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Robert Kiyosaki es un empresario estadounidense de origen japonés, aunque tal vez resulte más acertado definirle como un especulador. Autor de la serie de libros Padre rico, padre pobre (alguno en colaboración con Donald Trump) e inversor en diversos sectores, resulta de interés estudiar sus planteamientos para conocer cómo conciben el mundo los tiburones de negocios, los cuales no deben ser confundidos con los adinerados con piscina y coche de alta gama. Para este autor, la inmensa mayoría de la población padece problemas económicos por desconocer cómo funciona el dinero y define sus vidas como una «carrera de la rata» en la cual se encuentran constantemente amenazados por las deudas. Razón puede tener en que la educación financiera de la mayoría es deficiente, pero si gente como él puede permitirse el lujo de vivir sin trabajar y haciendo negocios en sus ratos libres (o de eso presume) se debe a que millones de personas trabajan durante jornadas de muchas horas en un sitio fijo y abonan sus deudas a final de mes (algo que, según Kiyosaki, diferencia a los ricos de los pobres porque los primeros siempre se pagarían primero a sí mismos). No obstante, desde que comenzó su carrera como gurú financiero ese discurso tan propio del capitalismo en su etapa mundialista no ha hecho más que infiltrarse en todos los sectores de las poblaciones occidentales y hoy se encuentra en su máximo apogeo; es el tan manido «Si eres pobre es porque no te has esforzado lo suficiente».
En su libro escrito a finales de los años 90 elogia a George Soros, Bill Gates y David Rockefeller. ¿Qué tienen en común los tres? Fundaciones filantrópicas a su nombre, las cuales desgravan en su favor económicamente, algo recomendado por Kiyosaki para no abonar impuestos frente a un Estado que considera avaricioso; y razón no le falta, porque si alguien puede competir en afán de lucro a costa del trabajo ajeno con las élites económicas son las élites políticas. Si algo hay que valorar en este autor es que no se recata en reconocer que los empresarios más influyentes gozan de su posición privilegiada gracias a los subterfugios legales que les permiten camuflar patrimonio; el propio Kiyosaki reconoce que a su nombre apenas tiene nada, porque su patrimonio se encontraría a nombre de su corporación. Esto vendría a ser algo similar a lo que en España representan las SICAV (Sociedad de Inversión de Capital Variable) desde la etapa de Felipe González y que, al contrario de lo prometido en su discurso de investidura, todavía no han sido tocadas por Pedro Sánchez; con razón las promesas sobre aumentar los impuestos aterrorizan más a las clases medias que a los grandes empresarios. Retomando el asunto inicial, la filantropía de los Soros, Gates y Rockefeller (que, según Kiyosaki, forma parte de la mentalidad del hombre rico por revertirle posteriores beneficios) no es muy diferente a la motivación de Amancio Ortega al donar material sanitario contra el cáncer. Se llame caridad o filantropía, en cualquier caso forma parte del negocio de estos personajes.
Pero, sin duda, la clave del hombre rico de Kiyosaki radica en que sabe que el dinero es una ilusión que se sostiene en la confianza que la población tiene en el mismo. Un billete no deja de ser un trozo de papel, pero detrás de ese trozo de papel hay un entramado institucional público y privado que vendría a respaldar su valor. Hoy en día, más que de trozos de papel y metales preciosos debemos hablar de datos bancarios. Nuestras nóminas son datos en Internet que un apagón digital podría eliminar de la noche a la mañana. El irremediable progreso tecnológico ha dado origen a otras amenazas a la altura de la guerra nuclear que hace medio siglo pendía sobre el planeta. Eso no parece asustar a los especuladores con el bitcoin, una moneda virtual que ya se ha convertido en medio de transferencias para los negocios más oscuros y siniestros de la dark web, cuya presunta facilidad para obtener beneficios multiplicados debería hacer sospechar a los jóvenes entusiasmados con su rentabilidad. Robert Kiyosaki será un especulador, pero ha construido su negocio sobre bienes tangibles como los edificios y los libros, además de valorar algo tan fundamental como el conocimiento; por otra parte, reconoce los riesgos que conllevan las inversiones en Bolsa, que a pesar de todo tienen oficinas físicas y rostros visibles sobre los que exigir explicaciones en caso de quiebra cuando los programas informáticos que manejan los bróker lleven a sus inversores a la ruina. ¿Pero a quién se reclama con el bitcoin? Ahí ya no estamos ante la mano invisible de los mercados, esa simbiosis entre la avaricia humana y el azar, sino ante la oscuridad de la Nada. Y esta Nada sin emociones ni deseos, puro ente virtual con acceso a la clave material de nuestras vidas, bien podría ser el mayor enemigo al que pueda enfrentarse la especie humana durante el próximo siglo.
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