20/09/2024 12:44
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Este manido tópico exhibido por quienes sólo deseaban una época de pesebre abundante sin más horizonte que los de holgura material, no previeron que ninguna época puede garantizar la felicidad sin garantizar los pilares ético-religiosos que velen por la estabilidad social de cualquier bonanza terrenal.

Cogidos en la risueña trampa del “vivir bien”, han traicionado el “ser felices”, por eso no se vuelve a oír la desafiante pregunta de los utópicos enamorados del nuevo paraíso demo-liberal. Ahora, esos mismos, se han quedado sin vivir bien y sin ser felices.

El desencanto de la cacareada libertad democrática, les hace ver que el cielo en la tierra sin corrupciones políticas, sin desigualdades sociales, sin enchufismos nepotistas, sin hambre ni miserias, no está tampoco en los decretos y antidecretos constitucionales ateos del ingenio humano.

Desde el malhadado Vaticano II de hace 50 años, se han venido desmoronando los bastiones de la moral pública y privada, el pensamiento tradicional, la sagrada autoridad en la Iglesia y en el Estado, acarreando la perplejidad en el mundo de la fe, el relativismo consiguiente en las convicciones seculares que configuraban la estabilidad de los Estados y de la vida cotidiana.

Y es que cuando no se cercenan a tiempo los cardos, acaban invadiendo y extinguiendo las flores del jardín. Da la maldita casualidad que los cargos no necesitan de cultivos ni de abonos para su invasión. Sólo las flores requieren atenciones permanentes.

Los siglos de cristianismo tradicional, aunque hayan tenido también esas culpabilidades morales, fruto de la imborrable concupiscencia del género humano, salpicadura lógica del pecado original, tenían la esencial contraposición con el concepto del bien y del mal, del dogma intocable y el ideal de toda sociedad cristiana, defendiendo hasta con guerras ese marco imprescindible de progreso integral en lo divino y en lo humano.

Es la felicidad del sentido sobrenatural y trascendente al que tiende la creatura humana puesto que “nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti” –decía San Agustín-. Sabían que “para descansar en el monte del Señor”, como reza el Salmo 14, había que “hablar la verdad y no usar del dolo en la lengua, temer al señor glorificándole, jurar sin mentir aun en daño propio, considerar despreciable al impío, no dar dineros en usura ni admitir soborno contra el inocente”.

Cuando se monta la vida sobre la mentira y la falsificación de todo con tal del lucro materializante, es que se ha renunciado a todo concepto religioso y así, se estrechan las visiones trascendentes de la bienaventuranza eterna. Meta última del privilegio amoroso de ser llamados a la existencia racional por ser creados a imagen y semejanza de Dios y la creatura se ve forzada a la ley del más fuerte, a las miserias más inconcebibles, a la degeneración de alma y cuerpo acabando en las más vergonzosas e inimaginables situaciones de quienes buscan la felicidad donde no pueden encontrarla por mucho que agucen sus ingenios para el mal.

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El “tanto tienes, tanto vales” equivale a la conversión satánica al ateísmo práctico-materialista, al menos confesado con las obras más que con la pedantería verbal.

Así, asistimos a escándalos inimaginables que no creeríamos hace 50 años, evidenciando un incremento de la degeneración moral denigrante y degradante que no parece tener fin. Y lo malo de esos escándalos diarios y en todos los estamentos, es que con frecuencia nos hacen creer en la normalidad de los mismos, identificando lo frecuente con lo normal, cuando la norma no la marca el número de acciones, sino las exigencias de cada naturaleza. Infrecuente no quiere decir anormal (caso del genio), ni frecuente quiere decir norma a seguir.

El peor escándalo de nuestro siglo es que ya el escándalo no escandalice. Por haber descendido a los niveles de lo infrahumano. El cacareado progresismo queda falseado en su concepto estricto de superación para mejor o perfeccionamiento de lo que ya es bueno, para convertirse en regresismo a las cavernas de lo más pérfido.

Nunca con tantos medios se ha demostrado ser tan inútiles. Se puede vivir bien y ser felices, como lógica consecuencia del vivir en católico, pero si la descristianización es el peor problema del mundo, sus frutos no pueden ser otros que los del “dios del vientre” de que habla San Pablo, “glorificándose en sus vergüenzas”.

La Tradición es una afluencia hacia lo vivificante, mientras que el tiempo sólo por sí, es una afluencia hacia la degeneración y la muerte como rumbo nihilista. La unidad de credo (el verdadero) es una continuidad en el tiempo con meta definida. Por eso una revolución tradicionalista es una vuelta a un eje eterno y norma asentada en bases justas. Tradición es aquello en lo que siempre nos podemos apoyar sin frustraciones ni desengaños. Solo así, el Tradicionalismo y el falangismo fueron pilares que formaron la Cruzada de Liberación, se proyectaron en la paz y nos libraron del telón de acero del gulag soviético.

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Solo los revanchistas perdedores inspirados en el rencor contra los principios de Dios, Patria y Justicia, pueden burlarse de las verdades eternas escupiendo contra la cruz de Cristo que nos trae con la Verdad, la Justicia, la Paz (la de Cristo, no la del mundo), la verdadera Libertad (la de los hijos de Dios, no la del permisivismo liberal) y con esa paz bien usada, la Felicidad: por ese orden.

Conculcadas esas bases católicas, la debilitación colectiva socioeconómica es forzosa y forzada, llegando a avergonzarnos de ser españoles a partir de la muerte del Caudillo, y orgullosos de serlo por las glorias españolas desde Franco inclusive, para atrás.

La nefasta Transición política fue el pretexto diabólico para convertir el cambio en ruptura contra el tesoro tradicional en la triple deslealtad: política (Adolfo Suárez), militar (Gutiérrez Mellado) y religiosa (Tarancón), con la nefanda separación de Iglesia y Estado para mayor ruina, que Pío IX en su Syllabus (1864) condenó contra la doctrina católica.

Para mayor vergüenza se jalea y enaltece a un rey que además de perjuro (contra los principios del 18 de julio de 1936), es un hipócrita implicado en el 23-F con sus amigos monárquicos militares a quienes traicionó, además de excomulgado por sus firmas abortistas (canon 1398 del Derecho Canónico), en un país secularmente católico.

¿Y los últimos Papas? Juan XXIII ocultando el tercer secreto de Fátima, “porque no quería ser profeta de desgracias” –dijo-. Pablo VI decepcionado de los frutos del Concilio diciendo que “el humo de Satanás ha entrado por las rendijas de la Iglesia”, y de “autodemolición de la Iglesia”. Juan Pablo II hablando de “apostasía silenciosa, o el Papa Benedicto afirmando que “la barca de Pedro está haciendo aguas por todas partes”. Por sus frutos los conoceréis.

¿Qué esperaban los modernistas, neoliberales, democratizantes parlamentarios y derechos humanos sin deberes?

Tras este brevísimo análisis, es facilísimo responder a la pregunta susodicha: ¿”Cuándo vivimos como se vivía hasta ahora”? ¡Nunca peor!

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Padre Calvo