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Un proceso de siglos de descristianización

Hemos de detenernos en las raíces históricas que han desembocado en la situación actual, es decir, en esta fase terminal de degradación intelectual y moral humana:

 

En el siglo XVI la revolución religiosa del protestantismo negó la necesaria mediación humana y divina, natural y sobrenatural, del hombre con Dios (la Iglesia), así destruía la libertad y razón humanas al romper el vínculo entre fe y razón, política y ética que supuso la muerte de la Cristiandad. Debido al nominalismo, Lutero sostiene el fideísmo que enfrenta la fe a la razón, considerándola «la ramera del diablo» (De servo arbitrio, 1525).
En el siglo XVIII, la Ilustración y Revolución francesa, de carácter eminentemente político. La Revolución efectuada a golpe de guillotina y aprobada por la soberanía popular democrática, negó la dimensión trascendente y moral del hombre (la ley natural), destruyendo el orden social cristiano del Dios Legislador y ordenador. Así el soberano absoluto ocupaba el lugar de Dios. La Ilustración enfrenta la razón a la fe, considerándola «fanatismo», como sostiene Voltaire (Cartas filosóficas, 1734).
La posmodernidad iniciada con la revolución cultural de 1968 negó lo real humano (la división sexual biológica), a fin de destruir la obra del Dios Creador que instituyó el matrimonio natural en el que se basa la primera y principal sociedad humana: la familia. El nuevo Dios pasa a ser el Estado totalitario democrático. El marxismo cultural niega tanto la razón como la fe en nombre del nihilismo. Jean Paul Sartre, uno de sus principales ideólogos, escribe: «el hombre no es más que una pasión inútil» (El ser y la nada, 1943).

 

Atendiendo a este sintético esquema, en primer lugar, se confirma como una constante histórica que la Revolución, sea cual sea su apellido, «en su acepción común es la destrucción de todo un orden. La noción ha calado de tal forma que ya nadie se atreve a no llamarse revolucionario». Afirma el filósofo Rafael Gambra en El lenguaje y los mitos. De hecho, no deja de ser sorprendente que desde Juan XXIII, todos los Papas posteriores al concilio Vaticano II, la hayan utilizado para identificarla con el mensaje cristiano. Asociación impensable para los Pontífices anteriores que tenían muy clara conciencia del aceleramiento del proceso secularizador y el crecimiento de la hostilidad hacia la Iglesia a causa de las revoluciones liberales del siglo XIX.

 

Y no digamos ya, a partir de la revolución comunista de 1917 en Rusia y las subsiguientes: China (1949), Cuba (1959), Camboya (1975) y Vietnam (1975). El exhaustivo estudio de Stéphane Courtois El libro negro de comunismo, viene a convertirse en el texto fundamental para comprender el significado del concepto «revolución», junto con el clásico de Pierre Gaxotte La Revolución francesa. Después de la lectura de ambos escritos, a nadie en su sano juicio se le ocurriría utilizar las nociones de «revolución» y «revolucionario», sin antes pensárselo bien.

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De ahí que, en sus Consideraciones sobre Francia, Joseph De Maistre recuerde que: «La contrarrevolución no es una revolución contraria, sino lo contrario a la revolución». La lucha contra el desorden luciferino traído al mundo por la revolución se llama Contrarrevolución, es decir, el movimiento que restablece el orden (jerarquía) inscrito por Dios en su creación. Por ello Santo Tomas de Aquino enseña cómo la Ley eterna de Dios es «participada en la criatura racional por la ley natural» (S. Th. I-II, q. 91, a. 2). Jean Ousset en Para que Él reine escribe: «Las complicidades activas y pasivas en la Iglesia se han contagiado a la sociedad permitiendo el avance, cada vez más decidido, de la fenomenología destructiva de la revolución».

 

El orden que ha de ser a restablecido en sus cimientos es el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, no la sentimental y evanescente «civilización del amor», que más parece un eslogan hippie de los años sesenta, o la vacía «fraternidad universal», propia de la masonería. En otras palabras, la civilización cristiana, imagen y reflejo terrenal del Paraíso, contra el desorden en que la revolución ha sumido al hombre. Verdad tradicional católica expresada durante siglos, entre otros muchos tantos, por Pío XI (Quas primas, n. 16-17), pero de difícil compatibilidad con estas afirmaciones del Papa Francisco: «Si en el pasado las diferencias [entre las distintas religiones] nos han puesto en contraste, hoy vemos en ellas la riqueza de caminos distintos para llegar a Dios» (5-10-2021).

 

Lo cierto es que únicamente Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo encarnado es el camino exclusivo para llegar a Dios Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6); «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos» (Hech 4, 12). La Pachamama, Mahoma, Lutero, o Buda no son opciones para llegar a Dios, sino falsedades que conducen al infierno.

 

Dichas declaraciones papales son incompatibles con el Magisterio de la Iglesia (Dominus Iesus, n. 9), pero Bergoglio, como acostumbra en otras ocasiones, aseguró sin inmutarse al obispo Schneider que, era precisamente eso lo que quería decir (8-3-19). Así dejaba en ridículo a todos que pretenden una exégesis forzada de las palabras pontificas a fin de hacerlas concordar con la fe católica a toda costa. Sin embargo, no escuchar apenas ninguna voz episcopal desmintiendo estas enseñanzas erróneas pone de manifiesto la sima de decadencia intelectual y moral, junto con la consecuente deriva de seguidismo sectario, en el que se encuentran instalados los funcionarios eclesiásticos desde hace decenios. Una Iglesia devenida en una ONG que sólo ofrece una fe acomodaticia al mundo que reniega de Cristo y ante el que lleva décadas arrodillada, como demuestra ahora apoyando la agenda 2030.

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En segundo lugar y como bien apuntó el sabio Chesterton en El fin de una época: «Lo que el hombre ha perdido en el siglo XX no es la fe, sino la razón». A consecuencia de ello, el ser humano queda reducido a un juguete de las fuerzas oscuras e irracionales en que han degenerado sus pasiones. El hombre contemporáneo se encuentra incapacitado para percibir la realidad sobrenatural porque, previamente, la realidad natural se le ha hecho incomprensible. La gracia presupone la naturaleza, pues como enseña Santo Tomas: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (S. Th. I, q. 1, a. 8). Es decir, aunque la gracia pertenezca al orden sobrenatural se deposita (inhiere) en el natural, de ahí que dañando éste se hace más difícil recibir la gracia. Tres son las causas principales que han producido esta ceguera de la razón natural:

 

Desmantelación de la primera sociedad humana, la familia natural y sus vínculos sociológicos trasmisores de la tradición religiosa, moral, cultural e histórica dejando al individuo a la intemperie. Sin más criterio que el dictado por el poder político, sus medios de manipulación de masas y su sistema de enseñanza.
Cultivo deliberado del empobrecimiento intelectual, en campos clave del conocimiento humano como son las humanidades, por parte del sistema educativo y de los medios de comunicación convertidos en correas de transmisión de las consignas del poder político del que dependen económicamente.
Perversión del conocimiento ético y moral como consecuencia de una educación degenerada que legitima y azuza las más bajas pasiones a través de las múltiples posibilidades de diversión que oferta la sociedad de consumo y las redes sociales.

Autor

Padre Calvo