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Hace algún tiempo que se puso de moda la palabra “posverdad”. Según la Academia, “la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.
Sin embargo, a pesar del manoseo del término, resulta evidente que no ha aumentado la prevención del ciudadano frente a las noticias que recibe y sigue acudiendo a las mismas fuentes para informarse. A nadie escapa que los medios de comunicación son los canales naturales a través de los cuales se distorsiona, intoxica y manipula y, no obstante, el personal sigue consumiendo la “realidad” que le ofrece la pantalla. Una “realidad” que sólo depende de la intensidad de la campaña mediática que la respalde.
Lógicamente, como resultado de un largo proceso de ingeniería social emprendido tras la II GM, cuyo primer objetivo –ya alcanzado– ha sido la pérdida del hábito de lectura, hemos llegado a un punto en el que la fruta –esto es, la ciudadanía– está tan madura que le puedes echar cualquier cosa y la creerá. Embrutecida sin remedio en la escuela, el instituto y la universidad; idiotizada por la industria del entretenimiento, su mundo se ha reducido a la televisión, los videojuegos y las redes sociales… y sin contrapeso posible por la ausencia de libros en los hogares, los homúnculos a los que por sólo por costumbre seguimos llamando “humanos” han renunciado a la cualidad pensante que los distinguía como tales.
Ayer mismo fui testigo de un episodio más que elocuente de esta ceguera, protagonizado por una mujer a bordo de un autobús de la línea 725 a la altura de Manzanares el Real. Dirigiéndose a su compañero de asiento, justo detrás del mío, afirmaba: “– Ay qué calor; cómo se nota el cambio climático… Y es que no llueve. ¡Cómo se nota la falta de agua! Porque llovió un poco en primavera, que si no…”
Lo más curioso es que estas palabras eran pronunciadas mientras pasábamos por delante del gran embalse de Santillana, ostensiblemente lleno, y cuando a ambos lados de la carretera, a 12 de julio de 2023, los prados nos ofrecían un tono verde inusual en estas fechas.
Por supuesto que la memoria es muy flaca y sólo así se entiende que haya quien no se acuerde de lo que llovió hace apenas un mes: entre mayo y junio llovió en Madrid durante casi 30 días –desde el 23 de mayo hasta el 21 de junio–, con una precipitación en ese período por encima de la media. Según la AEMET (Agencia Estatal de Meteorología): “En lo relativo a las precipitaciones, junio ha sido en su conjunto MUY HÚMEDO, con una precipitación media en la Comunidad de Madrid de 59.3 l/m²”. Pero es que si tomamos distancia para ver el panorama completo, la misma AEMET indica: “La precipitación acumulada en la Comunidad de Madrid en el período que va del 1 de octubre de 2022 al 30 de junio de 2023, ha sido de 420.4 l/m², un 95% de lo que es normal (periodo de referencia 1991 a 2020), lo que le da un carácter pluviométrico normal”.
Y, sin embargo, podemos asegurar sin miedo a equivocarnos, que, otro verano más, cuando se produzcan un par de incendios, volverá a repetirse la campaña mediática estival sobre la gravedad del cambio climático y se evitará mencionar la inoperancia y falta de interés del Estado y las Comunidades en la prevención de incendios. No se informará sobre la destrucción de presas en España, ni del daño al sector agrario por la nueva “Ley europea de Restauración de la Naturaleza”, pero, por contrario, se nos venderá la necesidad y oportunidad de cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible…
Careciendo de perspectiva y bajo la siempre inminente amenaza climática, asumiremos, obedientes, lo que se nos imponga como necesario, y no podremos percibir lo ridículo de nuestro terror inducido porque los medios jamás ofrecerán una visión de conjunto, documentando, por ejemplo, nuestro peso entre los países e industrias más contaminantes.
Dirigidos por una casta gobernante autoelegida, maniatada cualquier oposición, y con la complicidad de unos medios uniformados y dependientes, se avanzará en la aplicación de la Agenda 2030 y se redoblará la inquina y persecución contra quienes opongan cualquier resistencia, etiquetándoles de “negacionistas” y dando un paso más hacia la supresión de toda disidencia.
Tampoco oiremos ni veremos nada sobre la cantidad de emisiones de CO2 y SO2 debidas a la erupción del volcán Fagradalsfjall en Islandia, y nadie echará de menos que ninguna televisión documente el impacto climático de las grandes erupciones a lo largo de la Historia: del Tanbora (Indonesia, 1815), del Krakatoa (1883) o del Pinatubo (Filipinas, 1991); ni siquiera sobre las más recientes: Eyjafjallajökull (Islandia, 2010), La Palma (Islas Canarias, 2021), Hunga Tonga-Hunga Ha’apai, (Océano Pacífico, 2022), Mauna Loa (Hawai, 2022). Porque, seguramente, si la población conociera el peso de estos eventos naturales en el clima terrestre, no permitiría que se la culpabilizase del calentamiento global, ni admitiría leyes que “por su bien” restringen su libertad de movimientos o le hacen sentir mal por comer carne o leer en papel.
Como vemos, uno puede contemplar la realidad con sus propios ojos, autoengañarse y negarla… mientras nos acordamos de aquellas palabras de Polonio en Hamlet: “Y explicar porque el día es día, noche la noche, y tiempo el tiempo; sería gastar inútilmente el día, la noche y el tiempo”.
La pasajera del autobús tan sólo expresaba la angustia que se le ha venido inoculando día tras día durante años. No importa su propia experiencia… ¿Por qué confiar en su memoria? Si basta creer y obedecer lo que nos dicen “los expertos”. Y si los medios coinciden en anunciar el Apocalipsis climático, y la sacrosanta Agenda 2030 se apoya en tal premisa… ¿Para qué cuestionarnos nada? Muchísima gente vive presa del pánico climático, al parecer aterrada por el siempre acuciante deshielo, obsesionada con el CO2, los plásticos en el mar y la huella de Carbono. Como, en su momento, por los delfines, el efecto invernadero, las ballenas, las focas o las centrales nucleares. Millones de occidentales sitúan el cambio climático como la primera de sus preocupaciones y no hay día en nuestras vidas que no oigamos veinte veces la palabra “sostenible”. Se alienta la sustitución de los vehículos de combustión por los eléctricos mientras se oculta que el proceso de fabricación de un vehículo “ecológico” es muchísimo más contaminante que un vehículo de gasolina. Los coches, la ropa, la leche, los huevos, las bolsas y hasta los bancos son ecológicos y sostenibles…
Se nos impone la Agenda 2030 introduciendo los llamados ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) en la escuela; y ésos se pagan con los fondos europeos Next Generation, extraídos de los impuestos de los propios ciudadanos europeos…
Y nadie parece dar importancia a que, en España, La Secretaría de Estado para la Agenda 2030 haya estado dirigida, sucesivamente, por Ione Belarra, Enrique Santiago y Lilith Verstrynge; es decir, por el ala dura del Partido Comunista.
Las consecuencias de este adoctrinamiento son evidentes. Y la vía de propagación, también: ahora son los niños quienes “educan” a los padres, concienciándolos; porque “el profesor dice…” ¡y cualquiera va contra corriente!
El caso de Greta Thumberg tampoco es nuevo; algunos recordarán a aquella otra niña, Cordelia Salber, invitando a simpatizar con el FMLN[1] salvadoreño… Y ahora, como Greta ha crecido, para seguir ejerciendo su inocente labor concienciadora, le ha sustituido un niño-repollo colombiano llamado Francisco Vera… Pero siempre es lo mismo, desde que la Unión Soviética glorificase al niño Pavka (Pável Trofímovich Morózov) por denunciar a sus padres como traidores a la Revolución.
El “estado de bienestar” ha propiciado la infantilización acelerada del personal y la extensión del pensamiento indoloro; y cuando una buena parte de la sociedad tiene por referentes a niños imberbes y son millones los que escuchan boquiabiertos sus profecías, como si de un oráculo se tratase, es que algo falla… ¡Pero qué vamos a saber nosotros frente a quienes se proclaman defensores del Progreso y de la Ciencia!
[1] Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
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