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Recuperamos para ustedes un interesante trabajo del teólogo Santiago Madrigal Terrazas, en el que rescata la figura de un santo de la Hispania visigótica, San Millán de la Cogolla, apoyándose en el relato literario del maestro universal de la lengua castellana, Miguel de Cervantes, aprovechando varios diálogos entre Don Quijote y Sancho donde, uno y otro, se tildan recíprocamente de “teólogos”. La escena tiene lugar en la casa del caballero del verde gabán, Diego de Miranda, cuando el hidalgo manchego explica en qué consiste “la ciencia de la caballería andante”:
“Es una ciencia que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo”, de modo que quien la profesa ha de ser jurisconsulto, médico y herbolario, astrólogo, matemático, además de “estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales”: “ha de saber nadar y herrar un caballo, ha de guardar la fe a Dios y a su dama y, también ha de ser teólogo para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adonde se le fuera pedido”.
La ciencia de la caballería andante nos acercará a contemplar la vida de San Millán, el santo riojano nacido en Berceo hacia el 474, ya que sus andanzas se configuran como un pausado caminar -comenta el autor- ya que, en el fondo, el vivir del cristiano es un caminar hacia Dios. La vida en el Quijote desarrolla esta misma idea, y la historia del ingenioso hidalgo se sostiene sobre la “conversión” del sosegado Alonso Quijano a la caballería andante, en estos términos: “No todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo; religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria”.
Cervantes ha jugado con esta contraposición del fraile y del caballero de la triste figura con estas palabras: “No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el de encerrado religioso”.
Poco antes de mediados del siglo XIII, un ilustre monje de La Cogolla, Gonzalo de Berceo, escribió una versión romanceada de San Millán:
Qui la vida quisiere de sant Millán saber,
e de la su historia bien certano ser,
meta mientes en esto que yo quiero saber:
verá a dó envían los pueblos so aver.
El primer poeta castellano vino a popularizar en la incipiente lengua castellana unos hechos recogidos hasta entonces en latín. La biografía de Emiliano, escrita por el obispo de Zaragoza, San Braulio, constituye la piedra angular sobre la que se asienta el edificio emilianense, que ha pervivido hasta nuestros días.
El teólogo utiliza cuatro formas de representación de la vida de San Millán: pastor, ermitaño, presbítero y monje.
La primera escena tiene lugar en el pueblo y lugar de Berceo: “El que había de ser pastor de hombres era pastor de ovejas”. “Y como es costumbre de pastores lleva consigo una cítara para que, asistiendo a la guarda de su ganado, el decaimiento no se apoderase del alma ociosa y no ocupada en algún ejercicio”; …convirtió el material de la cítara en instrumento de letras, y levantó el alma de un pastor a la contemplación de las cosas soberanas”.
La segunda tiene lugar cuando Emiliano fue en busca del ermitaño Felices que habitaba en los riscos sobre el río Ebro para que fuera su maestro, convirtiéndose él mismo en anacoreta. Aprendió a leer y escribir, en latín, como resalta el teólogo, estudia doctrina y conoce la liturgia. Como dice Gonzalo de Berceo: “Fue en poco tiempo el pastor psalteriado”; el salterio es la Biblia en pequeño. Seguramente, el salmo 119 iluminó sus afanes; “Lámpara es tu palabra para mis pasos”. Antes de volver a lo más apartado y escondido del monte Distercio.
Aquella fue su Arcadia, su lugar feliz, donde haría suyo el sentir de la pastora Marcela, en cuyos labios puso Cervantes estas palabras: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”.
En una tercera escena, el pastor ermitaño pierde esta situación idílica al convertirse en presbítero: “Desde luego le pareció a Millán cosa dura y grave el huir y oponerse como duro y grave le parecía el que, de su soledad, que era para él un cielo, le volviesen al mundo”.
Resulta curioso destacar que, entre los santos de la caballería andante, esté San Martín de Tours, el que “partía la capa con el pobre”, y añade Cervantes con humor: “Debía ser entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era caritativo”.
La escena cuarta San Millán pasará: “El resto de su vida que ahora se llama su oratorio”. Gonzalo de Berceo lo dice: “Tornóse a las cuevas do morara primero”. Su biógrafo refiere la lucha de este atleta del rey eterno con el enemigo del género humano. Encajan bien estas reflexiones de Don Quijote sobre esa lucha y la fama que le corresponde: “Los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene un fin señalado. Así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos”.
La fe sencilla de San Millán aflora de nuevo en una escena del Quijote: el diálogo de amo y escudero sobre la providencia divina, tras la desgraciada aventura de los rebaños que les había vaciado las alfonjas dejándoles muertos de hambre.
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