19/05/2024 02:23
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Fernando Sánchez Dragó se distinguió en sus últimos años por haber ordenado, serenamente, todo lo relativo a su muerte. Y por eso su muerte nos impacta. Porque heredó esa vieja tradición de caballeros que consiste en mirar a la muerte como a una novia, y en ordenar cuentas y cuentos antes de la última partida, preparándose con delectación para ese encuentro, observado como el más poético trance. Contaba que se hizo con un ataúd y con un pedazo de tierra para que los suyos no tuviesen que preocuparse de nada cuando sucediera. Un ataúd que puso frente a su escritorio, para recordarse la inminencia insegura del destino de todos, y de todo, que es el polvo besando la madera y la indiferencia de la luna, como cantó Foxá, ante la propia caja.

Pienso en el caudal millonario de vida y lecciones que con su estertor desemboca en el mar de lo pretérito. Sin estruendo alguno. A ese mar sin agua, a esa nebulosa donde habita lo ido, va también todo lo que pendía vivo por el cordel de su melancolía. Esa patria literaria que se desvencija con su muerte como un animal decadente que termina por caer al suelo, pues la existencia de Fernando era como un tegumento que, una vez desaparecido, permite el festín de los cuervos, entre un desfile funeral de desérticos rastrojos.

No es tópico decir que perteneció a una saga de hombres cuya extinción definitiva, en este día, está al borde de su consumación: la del escritor para el que la vida no era más que leña que hacer arder en la chimenea del autoconocimiento, siendo la literatura y el arte los atizadores del fuego. Siempre recordaba el consejo de Hemingway: el artista ha de mezclarse estrechamente con la materia, y eso le diferencia del burócrata del saber o de la obra, y sus productos, la erudición opaca en el hombre y su proyección sobre las cosas, o bien la literatura funcionarial que ni pincha ni corta.

Vivió Drago a la medida de su estética, que era, a la inversa, emanación de su arte de vivir. Lo demás, bien lo sabía, nada vale, salvo como pobre hormigón de una vanidad que sólo ha de provocar lástima al humilde y carcajada a los sabios que ya no existen.

Me pregunto, no sin un regusto de estremecimiento en el gaznate, qué pasó por sus ojos esmerilados de recuerdos, por su alma preparada y disponible para el más allá, en el minuto en el que se cerraba su obra de arte con la firma trágica. Me pregunto, Fernando, si fue el mañana o el ayer, el hijo que no verás crecer más, de mayor, o los días azules de tu infancia. Cuando, de la mano de tu madre, forjaste tu mirada de escritor en ese Madrid inalcanzable, de tranvías, cucuruchos de canela y horchatas en verano, que vivía en tu espíritu y en tu voz. O quizás fue el amor. Fue el rostro de Caterina.

Ese misterio es el único de tu vida que quedará vedado para siempre. Los otros fueron ofrecidos a tus camaradas de la letra impresa, del diálogo que, al decir de Gómez Dávila, es el único respetable: el que se da entre un hombre que lee, en el silencio de su estudio, a otro hombre que escribe, en la soledad de su silencio.

Los jóvenes desahuciados por el sistema, por la cultura oficial, por la vida convertida en simulacro, te vimos como un viejo y resistente pirata, señalándonos las rutas de botines ignorados y hermosos. Tus restos bogan ya entre los peces y las perlas. Entre los restos del naufragio, nos emborrachamos con el ron de la melancolía, brindando por aquellos tiempos que a través de ti pudimos vislumbrar.

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