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En frase irrebatible de José Antonio Primo de Rivera, como todas las suyas: La superstición de la soberanía popular, va estado cada vez más cerca de ser sustituida por el clásico principio del “bien común”.
Ciertamente, a un país, no siempre hay que darle lo que pide, sino lo que necesita. Apodíctica sentencia henchida de sentido común y de sabia advertencia a navegantes por las aguas de la gobernación estatal.
Cada época de la historia suele apoyarse en alguna muletilla tópica, valedera para salir de apuro oratorio, con el que hay que comulgar sin discusiones a no ser que analizando el término con criterio propio, quieras que te motejen de “políticamente incorrecto”.
Hoy día, hacer pensar con lógica como facultad privilegiada en los seres humanos, parece atentar contra los pseudo dogmas de la llamada democracia liberal.
El bien común, no lo hace la masa impersonal del pueblo, sino quienes tienen las riendas firmes de la gobernación con sus leyes (justas) y recursos coercitivos policiales y militares.
Bien común significa esa bonanza colectiva, fruto de un gobierno imparcial avizor de las verdaderas necesidades materiales y morales extensibles a todas las colectividades nacionales.
No puede haber “bien común con privilegios de clase o de partidos políticos o con presiones independentistas o separatistas, que rompan la esencia benéfica de toda colectividad nacional, al ser bien partidista y antipatriota. En este caso, ¿dónde está la supuesta autoridad emanada de la “soberanía popular”?
El pueblo, no tiene por misión gobernar, sino obedecer al padre de la Patria, que es quien ha de asumir en su persona única la responsabilidad de la dirección gubernativa hacia el progreso integral de su nación, por más que se rodee de una élite especialista en el asesoramiento técnico de cada problema.
Al padre, le corresponde mandar en su familia, defender a todos sus hijos con su experiencia y amorosa sabiduría de padre. Y al hijo, le corresponde aprender de su padre, obedecerle como autoridad representativa en este mundo de la autoridad absoluta de Dios, ya que “no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas” (Rom. 13, I).
¿Tan difícil es entender que la responsabilidad de un presidente de Gobierno, o de un rey, o de un caudillo es un papel vocacional y sacrificado además de sacratísimo al servicio de ese bien común colectivo e insobornable y que tener poder, no puede ser sinónimo de abuso, de engaño o de tiranía?
¿No será que quienes eso sospechan, se desnudan confesando sus intentos de hacer eso que denuncian, cayendo en el dicho popular “el que las hace, las imagina”?
He oído a varias personas que denuncian indignadas la corrupción de políticos y a continuación dicen: “si yo tuviese esa ocasión, haría lo mismo”. ¿En qué quedamos?
No está lejos de la realidad quien dice que “en España está el país que más dictadores tiene por Km. cuadrado”, que es como decir que “cada país tiene lo que se merece”.
Donde mandan todos, no manda nadie, cayendo en una anarquía práctica, como es en la que estamos, nunca confesada oficialmente, pero es la consecuencia obligada de la ausencia de verdadera autoridad, que permite la pelea entre hermanos de intentar desgajar en cachos a la Patria y dejar indefensos a los agentes policiales del orden público.
¿A qué grados de irracionalidad se puede llegar cuándo renunciamos a la doctrina clásica del ejercicio sagrado de conducir a un pueblo a las cotas más justas y humanizantes del verdadero “bien común”?
¡No se os puede dejar solos! (Franco).
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