03/05/2024 08:23
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Porque en ella se introdujeron las “bombas de explosión retardada” que llevan inevitablemente al enfrentamiento (con cañones o sin ellos):

  1. La Unidad de España
  2. La Monarquía
  3. Derecho a la vida
  4. La Religión
  5. La propiedad privada

Y dicho esto me remito a la información que publicó “El Imparcial”, que yo dirigía aquel año, los días anteriores y posteriores al 6 de diciembre de 1978, cuando se celebró el Referéndum Constitucional.

Pasen y lean:

Ya sé, y bien que me consta, que más de uno de vosotros os estaréis preguntando cómo un periodista de calle se atreve a hablar de un tema tan profundo, como son los distintos Procesos Constituyentes que ha habido en España.  Lo sé, quizás sea demasiado pretencioso por mi parte, pues no se me oculta que «doctores tiene la Iglesia»… Pero, a los que así estén pensando les recuerdo la definición que mi profesor Enrique de Aguinaga hacía del periodista: «Señores, un periodista no es una enciclopedia, sino el hombre que sabe manejar una enciclopedia». Al final, sólo al final, podréis dar o quitar la razón a mi profesor y siempre compañero.

Dos personajes van a ser, quiero que sean, el marco de esta conferencia. Porque ellos han sido los hombres que más influyeron en mi vida y porque, ¡qué diablos!, ambos son, como yo, cordobeses. Son Lucio Anneo Séneca y Juan Valera. Por el primero fui Premio Nacional de Teatro y por el segundo fui Premio Nacional de ensayo. Creo que se tienen ganado citarlos aquí.

Lucio Anneo Séneca dijo, cuando estaba en la cumbre de su saber, una frase para meditar largamente y que evitó, seguramente, cualquier tipo de veleidad política en mi vida. Y que conste que respeto y admiro a todos los políticos. Dijo Séneca:

«A cualquier precio, el Poder jamás es caro».

Tremendas palabras. Tremenda definición de lo que es la política. Tremendo drama para un hombre. «A cualquier precio, el Poder jamás es caro». En más de una ocasión yo me he preguntado si no estarán en estas palabras de Séneca el verdadero problema de España. Porque, señores, el problema de España, no nos engañemos, ha sido, es y seguirá siendo irremediablemente un eterno forcejeo entre unos y otros, una inmensa zancadilla de todos. Una tragedia mil veces repetida.

Sólo al final de su vida cuando ese mismo Poder le condena a muerte, el viejo filósofo se vuelve a sí mismo y mirándose las manos manchadas por la política se pregunta, aterradoramente: «De verdad, de verdad ¿mereció la pena?».

Pues bien señores mis primeras interrogantes de esta noche las hago al hilo de Séneca: «De verdad, de verdad ¿mereció la pena que un millón de españoles se mataran por defender su idea (roja o azul) de España?» ¿Merece la pena que un país tenga que enfrentarse cada equis años a una guerra civil?

Don Juan Valera, uno de los hombres más cultos y más viajeros de su tiempo, decía de los españoles algo que me complace resaltar en esta ocasión:

«Los españoles -decía- somos una raza aparte. Cuando somos soberbios, lo somos más que nadie. Cuando somos humildes caemos en la idiotez o/en tristeza… ¡Ay, el español no sabe ni sabrá jamás ceder sin humillación o ganar sin triunfalismos! ¡Así nos va!…»

Y yo comparto sus palabras. Porque aquí, seamos sinceros, aquí nadie ha cedido jamás un palmo por las buenas ni nadie ha conquistado nada sin la fuerza. Y éste es, desde otro ángulo, otra vez, el problema de España. Terrible y cruel castigo de los dioses este «no saber ceder sin humillarse» o «ese no saber vencer sin triunfalismos». Porque, desgraciadamente, entre uno y otro límite hay millones de muertos de por medio. Y varias Guerras Civiles, y miles de enfrentamientos, y luchas fratricidas, y engaños, y asesinatos, y privilegios ancestrales, y torpezas eternas…

Por eso, yo quiero hacerme esta noche, de la mano de don Juan Valera, otras preguntas que entristecen mi alma y que, como español, me horrorizan:

«Alguna vez, algún día, algún año… ¿sabremos los españoles ceder a las razones del «otro» sin tener que caer en la humillación de la derrota o en el triunfalismo de la victoria»? ¿Podrá un español dialogar con otro español sin necesidad de que tenga que ser un esclavo o su dueño, su enemigo o su aliado? ¿Podremos, de verdad, alguna vez, convivir los españoles sin tenernos que matar?».

Y dicho esto, entremos en materia.

Y para entrar en materia no hay más remedio que hablar de lo que yo llamo «‘teoría del retrovisor».

El problema de España de hoy es que, una vez más, comenzamos a estar divididos. Desgraciada pero ciertamente. Hay españoles que miran con horror el futuro. Hay españoles que miran con horror el pasado. Hay españoles que quieren caminar de espaldas y hay españoles que a toda costa no quieren mirar hacia atrás. ¿Por qué hemos de ser siempre tan radicales? ¿Por qué no hacer lo que diariamente y en cualquier momento tiene que hacer -hace instintivamente- cualquier conductor? Porque un conductor que se precie -y más un conductor de ciudad- tan pendiente va de lo que tiene delante como de lo que viene por atrás. ¡Cuántos muertos se habrá cobrado el volante por esa falta de reflejos para saber estar con la vista a la par en la carretera y en el retrovisor! ¡Y es que puede ser una muerte menos muerte porque sea de frente o sea por la espalda!

Señores, seamos serios.

En este país están ocurriendo muchas cosas que podrían haberse evitado. Y pueden ocurrir otras si somos tan necios que no sabemos evitarlas.

España vive hoy un Proceso Constituyente. Un proceso que puede desembocar en alegría o llevarnos otra vez al llanto. Si se acertara, habríamos superado nuestro propio destino. Si no se acierta, volveremos a las andadas. Esta es la cuestión.

Y vivimos un proceso constituyente porque otra vez queremos -o tenemos- que partir de cero. Como hace cien años, como hace cincuenta años. Se trata de montar un nuevo sistema sobre las cenizas del viejo sistema, como éste a su vez se montó sobre el anterior; y el anterior sobre el anterior… y así sucesivamente. Eso sí, en esta ocasión no fue necesario que hablaran los cañones. Algo hemos ganado. Ahora se trata de establecer la Democracia. Ayer se trataba de traer la República… pero antes fue la Monarquía. Y antes que esa Monarquía fue otra República y otra Monarquía…

¡Y siempre, de por medio el pueblo español! ¡Ese pueblo que tan astutamente saben manejar unos y otros!

Pero seamos realistas.

El «proceso» ha llegado y está aquí. Como llega el »parto» o llega la «otra».

Alegremente, irremediablemente, fatalmente.

¿Y cómo terminará este parto? ¿Va a nacer un niño hermoso o un niño raquítico?

Al menos hay algo que nos debe tranquilizar. Parece ser que toda la familia está de acuerdo en que nazca un niño democrático.

De momento, ya es algo.

Bueno, también en otra cosa debiera haber acuerdo familiar: en que el niño nazca pronto y no se eternice el parto.

Pero, al parecer en este punto ya surge alguna discrepancia. Aunque no se diga en público, algún miembro de la familia quisiera ganar tiempo. Tiempo ¿para qué? Eso no importa. Sobre todo si se está en el disfrute de la herencia. En cualquier caso «ganar tiempo» para el español es una regla de oro.

Por eso también yo la voy a utilizar.

Porque mientras nace el niño, que os aseguro que nacerá en el transcurso de esta conferencia, quiero mirar hacia atrás, por el retrovisor, y ver qué pasó en anteriores ocasiones como ésta.

¿Cómo fueron los otros »procesos constituyentes»? ¿Cómo se salió de los otros «procesos»? ¿Qué desenlace tuvieron en este país los cambios constitucionales?

Sin remontarnos a los Reyes Católicos, que casualmente, llegaron al Poder tras una guerra civil. Sin detenernos en el entronque de los Borbones, que, casualmente, también llegaron tras otra guerra civil… me voy a referir a los que yo considero «grandes procesos constituyentes» de la España contemporánea. Es decir, a las Cortes de Cádiz de 1812, a la «gloriosa» revolución de 1868, al golpe de Martínez Campos y a la República de 1931.

Ya sé que hubo otros «procesos» de por medio, pero intencionadamente los voy a silenciar. Porque esos otros son «procesos» de andar por casa, como hijos naturales de una familia mal avenida que guarda las formas.

Veamos:

Primer Proceso: el de 1812

¿Qué salió de aquellas «Cortes de Cádiz»?

¿Qué querían sacar de aquel gran »proceso constituyente? Está claro que los representantes del pueblo español que pudieron reunirse en Cádiz consiguieron dar a luz, no sin dificultades, una Constitución ejemplar. España atravesaba una «situación límite». Los mariscales de Napoleón y el «gran Ejército» se habían adueñado del suelo patrio y amenazaban el ser de España. Su Majestad el Rey don Femando VII, el Deseado, realista al fin y al cabo, se había entregado y rendía honores al entonces amo de Europa. El rey padre, don Carlos IV, también. Y la nobleza. Y las clases dirigentes… Todos, menos el pueblo llano y sencillo, inculto o analfabeto, zaragatero o triste, que da el do de pecho y se enfrenta al invasor a sangre y fuego para salvar la dignidad nacional pisoteada. Con razón años más tarde diría Ortega que «en España lo ha hecho todo el pueblo, y lo que el pueblo no ha hecho se ha quedado sin hacer».

Fue aquel pueblo, fueron aquellos políticos, los que dieron a Europa un texto constitucional modelo. Porque de Cádiz salieron aprobados varios puntos fundamentales: que la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona; que la soberanía reside esencialmente en la nación y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho a establecer sus leyes; que el Gobierno de la nación española es una Monarquía moderada y hereditaria… y que la religión de la nación española es y será PERPETUAMENTE la Católica, Apostólica y Romana…

Y, sin embargo, el desenlace no pudo ser más triste.

Porque a no tardar mucho aquella alegría de Cádiz se trastocó en llanto. El llanto de miles de españoles que, nada más volver el Rey de su exilio dorado, dieron con sus huesos en la cárcel o tuvieron que huir al extranjero, o, lo que es más grave, pagar con la vida sus veleidades liberales.

Y es que -como diría años más tarde el propio Carlos Marx- de Cádiz salió ya España dividida en dos partes: en la isla de León había ideas sin actos; en el resto de España, actos sin ideas.

Por eso llega la guerra civil. Como colofón de un enfrentamiento visceral, como consecuencia de la radicalidad de dos ideas, como confirmación de que este pueblo no sabe ceder si no es por la fuerza. Fue la llamada primera «guerra carlista».

Segundo «Proceso»: 1868

 

Otra vez España se debate entre dos frentes. A un lado la España oficial que defiende sus privilegios y a una Monarquía desprestigiada y manipulada. A otro lado, la España real, con sus ambiciones personales, que quiere a toda costa un cambio radical. Se trata de sustituir un régimen por otro… Y eso, en este país, ya se sabe a lo que conduce.

Corre el verano de 1868 y en el ambiente se respira algo anormal. De norte a sur y de este a oeste se ha ido extendiendo una calma rara que presagia tormenta inminente.

En los cuarteles se manejan, abiertamente, las listas de los generales que están a favor, las de los que están en contra y hasta las de los «indecisos». Era como si todo el país se hubiera convencido de que el choque era inevitable, de que todo lo que se tenía que hablar ya se había hablado y de que había llegado el momento de las armas.

Por eso no sorprende a nadie el redoble del tambor y las salvas de los cañones en aquel amanecer del 18 de septiembre. El paso ya está dado y otra vez las dos Españas van al encuentro fatal. Triunfan los revolucionarios (¡es decir, los generales que se han sublevado contra el Poder establecido!) y se inicia un nuevo «proceso constituyente».

Un »proceso» que va a derramar ríos de tinta y que sume a los padres de la Patria en el combate dialéctico más extraordinario que conocieron los siglos.

Llegado a este punto me van a permitir que les adentre en aquella vorágine verbal y escuchen conmigo.

Habla el señor Romero Girón: «Señores diputados, en presencia de esta llamada por algunos pavorosa cuestión de Monarquía o República, que verdaderamente ha alarmado los intereses del país en muy diversos sentidos, no temáis que yo penetre en el terreno estéril de la personalidad y que venga aquí a levantar ninguna tempestad en esta especie. Creo que la cuestión sale de la esfera estrechísima, aunque respetable, de la persona, para convertirse en una cuestión de más alta importancia para el progreso y la cultura de la nación, y sobre todo, de más importancia para asegurar la revolución, y más que la revolución, la libertad y la justicia… Por eso os quiero advertir de algo que me parece fundamental y fuera de toda discusión: la clase política de un país, la diversidad de criterio a la hora de afrontar unos mismos problemas, las rivalidades de cuantos quieren gobernar… exigen que por encima de todos exista un Poder moderador, un Poder que sirva de contrapeso a un lado y a otro y nivele las ansias de reforma o los criterios demasiado conservadores. Y yo os digo que ese Poder moderador no puede ser otro que el Poder del Rey. Es decir, de ese ser que no está ni con éstos ni con aquellos, sino con el pueblo. Por eso defiendo la Monarquía…».

Toma la palabra el señor Castelar:

«La Monarquía es para mí la injusticia social y para mi Patria la reacción política. Pero, señores diputados, la Monarquía va a vencer. En cambio, la República -perdonadme que no pueda pronunciar esta palabra sin conmoverme profundamente- es para mí la justicia social y para mi Patria la libertad política. Sin embargo, la República va a ser vencida…

Ahora bien: descended de las abstracciones al terreno político, y decidme: ¿Qué es la democracia?… Y yo os digo: la democracia es el poder de todos. Decidme ahora: ¿Qué es la Monarquía?… Y yo os digo: la Monarquía es el privilegio de uno…, solamente que para vivir más tiempo, institución flexible, yo lo reconozco, ha admitido dentro de sí el privilegio de algunos. Pero decidme, señorías, ¿qué quiere decir el privilegio de uno, o el privilegio de algunos, sino que no ha llegado la hora del derecho de todos?:.. ¿Qué quiere decir vuestra Monarquía, sino que no ha llegado la hora de nuestra democracia?…

Yo, entre las grandes ventajas que encuentro en la Monarquía, la principal es lo mucho que corrompe, y lo mucho que envilece al pueblo… Permitidme, señorías, que diga aún más: todas las Monarquías concluyen lo mismo, absolutamente lo mismo que todas acaban en la corrupción…».

Habla ahora el señor Ríos Rosas:

«Señores diputados… Su señoría…, el señor Castelar, ha hecho un parangón entre los republicanos y los monárquicos… Para Su Señoría todas las monarquías que se han sucedido en la Historia, todas son detestables… Para Su señoría todas la repúblicas son admirables…, y yo pregunto: ¿Es esto verdad? ¿Es esto verdad en la Historia?…

Señores diputados: ¡Un respeto para la Historia! ¡Un respeto para la verdad!… Y todavía más: si las repúblicas han errado poco es porque han vivido poco… La Monarquía española ha tenido también grandes períodos de grandeza, períodos florecientes y abundancia general… No obstante, la Monarquía que queremos ahora, la Monarquía que ha de venir, la Monarquía que está llamando a nuestras puertas, la Monarquía que desea la Nación, la Monarquía que tiene en expectación a Europa y que es la esperanza de España, esa Monarquía será liberal, esa Monarquía no será de proscripción, sino de conciliación y de paz, esa Monarquía será una Monarquía imparcial entre todos los españoles, entre todos los partidos, entre todas las opiniones y entre todos los sistemas… Porque sobreviene la debilidad del Gobierno, sobreviene el desquiciamiento de la Administración, sobrevienen los excesos de los partidos, sobrevienen los excesos de las muchedumbres inexpertas, ignorantes, mal aconsejadas, y entonces todo el mundo empieza a sentir la necesidad de gobierno, todo el mundo desea que haya Gobierno. Señores, malhadada situación, esta terrible alternativa, este similiter cadens de nuestras discordias civiles, no puede parecer más que de una manera; cuando todos nos acojamos a la legalidad común, más o menos imperfecta; a una legalidad donde todos puedan funcionar libremente…».

Pide la palabra el señor presidente del gobierno, general Prim:

«Señores diputados…, confieso que no pensaba tomar parte en este debate, pues me conozco de sobra y sé que me gusta más escuchar que hablar…, pero ahora creo que debo intervenir. Su Señoría, el señor Castelar, ha dicho cosas que merecen contestación. Mejor dicho: lo que quiero es decir a la mayoría que no se confunda con las palabras del señor Castelar… Que el señor Castelar quiera la República a toda costa -y rechace cualquier otra forma de Gobierno- me parece respetable. Pero la mayoría no debe dejarse llevar por este empeñamiento del señor Castelar. La mayoría debe tener su criterio propio…, y sería dar un mal paso político si se dejara llevar por los deseos manifestados por el señor Castelar. Nosotros no podemos ir a la República porque no puede ser, por una razón muy sencilla: porque en España no hay bastantes republicanos para plantearla, porque la inmensa mayoría en España es monárquica, y mientras así sea, el señor Castelar debe considerar la imposibilidad que hay de establecer la República».

Don Antonio Cánovas del Castillo tiene la palabra:

«Habéis creado la monarquía, y biencreada está a mi modo de ver. Habéis creado la Monarquía y habéis hecho muy bien bajo el punto de vista de mis opiniones. Porque la habéis conservado todas sus prerrogativas, o al menos la mayor parte de ellas, y claro es, señores, que conforme a mis convicciones yo no puedo menos de aplaudirlo… Pero el Rey es algo más que las facultades que se le dan, de la mayor parte de las cuales no hace uso jamás: testigo el veto o la sanción de leyes… El Rey, ante todo, es un prestigio, un grande honor, una gran representación…

Creo que la forma más perfecta del Estado, ahora y siempre, principalmente atendido al desarrollo legítimo de la personalidad humana y a la consagración histórica de los derechos individuales, que es la propiedad, la herencia; que así como la eficacia civilizadora de aquel principio se multiplica por medio de la herencia, el principio propio de una sociedad continua, que guarda en depósito el caudal de las generaciones pasadas para las venideras, que es la atmósfera moral de su progreso, de su desenvolvimiento histórico, no es otro que la Monarquía hereditaria.

Y os digo más: si esta gran cuestión monárquica pudiera reducirse en algún tiempo a los límites de una cuestión personal; si esta cuestión monárquica pudiera alguna vez decidirse por simpatías como por antipatías individuales; si esta cuestión monárquica pudiera resolverse con el criterio individual y no con el criterio de la posibilidad de los intereses y del bien general de la Patria, y no temo decirlo, yo os lo voy a decir y lo diré cien veces; aquí, dentro de mi corazón; aquí, dentro de mi espíritu; aquí, dentro de mi conciencia, no hay más que una simpatía, y esa simpatía es por el príncipe Alfonso.»

Pero, en qué queda, de verdad, esta verborrea.»

¿A dónde conduce el nuevo «proceso constituyente»?

Veamos:

Primero a un clima de tensión y miedo, de atentados y asesinatos, que culmina, precisamente, con la muerte violenta del propio presidente del Consejo de Ministros, el general Prim.

Después, el cambio de Monarca y a un gobierno de concentración. Luego, a una república anárquica que destroza la unidad nacional y a un gobierno de salvación que implanta el Ejército tras «arrojar» por las ventanas del Congreso a la flamante Democracia. Y, por último, al golpe de Estado de Sagunto… no sin tener que soportar otra vez el drama de la guerra civil. Una guerra civil que no es sólo el enfrentamiento de «carlistas» e «isabelinos».

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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