18/05/2024 10:45
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En los albores del siglo XIX los ideales modernistas se impusieron hasta llegar a ser modelos estructurales, llamados a mantener en pie la construcción de un nuevo sistema de valores morales y religiosos. Se partía del supuesto de que el Dios de la fe había quedado anticuado y se hacía necesario sustituirlo por la Diosa Razón que permitía ver la vida, el mundo y la realidad, de forma diferente. El cambio que ello supuso alteró sustancialmente la visión cosmogónica y humanista hasta entonces vigente, pero aun con todo seguía existiendo un referente racional con unos principios, patrones y reglas inamovibles, que se encaramaba por encima de la arbitrariedad. Con el paso del tiempo habríamos de ver cosas aun más sorprendentes y asistir a una época histórica presidida por el relativismo, en que no quedó títere con cabeza y donde la subversión de valores , tal como pronosticara Nietzsche, se instaló en la sociedad, de tal modo que las esencialidades dejaron de ser relevantes, mientras que lo accidental pasó a ocupar el primer plano.
Dentro de este relativismo generalizado sucedió que el hombre se erigió en medida de todas las cosas, por lo que ya carecía de sentido hablar de la Verdad y del Bien, puesto que todo era igualmente válido, dependiendo de la voluntad caprichosa de cada cual. Con ello parecía que habíamos tocado fondo y llegado hasta final; pues no. Resulta que ahora hace su aparición «el Pensamiento Único» que de forma despótica e interesada se ha olvidado del relativismo, para decirnos al resto de los mortales cómo tenemos que pensar y que es lo que debemos hacer, si es que no queremos ser víctimas de severas represalias y merecedores de duros castigos. ¿Cabe mayor despotismo? Quienes ahora tienen la llave de todo discernimiento ya no son las autoridades religiosas, ni los sabios y prudentes o dechados de virtudes sino los políticos, convertidos en auténticos gurús del nuevo orden social recientemente establecido. Imagínense Vds. los políticos, nada menos que los políticos desempeñando el papel de rectores y árbitros supremos, llamados a discernir lo verdadero y lo falso, lo que está bien y lo que está mal, asistidos eso sí por los medios de comunicación a su servicio, que hacen de portavoces encargados de crear la opinión pública.
En este contexto, nada es de extrañar que hayan hecho su aparición doctrinas y pautas de comportamiento aberrantes que, a pesar de ir contra el sentido común, van adquiriendo carta de naturaleza toda vez que son presentadas como progresistas, imbuidas de un espíritu igualitario y con el atractivo suficiente como para encandilar a las masas. Entre todas ellas merece destacar la comúnmente conocida como la «Ideología de Género», que de alguna manera puede ser considerada como el santo y seña que caracteriza a nuestro siglo y que en algunos países europeos se está imponiendo a la fuerza a basa de decretazos, porque por la vía científica o racional es imposible convencer a nadie de que el hombre y la mujer son idénticos, que las diferencias de sexo no existen, que el matrimonio homosexual es homologable al matrimonio heterosexual o que la homosexualidad hay que promocionarla en las escuelas. A pesar de todo, los políticos en Europa han conseguido que estos supuestos y muchos más, sean tenidos por dogmas intocables y mucho cuidado con oponerse a ellos, si no quieres verte metido en un lío morrocotudo. Para decirlo con pocas palabras; libertad de expresión existe, pero solo para los que se mueven dentro de lo políticamente correcto.
A este discurso del malentendido igualitarismo, propiciado por los mandatarios políticos, se le ha sabido presentar como signo de progreso, liberador de prejuicios ancestrales, que venían operando en contra de los débiles e indefensos, de modo y manera que todos aquellos que no estuvieran a favor del mismo, pudieran ser acusados de odio y homofobia, cosa que manifiestamente es falsa y en nada se ajusta a la realidad, pues el mero hecho de que alguien se niegue a admitir la identidad de sexos y a sacralizar la homosexualidad, no quiere decir que se niegue a profesar el más profundo respeto por cualquier ser humano, también naturalmente por el homosexual, en cuanto persona que es, más aún nada impide sentir admiración por aquellos homosexuales que aun siéndolo, reniegan de la práctica de la homosexualidad y no la ven como una virtud sino todo lo contrario. Este tipo de homosexuales existe y la pregunta ahora es: ¿También a ellos hay que condenarles por odio y calificarles de homófobos? Desde hace ya muchos años de forma sabia y prudente, la Iglesia Católica supo definir esta situación diciendo, que hay que ser tolerante y respetuoso con el pecador e intransigente con el pecado. Esto es lo que muchos no quieren entender.
Europa se coloca en la dirección equivocada al no vincular el sexo al efecto biológico, que garantiza la perpetuidad de la especie y con ello está poniendo en peligro su propia supervivencia. Las estadísticas nos hablan de que de seguir así el índice de natalidad entre Oriente y Occidente, no tardando mucho veremos el continente europeo islamizado. Es evidente que Europa al renunciar a sus propia identidad se ha hecho traición así misma, al subvertir los valores que la hicieron grande, ha quedado sumida en el raquitismo moral y al olvidarse de sus propias raíces carece ya de fuerza para poder crecer espiritualmente. Si aspira a seguir siendo esa comunidad influyente en el mundo que un día fue, debe tomar muy en serio las advertencias que le llegan desde Roma y tratar de recuperar esos valores fundamentados en la ley natural, que siempre estuvieron ahí y representaron el alma del viejo continente.
Cierto es que Europa sigue apelando a los valores cívicos, con resultados positivos en orden a las relaciones humanas y la convivencia, pero ello resulta insuficiente para superar la molicie y el materialismo ramplón en los que nos encontramos postrados y todos sabemos por experiencia histórica qué es lo que sucede con esas culturas que se mueven en esos parámetros y que ya hace un siglo Oswal Spengler venía a recordárnoslo con su brillante obra titulada «La decadencia de Occidente». Por todo esto y por alguna razón más, Europa está necesitando un debate sincero y profundo sobre este tema, se necesita tomar conciencia del mismo y extraer las consecuencias oportunas y pertinentes. No querer ver en el aborto una forma de barbarie de la que Dios y la historia nos pasarán cuentas, negarse a admitir que solo una familia estable, bien estructurada y abierta a la fecundidad, puede ser la base de una sociedad sólida es cerrar los ojos ante la evidencia. En fin, las encuestas están ahí para hablarnos del serio peligro que se cierne sobre el continente europeo. No es el momento aquí y ahora de aburrir con cifras estadísticas interminables, tan solo apuntar que «entre el 16 y el 20 por ciento de los nuevos europeos nacen en hogares mahometanos, que el número total de musulmanes en Europa supera ya los 12 millones, más del 3 por ciento de la población continental, que la pareja media europea tiene hoy menos de 1,4 hijos, frente a los 3,6 hijos de una pareja inmigrante musulmana». De seguir así las cosas fácil es adivinar lo que puede suceder en un futuro no tan lejano.
La «Eurabia» ha dejado de ser una utopía y ya se habla de ella como de un proceso irreversible a mediano plazo. El Islamismo sabe lo que quiere. Allá por los años 70, a raíz de la crisis del petróleo, los dirigentes de la Unión Europea se vieron obligados a dar satisfacción a los países productores árabes, que exigían que en la Constitución Europea no se hiciera ninguna mención a las raíces cristianas de Europa y que en su suelo las demás religiones fueran equiparables a la religión cristiana. Los árabes sabían muy bien lo que pedían y sobra todo comentario al respecto.

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