseguido salir de la casa cuando fue agredida por su vecino. Francisca negó rotundamente tal hecho, aduciendo que tras ser golpeada y herida por el asesino, no tenía fuerzas para andar y se dejó caer en la cama, al lado de sus pobres hijos, ya muertos.

 Resultaba indudable, por tanto, que la huella ensangrentada del dintel únicamente podía corresponder al autor de los crímenes. Francisca ratificó la lógica deducción del policía.

 Entonces, Vucetich le pidió permiso para entintar sus dedos y tomar una impresión de sus huellas. Y, ¡oh, sorpresa, el pulgar de la mano de Francisca era idéntico al ensangrentado de la puerta! Ante la evidencia, Francisca Rojas confesó su culpabilidad. La razón que la madre adujo para justificar el doble filicidio, fue que su marido tenía intención de separarse de ella llevándose a los niños, por lo que para vengarse había decidido matarlos, además de que no podía soportar la idea de que pudieran estar bajo la tutela de otra mujer.

            El caso del doble crimen de Francisca Rojas fue el primero en el que un tribunal de justicia del mundo aceptó como prueba irrefutable para dar un veredicto, tomando la huella dactilar como identificación. La resolución del caso por Vucetich, tuvo una enorme repercusión en todos los países, lo que significó el impulso definitivo de la dactiloscopia en la investigación criminal.

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            En la actualidad la policía científica puede obtener la huella de un dedo, de cualquier superficie donde el delincuente haya puesto la mano, incluso en un soporte, en apariencia, tan poco apto, como un trozo de papel. Los investigadores rocían el papel (una carta amenazadora, un cheque fraudulento…) con una solución y aparecen las huellas dactilares del individuo como si hubieran estado entintadas. Los avances científicos ponen a disposición de la policía nuevos reactivos químicos que les permiten descubrir con muchísima nitidez huellas dactilares que tiempo atrás resultaban de dudosa lectura y no aptas para presentarlas a un juez como prueba de un delito.

            Por cierto, que otro médico y escritor escocés, Conan Doyle, por medio de su archifamoso detective Sherlock Holmes, en una de sus interesantes aventuras, fue el primer escritor en resolver un crimen (que, además, estaba basado en un hecho real) mediante el estudio de las huellas dactilares. Posteriormente sus pasos serían seguidos por muchos de nosotros, escritores del género policíaco. 

CLASIFICACIÓN BÁSICA DE LAS HUELLAS DACTILARES

       Costó trabajo aceptar la idea de que cada individuo posee huellas dactilares únicas e irrepetibles. Incluso los hermanos gemelos univitelinos, con un ADN muy similar, poseen huellas dactilares distintas. A lo largo de nuestras vidas (aparecen al sexto mes de gestación), cambiamos en aspecto físico, cabellos, arrugas faciales, etc., pero nuestras huellas dactilares persisten inmutables, incluso después de muertos.

     Los dibujos de las yemas de los dedos están formados por crestas o elevaciones de la epidermis, en cuyos laterales se encuentran glándulas sudoríparas, que son las que propician que al tocar un objeto dejemos en el mismo una impresión de nuestros dedos.

     En su artículo de la revista Nature, Henry Faulds, clasificaba las huellas en solo dos grupos: presillas y verticilos. Sería el antropólogo y policía argentino Juan Vucetich, que resolvió el caso de Francisca Rojas, quien completaría la clasificación dactilar.

 

 José Manuel Portero es escritor, autor de una serie de novela negra protagonizada por el inspector Lino Ortega, de la comisaria de Benalmádena (Málaga). En el último año publicó el ensayo histórico Nazis en la Costa del Sol.

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