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Todas las personas viven –consciente o inconscientemente– de acuerdo con sus principios, con sus ideales, etc., según lo que consideran verdadero, hermoso o bueno. Muchos reciben esos ideales ya completamente hechos, en formas determinadas, históricamente establecidas, y viven acomodando su vida a ese ideal; a veces se apartan de él bajo la influencia de las pasiones o de las circunstancias, pero no lo juzgan, no lo ponen en duda; otros, por el contrario, lo someten al análisis de sus propios pensamientos”1. Unas palabras difícilmente rebatibles que servían al gran escritor ruso Iván Turguénev para introducir, en 1860, su famoso ensayo-conferencia titulado Hamlet y Don Quijote; sin duda, uno de los más certeros análisis de la inmortal obra cervantina.

Afirmaba Turguénev: “Don Quijote es, sobre todo, el emblema de la fe, de la fe en algo eterno, inmutable, de la fe en la verdad, que se halla fuera del individuo, que no se revela a él fácilmente, que exige un culto y sacrificios, y no se da sino tras larga lucha y una abnegación sin límites […] La vida misma para él no tiene más mérito que ser el medio que le permite perseguir su ideal, encarnarlo y hacer triunfar la verdad y la justicia en la tierra. ¿Qué importa que a don Quijote le inspirara tal ideal el fantástico fárrago de los libros de caballería, si supo desembrollar la idea pura de toda mezcla y conservarla en su integridad?”

Afán de verdad y justicia que se nos ofrecen, lógicamente, como conceptos indisociables, mucho más elevados y dignos que cualquier otra aspiración alentada por la vanidad o el egoísmo: “A don Quijote le habría parecido indigno vivir para sí, cuidar de su persona; vive constantemente fuera de sí, para los demás, para sus hermanos; vive para extirpar lo malo, para combatir a las fuerzas enemigas del hombre, los gigantes, los encantadores, los opresores de los débiles. […] No hay en don Quijote traza de egoísmo; nunca piensa en sí […] tiene buena fe […] es intrépido y paciente y sabe contentarse con los más mezquinos alimentos, con los vestidos más pobres […] Exento de vanidad, alienta un alma grande y heroica. No duda, sin embargo, de sí mismo, ni de su cometido, ni aun de sus fuerzas físicas; su voluntad es inquebrantable”.

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Ideales animados, sostenidos y guiados a su vez por otro: ese rayo de luz y fuente de inspiración que es la singularmente bella Dulcinea del Toboso: “Don Quijote ama a Dulcinea, una mujer imaginaria, y está dispuesto a morir por ella –recuerden sus palabras cuando, vencido, derrotado, le dice a su vencedor, que levanta ya su lanza sobre él: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida»–. Ama de manera ideal y pura; tan ideal, que ni siquiera sospecha que el objeto de su pasión no existe; tan pura, que cuando Dulcinea aparece ante él en forma de tosca y sucia campesina, no cree en el testimonio de sus propios ojos y declara que ha sido transformada por los maleficios de un encantador”.

Verdad, bondad y belleza guían, por lo tanto, a Alonso Quijano el Bueno y don Quijote de la Mancha, y por todas estas virtudes se sigue venerando esta obra y a su autor como sublimes ejemplos del Arte y máxima expresión de las fuerzas del hombre. Aunque el mundo ya no se rija por tales ideales, y más bien parezca, por el contrario, que imperen la maldad, la mentira y una absurda devoción por lo feo.

Ahora bien, ¿por qué esta última cuestión se tiene por menor y suele pasarse por alto? ¿Qué fuerzas poderosas o qué extraño narcótico impiden denunciar una anomalía tan evidente, contraria a toda razón y sentir natural? ¿Qué extraño brebaje conduce a la “normalización” y blanqueamiento de la mentira y la mediocridad y a la adoración pública de lo aberrante o sin sentido? ¿Por qué se postra nadie ante un manchurrón en la pared? ¿Y por qué se repite y se transmite de generación en generación el mismo ritual ridículo frente a cualquier bazofia etiquetada como “arte”? ¿Por qué, en definitiva, tantos aceptan que se insulte su inteligencia sin protestar y toleran y permiten que se insulte la de los demás?

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Preguntas ante las que, en principio, cabrían dos respuestas: por convicción, o por obligación. Opciones aparentemente enfrentadas, contrarias y antagónicas, aunque en la práctica no necesariamente excluyentes entre sí; porque si algo se “sugiere” con la intensidad adecuada, si la amenaza resulta convincente, tal imposición puede abrazarse con convicción y fanatismo. Y si el hábito o la costumbre nacen de la educación, y, como sucede desde hace décadas, la escuela induce y adoctrina en un único sentido, y se intimida y se impone y se uniformiza al alumnado en un relativismo contra natura… Si en aras de “la igualdad” se impide conocer y hasta se niega la jerarquía del saber… Si los profesores censuran a quien piensa por sí mismo y se sale del carril impuesto, y siguen arremetiendo sin opción a réplica contra aquellos viejos “enemigos” que exigían para el Arte disciplina y conocimientos… Cuando los impostores se suceden fingiendo combatir una y otra vez gigantes ya derrotados, muertos y enterrados, para sentirse reyes en un mundo de sombras… Y los que enseñan siguen invocando a aquellos viejos y triunfantes sacerdotes de la modernidad para sucederles en el trono como nuevos hechiceros… Si académicos y catedráticos se erigen sobre falacias, embustes y victimismo… Nada cambia si fue primero el huevo o la gallina, la estupidez o el miedo.

Y si nunca está de más releer el Quijote, tampoco lo es recordar los referentes que siempre han guiado a los mejores: Verdad, Bondad y Belleza.

Santiago Prieto Pérez 14-09-2024

1 Ivan Turguenev. Hamlet y Don Quijote. Editor Antonio López, Barcelona, 1900.

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