20/05/2024 03:14
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El Diccionario de la Real Academia Española define «patraña» como `Invención urdida con propósito de engañar´; y cabe considerar que esta palabra puede aplicarse con bastante aproximación a lo que ayer, 14 de febrero, se celebraba en San Valentín. Varias son las razones que llevan a esta aseveración.

Inicialmente el día de San Valentín es una celebración tradicional que asimilada por la Iglesia católica en el año 496, siendo el papa Gelasio I quien prohibió la celebración prerromana de las Lupercales (fiesta de remoto origen que se celebraba el 15 de febrero) y, bajo la advocación de San Valentín como patrón de los enamorados, quiso dar un sentido más acorde con el cristianismo.

Si no hay mucha exactitud sobre el origen de las lupercales, situado antes de la fundación de Roma, ni sobre su etimología (para unos de Lupus `lobo´ y Arceo `espantar´ y para otros de Lupus e Hircus `macho cabrío´), menos exactitud hay sobre la existencia y persona de San Valentín.

En la tradición romada, las Lupercales eran una festividad de la Antigua Roma que incluía varios ritos para que los adolescentes se iniciaran en la vida sexual. Se trataba de una de las ceremonias arcaicas que numerosos especialistas coinciden en remontar a los tiempos muy anteriores de la fundación de Roma (753 a. de C.) en las que probablemente, junto a sacrificios humanos, en la Gruta Luperca, donde la tradición sitúa a la Loba amamantando a Rómulo y Remo, un sacerdote sacrificaba un carnero en honor a Fauno (una divinidad de la naturaleza) y, con el mismo cuchillo, untaba la cara de los lupercos (los jóvenes que se iniciaban con el ritual). Después, secaba los restos de sangre con vellón de lana mojado en leche, evocando así la victoria de la vida sobre la muerte, o resurrección que, de alguna manera, supuso para los fundadores de la Urbe tras verse abandonados por Marte, su progenitor,  y haber sido recogidos por el animal.

Acto seguido, cubiertos con taparrabos confeccionados con la piel de los animales sacrificados, los jóvenes salían de la gruta y comenzaban a correr por un itinerario previamente planeado, mientras proferían obscenidades y pegaban con una correa, fabricada también con los restos del carnero, a quien se colocaba a su alcance y, muy particularmente, a las mujeres en edad fértil, en la superstición de que ello favorecía su fecundidad.

A su vez, y según la piadosa tradición cristiana, San Valentín sería un médico romano ordenado sacerdote y afanado en casar a los soldados, a fin de santificar con el sacramento del matrimonio un amor que había prohibido el emperador Claudio I, «El Gótico», quien consideraba incompatibles amar y  la carrera militar. Esta sería la causa de su martirio en el año 270. Sin embargo, lo cierto es que tan poco clara resultaba esta historia que el Concilio Vaticano II dispuso la retirada de dicha celebración.

Mirado con los ojos de la Fe, si Dios es Amor y el sumo Bien, de Él no puede salir nada malo. Por ello, poco o nada tendría que ver el verdadero amor con los enamoriscamientos que hoy se nos promocionan desde los centros comerciales para que, con el pretexto de celebrar un día en pareja, se dé rienda suelta a un fornicio que ya tiene carta de ciudadanía y patente de corso en nuestra sociedad, vergonzosamente secularizada y donde priman el relativismo y permisivismo sobre cualquier razón natural y objetiva, de tal manera que el voluntarismo más descabellado se va imponiendo a las categorías de la razón.

Dejando a un lado amores más perfectos y nada carnales, como los que puede mover a una persona a la afirmación gozosa de renunciar a su vida sexual para mejor y más enteramente consagrarse al servicio de Dios, o a inmolar su vida por su Patria o un ideal… el verdadero amor humano, el de un hombre por una mujer, con idea de estabilidad y abierto a la procreación, poco o nada tiene, tampoco, que ver con lo que encontramos hoy en la publicidad, desde viajes en pareja o cenas con fiestas y bailes, de tono más o menos subido, con posterior alojamiento romántico, que, a fuerza de malpensado, me cuesta creer sea para hacer la digestión… hasta la oferta explícita de preservativos y otros juguetes sexuales para todos los gustos.

Jorge Manrique, uno de nuestros poetas cortesanos del siglo XV, escribiría: «Es amor fuerza tan fuerte/ que fuerza toda razón;/ una fuerza de tal suerte,/ que todo seso convierte/ en su fuerza y afición;/ una porfía forzosa/ que no se puede vencer,/ cuya fuerza porfiosa/ hacemos más poderosa/ queriéndonos defender […] Mi pensamiento -que está/ en una torre muy alta,/ que es verdad/ sed cierta que no hará,/ señora, ninguna falta/ ni fealdad;/ que ninguna hermosura/ ni buen gesto,/ no puede tener en nada/ pensando en vuestra figura/ que siempre tiene pensada/ para esto«. Y en la Voz a ti debida (1933), Pedro Salinas, nuestro gran poeta del amor, dice: «¡Qué alegría, vivir/sintiéndose vivido!/ Rendirse/ a la gran certidumbre, oscuramente,/ de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,/ me está viviendo«.

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Poco o nada, insistimos, tienen estos poemas que ver con la depravación que, entre rosas y bombones, se prodigan estos días por doquiera, bajo el pretexto hipócrita en una sociedad laica y secularizada, que margina la asignatura y a los docentes de religión; mata y persigue cristianos; destruye y profana imágenes y templos; prodiga la blasfemia como cultura y derecho a la libertad de expresión… de celebrar la fiesta de San Valentín, el piadoso médico y sacerdote que, según la tradición, dio su vida por todo lo contrario: santificar el verdadero amor.

Es lógico justo que los comercios quieran vender. No es censurable que para fomentar el consumo inventen jornadas como el día del padre, de la madre, de la mujer, del abuelo… Pero esforzarse tanto en usar el nombre de un santo y mártir para pervertir su espíritu y contravenir los Mandamientos y Ley Natural es una hipocresía mendaz y deleznable.

Ver tanta hipocresía, tanta patraña urdida en torno a San Valentín, y no sólo promovida por el comercio y los intereses, sino ya amparada por los poderes públicos y subvencionada, con frecuencia, por las instituciones que deberían ordenarnos al Bien Común, nos debe hacer recordar que al Demonio se le conoce también como Príncipe de este mundo; y que, pensemos en I San Juan, 2: 16-17 (Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre) en determinados sentidos teológicos, se entiende por mundo aquello que nos aparta de Dios. A fin de cuentas, citando a Antonio Aparisi y Guijarro: «El hipócrita se toma frecuentemente más trabajo para hacerse hombre de bien que esfuerzos necesarios para serlo«.

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