Razones hay más que suficientes para repudiar la nefasta gestión de los políticos, que nos están llevando a la ruina, al menos en España. Motivos fundados no faltan para criticarles duramente por los numerosos casos de corrupción, por colocar los partidismos por encima de los intereses nacionales y acabar con el sentimiento nacional, por haber provocado un enfrentamiento social cuando veníamos de una convivencia pacífica, en la que todos los odios y rencores habían sido superados. Reprobable en fin, es la casta política española por habernos conducido a un estado de miseria humana y espiritual, donde no se respeta el derecho a la vida de los inocentes, ni se garantizan los derechos fundamentales de todo ser humano a tener un trabajo justamente remunerado y una vivienda digna. Nada de particular tiene que la ciudadanía haya perdido su confianza en estos profesionales de la política, a los que se critica sin piedad y se tiene de ellos la peor opinión. No podía ser de otra manera, pues bien merecido se lo tienen. Las cosas como son. Lo que no acaba de entenderse es por qué después de tantas frustraciones, el ciudadano sigue tropezando con la misma piedra y continúa votando a quien previsiblemente se sabe ya de antemano que va a resultar un fiasco. Esto sólo tiene una posible explicación y es la de que los ciudadanos más que votantes son unos forofos que de modo visceral y ajenos a toda conciencia crítica, encuentran en las urnas una forma de satisfacer sus más elementales sentimientos, alimentados por fobias y prejuicios. Los mismos que dicen que odian y están en contra de la corrupción, son los que siguen votando a los partidos plagados de políticos corruptos.
El pueblo tiene todo el derecho del mundo a manifestar su enfado y hace bien en poner el grito en el cielo por tanta tropelía; lo que sucede es que sólo quejarse no es suficiente y para ser un ciudadano honrado y responsable como Dios manda, hace falta también compromiso y ejemplaridad. Lo que nos falta en muchas ocasiones. Si hemos de ser justos, también nosotros los ciudadanos normales y corrientes dejamos mucho que desear, por lo que debiéramos entonar el “mea culpa”. El materialismo, pasotismo y egocentrismo de los nuevos tiempos, ha hecho presa en nosotros convirtiéndonos en sujetos anodinos, preocupados tan solo por nuestro personal bienestar. Los ciudadanos, al igual que los políticos, hemos renunciado a los valores fuertes y nos hemos conformado con los valores light, en un mundo donde la economía es todo y lo representa todo, hasta el punto de que “entre el honor y el dinero lo segundo es lo primero”. Hablamos de la corrupción de los políticos y nada decimos de la corrupción instalada en la sociedad, en las familias, en las instituciones y hasta en el corazón mismo de los ciudadanos. En este asunto no se puede ser maniqueos y pensar que de una parte están los buenos y de otra están los malos, cuando la realidad es que tanto unos como los otros han salido de la misma cantera. Los políticos no son unos alienígenas que han aterrizado en nuestra tierra, son ciudadanos como todos los demás marcados por los mismos rasgos de identidad característicos de nuestra actual cultura. Fue Joseph Maistre a quien se le ocurrió decir que :“Cada pueblo o nación tiene el gobierno que merece” frase que André Malraux intentó posteriormente corregir diciendo que “ no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tienen los gobiernos que se les parecen”. Está claro que gobernantes y gobernados son cómplices, pero detrás de los mismos hay algo más.
Tanto unos como otros son víctimas de los postulados más que cuestionables de la cultura vigente que, a fin de cuentas, es la última responsable de todo lo que nos está pasando. De poco va a servir cambiar de bueyes si seguimos caminando en dirección equivocada porque, no nos engañemos, la política no es más que un apéndice de la cultura y si ésta anda errada, será motivo de confusión generalizada. En el discurrir de los tiempos las ideas han ido siempre por delante y son las que van marcando el ritmo de la historia. Cada cultura tiene sus rasgos característicos que influyen en el ser y comportamiento de las personas. En cierta manera cada cuál es hijo de la cultura que le ha tocado vivir. A nosotros nos ha tocado vivir en la la posmodernidad, en la que el cientificismo y el relativismo lo llenan todo. Es la era del vaciamiento y el pensamiento débil y así no se puede ir a ninguna parte. La pérdida de los valores morales y sociales nos ha dejado a la intemperie, con pocas posibilidades de sustraernos a conductas antisociales y deshumanizadoras. La crisis de humanismo que venimos arrastrando desde hace décadas, ha repercutido en la gobernabilidad y en el sistema de representatividad, cuyos vínculos entre representantes y representados se van debilitando cada vez más pero, sobre todo, esta crisis se está dejando sentir en las relaciones interpersonales. Lo que ahora cuenta es el bienestar personal. Los otros son unos extraños a los que sólo se les tiene en consideración cuando nos pueden reportar algún beneficio. ¿Dónde queda la solidaridad y las aspiraciones al bien general como base de todo comportamiento político?
La posmodernidad nos ha traído un desarrollo técnico hasta ahora desconocido, del cual nos estamos beneficiando; podemos disfrutar de un alto nivel de vida, esto es innegable, pero hemos quedado presos en la red desintegradora de la producción y el consumismo, olvidándonos de los valores humanos y morales que son los que debieran conformar el entretejido de la vida política y social. Existe un sentimiento generalizado de que es necesaria una regeneración política de la que todo el mundo habla y que nunca acaba de llegar, porque tal tipo de rehabilitación política no consiste en el fortalecimiento de la democracia, como algunos creen. Nada de esto. Con lo que sí tiene que ver la regeneración política es con la regeneración ética, de todo punto imprescindible, de tal modo que sin ésta no se puede dar aquella y es aquí donde surge el problema, toda vez que nuestra cultura posmoderna no dispone de las plataformas referenciales necesarias para poderla llevar a cabo, después de haber vaciado de contenido objetivo las ideas de Verdad, Bien y Belleza. Para los hijos de la posmodernidad no existen absolutos en que fundamentar la reconstrucción ética. Lo único de lo que se dispone es del positivismo jurídico, basado en el consenso social, o del cientificismo al uso, que resulta a todas luces insuficiente para poder llevar a cabo una reconstrucción moral a fondo.
Así las cosas, sólo queda una salida que no es otra que una revolución cultural en toda regla, capaz de sacarnos de este atolladero en que nos encontramos. La historia no se detiene y los cambios de ciclo tarde o temprano llegan. Por lo que a nosotros respecta, ya hemos comenzado a percibir los primeros síntomas de que estamos al final de una era y comienzos de otra. El futuro se vislumbra como un presente, aunque todavía difuso. ¡Ojalá aparezca alguien con la mente clara, que sea capaz de volver a poner las cosas en su sitio y nos abra las puertas hacia un humanismo luminoso y esperanzador!
Autor
- Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, habiendo obtenido la máxima calificación de “Sobresaliente cum laude”. Catedrático de esta misma asignatura, actualmente jubilado. Ha simultaneado la docencia con trabajos de investigación, fruto de los cuales han sido la publicación de varios libros y numerosos artículos. Sigue comprometido con el mundo de la cultura a través de la publicación de sus escritos e impartiendo conferencias en foros de interés cultural, como puede ser el Ateneo de Madrid. Su próxima obra en la que lleva trabajando bastante tiempo será “El Humanismo cristiano en el contexto de una Antropología General".
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El materialismo y el relativismo no han surgido por azar ni de la nada (como les gusta decir a los evolucionistas). Son fruto del odio a la civilización cristiana, son hijos de la soberbia y del odio.
Dicen que los Protocolos de Sión son una obra de ficción, pues entonces hay que hacer de su autor un genio del pensamiento universal, porque acertó en todo. Y, como dijo F.D Rosevelt «Si algo sucede en política puedes apostar a que estaba planeado». Plan, esa es la palabra clave y la palabra tabú, proscrita, censurada y evitada en el siniestro momento que nos ha tocado vivir.
Tavistock, escuela de Frankfurt… esos criaderos de ideas que siempre, siempre, apuntan a la línea de flotación de la civilización cristiana, pero luego resulta que «es la sociedad que progresa y avanza en derechos y libertades» la que pide los cambios que la destruyen.
D. Angel lo que necesita España es una Revolución, que transforme toda la «mierda» que hay y regenere en profundidad todo para un cambio necesario.
No puedo estar más de acuerdo con tu articulo, la sociedad vive inconsciente de la realidad, todo vale para conseguir lo que se desea, deseo casi siempre dirigido a lo mismo, dinero, viajes, juergas y adicciones poco recomendables.
El relativismo descrito sirve para todo, sobre todo, para despreciar lo que tiene valor, la humanidad, el respeto, el esfuerzo y la sensatez.
Un abrazo Angel