20/09/2024 08:40
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EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE FRANCO realizado por un equipo que formaron José María Gallardón, José Manuel Ortí Bordás, Fernando Vizcaíno Casas, Ángel López-Montero, Fernando Latorre y Julio Merino.

Fue con motivo del número 100 del “Heraldo Español” y se publicó en un número especial que alcanzó la semana del 14 al 20 de julio de 1982 (tan solo hacía 7 años de la muerte del Caudillo y 43 que había finalizado la Guerra Civil). Julio Merino, director del “Heraldo” reunió a sus columnistas y colaboradores fijos para que cada uno de ellos hiciese un estudio de la obra política de Franco y el resultado de aquellos estudios fue el que se publicó en las páginas del semanario.

Naturalmente, y por su extensión “El Correo de España” lo publicará en varias entregas.

La iniciamos hoy con el texto con el que el “Heraldo Español” inició su publicación:  

EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE FRANCO

LA llegada de la República significó para Franco (como para todos aquellos que no habían conocido en su vida otro régimen que la Monarquía) un gran trauma interno y mental. Sobre todo por la forma sorpresiva en que lo hizo (al decir del almirante Aznar «España se acostó aquella noche monárquica y se despertó republicana») y por las cosas que se dijeron en contra de la Corona y del propio Rey. Que el pensador que había ilusionado a las juventudes de su tiempo con aquel trallazo de idealismo que fue «Vieja y nueva política» en 1914 gritase ahora en su «error Berenguer» su decisivo y definitivo «Delenda est Monarchia»… había calado hondo en los corazones de todos los españoles. Que los más representativos políticos de la derecha (Sánchez Guerra, Alcalá Zamora, Maura…) hubiesen renunciado a su monarquismo y hubiesen abierto las puertas a la República… había sembrado la discordia en las mentes más sinceras.

Fue entonces, a partir del 14 de abril, cuando Franco «choca» frontalmente con la política. Porque por primera vez, tal vez, se produce en su fuero interno el enfrentamiento de sus sentimientos y la fuerza de los hechos. Por primera vez se da cuenta (y tiene que aceptar) que la soberanía no es inmutable y que el pueblo español ha roto en un abrir y cerrar de ojos las ataduras de la España tradicional. Y algo se rompe también en el espíritu del general más joven de Europa: su imagen del Poder. Para Franco comienza una nueva etapa. De ahí, quizás, su sorpresa y su conato de rebeldía cuando por la fuerza y «por escrito» tiene que arriar la Bandera («su» Bandera) en la Academia General de Zaragoza («su» Academia) y ver anotar en su «Hoja de servicios» la primera sanción de su corta pero intensa vida militar:

«Por orden manuscrita de 22 de julio de 1931, dirigida al General de la V división orgánica, se le manifiesta para conocimiento del general a que se contrae esta hoja de servicios, el desagrado producido por la alocución pronunciada el día 14 del mismo mes con motivo de la despedida de los cadetes, en cuya alocución se formularon juicios y consideraciones que, aunque en forma encubierta y al amparo de motivos sentimentales, envuelven una censura para determinadas medidas del Gobierno y revela poco respeto a la disciplina y que en lo sucesivo se abstenga de manifestaciones semejantes y atempere su conducta a las elementales exigencias de la disciplina, de que ha hecho caso omiso en la repetida alocución; debiendo hacerse constar esta orden ministerial en la documentación personal del interesado para que surta los debidos y oportunos efectos».

La política ha entrado de lleno en la vida de Franco…, y curiosamente lo ha hecho por la puerta del castigo: el primer castigo en una carrera profesional llena de triunfos, de ascensos por méritos y de honores. No extrañará, pues, que a lo largo de toda su vida posterior sienta como cierta animadversión por la política y, claro está, por los políticos.

 

Pero, esa aparente «animadversión» no quiere decir que Franco no sintiera respeto por la «política»…, como han querido hacer creer sus enemigos. Porque la verdad es que Franco, a partir de ese momento, comprende que para servir mejor a la Patria no hay más remedio que estudiar a fondo los problemas nacionales y sus posibles soluciones. Es decir, «entrar en política» y estudiar las distintas opciones o «alternativas» políticas que se enfrentan o luchan por el Poder.

 

A esas alturas de su vida Franco sabe ya que España necesita una gran transformación social y un rotundo «rejuvenecimiento» de sus estructuras políticas. Pero, sabe también que lo uno y lo otro no podrán venir nunca de la revancha, del odio o de la lucha de clases. Como sabe, por sus aficiones históricas, que España sólo fue grande cuando sus hombres y sus tierras permanecieron unidos y fieles a un mismo credo.

 

De ahí que su «pensamiento político» pueda sintetizarse en unos cuantos y simples «principios fundamentales»: la Unidad de la Patria; el orden y el trabajo; la justicia social; la autoridad y el respeto a los valores del hombre… y el sentimiento religioso-católico de la vida.

 

Lo demás es circunstancial… sólo circunstancial.

Ahora, veamos cómo «vive» la política en tiempos de la República, o sea hasta el 18 de julio de 1936, y qué hace después, o sea cuando la fuerza de los hechos le pongan al frente de los destinos de España como Caudillo y Jefe del Estado.

«En aquella República de improvisadores -dice Ricardo de la Cierva- se encomendó la cartera de Guerra por su libro de 1918, los Estudios sobre política francesa, que solamente comprendían el primer tratado: un análisis discutible, pero profundo sobre la política militar del país vecino».

Sólo por eso. 

Es decir, por haber escrito un libro, don Manuel Azaña va a ser el «gran bisturí» del «cáncer militar».

Y, naturalmente, los militares españoles se ponen como locos a leer aquel libro. Y, ¿qué encuentran?

Un ministro de la Guerra que, ya de entrada, dice:

 

«…la inevitable supresión del Ejército permanente es una ganancia absoluta, un bien puro, sin mezcla de mal alguno. En España es todavía más: abolir el sistema militar vigente es una cuestión de vida o muerte… Realiza además el Ejército, por la misión que se le ha dado en España, una obra de corrupción política…».

 

Lo que provoca, cosa muy natural, en aquellos hombres que han pasado los mejores años de su juventud en la guerra de África todo un terremoto de pasiones encontradas. Luego, el nuevo Régimen, o sea la República, piensa que «abolir el sistema militar vigente es una cuestión de vida o muerte»…, luego, la República no es buena para el Ejército.

 

Franco permanece callado durante los días decisivos y trágicos de abril. Mientras Sanjurjo inclina la balanza y los Capitanes Generales esconden la cabeza debajo de las alas, el general más joven de Europa se encierra en «su» Academia aparentemente tranquilo. Pero, cuando el General Gómez Morato, que se ha hecho cargo de la Capitanía General de Zaragoza, le pide que cambie la Bandera se niega a hacerlo hasta recibir la orden «por escrito». Y «su» Bandera es la última bandera rojo y gualda que ondea en la España ya republicana.

 

Todavía hay más. Cuando el «ABC» publica el rumor de que va a ser nombrado «nuevo Comisario Superior en Marruecos» Franco no duda en enviar al periódico, «hasta ayer monárquico» la siguiente carta: «Zaragoza, 18 de abril de 1931. Excelentísimo señor marqués de Luca de Tena. Mi distinguido amigo: habiendo aparecido en el periódico de su digna dirección un retrato mío con la expresión de haber sido destinado para ocupar la Alta Comisaría de España en Marruecos, mucho le agradeceré rectifique tan errónea noticia, pues ni el Gobierno Provisional que ahora dirige la nación ha podido pensar en ello ni yo había de aceptar ningún puesto renunciable que pudiera por alguien interpretarse como complacencia mía anterior con el régimen recién instaurado o como consecuencia de haber podido tener la menor tibieza o reserva en el cumplimiento de mis deberes o en la lealtad que debía y guardé a quienes hasta ayer encarnaron la representación de la nación en el régimen monárquico. Por otra parte, es mi firme propósito respetar y acatar, como hasta hoy, la soberanía nacional, y mi anhelo que ésta se exprese por sus adecuados cauces jurídicos. Muy atentamente le saluda su afectísimo amigo, que estrecha su mano, Francisco Franco».

 

Pero, el cierre arbitrario y sorpresivo de la Academia General (algo así como la legalización del Partido Comunista muchos años después) le saca de sus casillas y le pone al borde de la indisciplina. Es la primera vez que Franco pierde los nervios, la primera y tal vez la única, con o ante el nuevo Régimen. Es entonces cuando pronuncia aquellas famosas palabras sobre la disciplina que tanto y tan bien conocen todos los militares españoles:

 

«¡Disciplina!… Nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina!… que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!… que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos».

 

Porque, a partir de ese momento las cartas ya están marcadas y las posiciones claras, muy claras. Franco acata la decisión del Gobierno con el convencimiento de que, tarde o temprano , no habrá más remedio que oponerse a ese Gobierno.

 

«Como en sus anteriores residencias ovetenses -escribe Ricardo de la Cierva- Franco combina la dedicación al estudio -centrado ahora cada vez más en temas políticos- con el comentario y el análisis de las noticias españolas y extranjeras en un año que, para lo interior y lo exterior, se marca cada vez más profundamente con los signos de la crisis total de las instituciones, de los regímenes y hasta de las grandes ideas­fuerza de la política, la economía y la sociedad: son las vísperas españolas y universales del hundimiento material y moral de la Democracia…».

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Y allí, en Oviedo, pasa el verano y permanece hasta que el señor Azaña le reenvía a La Coruña. En esos meses la República comete casi todos los fallos que a la postre la llevarían primero a la guerra y luego a la tumba. Entre ellos la propia promulgación del texto constitucional, con su «España ha dejado de ser católica» y su Ley de Defensa de la República. El «no es esto, no es esto» de Ortega ya estaba en la calle y en todos los cafés del país.

 

Azaña sigue «triturando» al Ejército con sus leyes y sus «reformas», cuando el 21 de febrero de 1932 «La Voz de Galicia» saluda la llegada a su nuevo destino de Franco. Sobre la fotografía un titulo significativo: «Un Caudillo del Tercio».

 

«¿Dónde está Franco?» se preguntaría una y otra vez el «valiente» y atrevido señor Azaña durante la noche del 10 de agosto de Sanjurjo… cuando se produce el primer choque frontal del Ejército con la República.

 

¿Qué dónde está Franco’? En su puesto. Con la mente fría y las ideas muy claras: «Yo, que no he querido intervenir en la política nacional ni he querido sublevar­ me lo haré seguramente el día que vea que disuelven la Guardia Civil o que llega la hora del comunismo, y ese día, solo o con todos los que me sigan, me echaré al campo».

 

No es menos claro con el mismísimo General Sanjurjo cuando éste, ya fracasado, le pide que sea su defensor: «Podría, en efecto, defenderle a usted, pero sin esperanza. Pienso en justicia que, al sublevarse usted y fracasar, se ha ganado el derecho a morir».

 

Y, sin embargo, nunca podrá entenderse el 18 de julio sin aquel «ensayo general» del 10 de agosto. Porque nada enseña tanto como un fracaso, ni nada ciega tanto como una victoria fácil. Los militares que participan y los que no participan sacan una lección concluyente: los pronunciamientos al estilo del siglo XIX ya no bastan… en lo sucesivo hará falta un plan más basto, una tupida red de compromisos y, sobre todo, una «dirección» convencida y convincente. Azaña y la izquierda, por el contrario, llegan a creerse seriamente que al fin han «domado» y «triturado» al siempre temido «poder fáctico» que era el Ejército. ¡Esa creencia les haría perder la guerra años más tarde! De donde se desprende que en política, a veces, los fracasos son más rentables que las victorias y que nunca, nunca, se debe despreciar al enemigo vencido.

 

Pero, Azaña y la República viven aún la euforia del triunfo y todos se complacen en hacer «tragar» al Ejército las medidas más dispares y disparatadas. A un decreto provocador (el del pase voluntario a la reserva o retiro con el sueldo íntegro) seguía la amenaza de «cesantía forzosa» en caso de no obtenerse la deseada reducción de plantillas. Cualquier cosa con tal de demostrar públicamente que el Ejército ya no es lo que era y que los militares se «tragan» lo que les echen.

 

Y así hasta el 28 de enero de 1933, que se publica el decreto que más podía herir a Franco: el llamado «de los congelados». La primera idea de Azaña -dice de la Cierva- era anular sin más los ascensos por méritos de guerra de la Dictadura, incluso para los generales, pero lo pensó mejor y se contentó con una dramática corrida descendente de escalafones. Francisco Franco, que ocupaba el primer lugar en la escalilla de los brigadieres, figurará en el anuario militar de 1934, en virtud del decreto de congelados, en el puesto 15.

 

Porque ese decreto está a punto de hacer saltar a Franco. Según algunos historiadores incluso llegó a sentir la «tentación» de abandonar el Ejército «para hacerse político». Fue sólo una «tentación», ya que Franco no está dispuesto, todavía, a entrar en guerra abierta con el poder constituido.

 

Y de La Coruña a Baleares, tal vez como premio por su «silencio» durante el 10 de agosto o quizás mejor como consecuencia del «miedo» que ya le tiene (y le tendrá el resto de su vida) el todavía poderoso señor Azaña. Franco sigue estudiando intensa­ mente los problemas de España y sus posibles soluciones.

 

En 1933 la ley del péndulo (por la que se ha movido, se mueve y se moverá siempre la política española) hace oscilar de tal manera el mapa electoral que, si el 3 de diciembre llega a estar otra vez el almirante Aznar, se hubiese tenido que desdecir de la «a» a la «z»… porque el hecho es que las «derechas» arrollan en las elecciones a las «izquierdas», y especialmente el soberbio y engreído señor Azaña, que sólo consigue cinco diputados. O sea, que España se acostó de izquierdas y se levantó casi «golpista»… ¡una vez más el toma y daca de un pueblo que jamás podrá ser del «centro»!

 

Por cierto, que fue en plena campaña electoral -el 29 de octubre- cuando José Antonio Primo de Rivera pronuncia su famoso discurso fundacional de Falange Española, pues, aunque en principio el acto del Teatro de la Comedia sólo fuese «un acto más de las elecciones» la verdad es que aquella misma tarde España supo que había nacido un nuevo movimiento político. El discurso de la Comedia sería -como se demostró más tarde- el punto de arranque de la nueva España. De una España que no fuera de derechas ni de izquierdas.

 

Franco, naturalmente, lee aquel discurso en «Acción Española» y queda tan «hondamente impresionado» que a partir de ese momento hace suyos los conceptos fundamentales de José Antonio: los males de la Patria son consecuencia directa de los separatismos, la lucha de clases y los partidos políticos. Hay que hacer la «revolución nacional» que España necesita para salir de la injusticia social y acabar con el odio, la anarquía y el desgobierno… ¡no más «victorias sin alas» ni privilegios ancestrales!

De ahí que no sorprenda lo que ocurrió «luego». Es decir, cuando Franco tiene que llevar a la práctica su «alternativa» de Poder. Pero, eso viene después…

Ahora estamos en 1934 y ante la «revolución roja» de octubre. Salvador Madariaga enjuició en su libro «España» cruelmente a las izquierdas; y de modo especial a los socialistas, que fueron los verdaderos «golpistas»: la sublevación de la izquierda en 1934 justificó moralmente la sublevación de la derecha en 1936. «El alzamiento de 1934 -dice textualmente- fue imperdonable. La decisión presidencial de llamar al Poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía tiempo. El argumento de que el señor Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna para lo que se proponía o no el señor Gil Robles, y, por otra, a la vista está que el señor Companys y la Generalidad entera violaron también la Constitución. Falso, porque si el señor Gil Robles hubiera tenido la intención de destruir la Constitución del 31 por la violencia, ¿qué ocasión mejor que la que le proporcionaron sus adversarios alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934 precisamente cuando él, desde el Poder, pudo como reacción haberse declarado en dictadura?».

 

Pero, allí estaba Franco (aunque sólo fuese como «asesor» del Ministro de la Guerra)… y donde Franco esté -como diría siempre- no habrá comunismo. La «revolución socialista» (naturalmente, marxista) le dura lo que tardan en llegar a Oviedo y Barcelona «sus» columnas.

 

…Y allí estaba José Antonio. Porque no hay .que olvidar la carta que el 24 de septiembre le envía a Franco:

 

«Mi general:

 

Tal vez estos momentos que empleo en escribirle sean la última oportunidad de comunicación que nos quede; la última oportunidad que me queda de prestar a España el servicio de escribirle. Por eso no vacilo en aprovecharla con todo lo que, en apariencia, pudiera ello tener de osadía. Estoy seguro de que usted, en la gravedad del instante, mide desde los primeros renglones el verdadero sentido de mi intención y no tiene que esforzarse para disculpar la libertad que me tomo.

 

Surgió en mí este propósito, más o menos vago, al hablar con el ministro de la Gobernación hace pocos días. Ya conoce usted lo que se prepara: no un alzamiento tumultuario, callejero, de esos que la Guardia Civil holgadamente reprimía, sino un golpe de técnica perfecta, con arreglo a la escuela de Trotski, y quién sabe si dirigido por Trotski mismo (hay no pocos motivos para suponerlo en España). Los alijos de armas han proporcionado dos cosas: de un lado la evidencia de que existen verdaderos arsenales; de otro, la realidad de una cosecha de armas risible. Es decir, que los arsenales siguen existiendo. Y compuestos de armas magníficas, muchas de ellas de tipo más perfecto que las del Ejército regular. Y en manos expertas que, probablemente, van a obedecer a un mando peritísimo. Todo ello dibujado sobre un fondo de indisciplina social desbocada, de propaganda comunista en los cuarteles y aun entre la Guardia Civil, y de completa dimisión, por parte del Estado, de todo serio y profundo sentido de autoridad. Parece que el Gobierno tiene el propósito de no sacar el Ejército a la calle si surge la rebelión. Cuenta, pues, con la Guardia Civil y con la Guardia de Asalto. Pero por excelentes que sean todas esas fuerzas están distendidas hasta el límite al tener que cubrir toda el área de España en la situación desventajosa del que, por haber renunciado a la iniciativa, tiene que aguardar a que el enemigo elija los puntos de ataque. ¿Es mucho pensar que en lugar determinado el equipo atacante pueda superar en número y armamento a las fuerzas defensoras del orden? A mi modo de ver, esto no era ningún disparate. Y, seguro de que cumplía con mi deber, fui a ofrecer al ministro de la Gobernación nuestros cuadros de muchachos por si llegado el trance quería dotarlos de fusiles (bajo palabra, naturalmente de inmediata devolución) y emplearlos como fuerzas auxiliares. El ministro no sé si llegó siquiera a darse cuenta de lo que le dije. Estaba tan optimista como siempre…, con el optimismo… de quien no se ha detenido en ningún cálculo. Puede usted creer que cuando le hice acerca del peligro las consideraciones que le he hecho a usted, y algunas más, se le transparentó en la cara la sorpresa de quien repara en esas cosas por vez primera.

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Al acabar la entrevista no se había entibiado mi resolución de salir a la calle con un fusil a defender a España, pero sí iba ya acompañada de la casi seguridad de que los que saliéramos íbamos a participar dignamente en una derrota. Frente a los asaltantes del Estado español probablemente calculadores y diestros, el Estado español, en manos de aficionados, no existe.

 

Una victoria socialista, ¿puede considerarse como mera peripecia de política interior? Sólo una mirada superficial apreciará la cuestión así. Una victoria socialista tiene el valor de invasión extranjera, no sólo porque las esencias del socialismo, de arriba abajo, contradicen el espíritu permanente de España; no sólo porque la idea de patria, en régimen socialista, se menosprecie, sino porque de modo concreto el socialismo recibe sus instrucciones de una Internacional.

 

Pero además, en el peligro inminente hay un elemento decisivo que lo equipara a una guerra exterior; éste: el alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación, probablemente irremediable de Cataluña. El Estado español ha entregado a la Generalidad casi todos los instrumentos de defensa y le ha dejado mano libre para preparar los de ataque. Son conocidas las concomitancias entre el socialismo y la Generalidad. Así, pues, en Cataluña la revolución no tendría que adueñarse del poder: lo tiene ya. Y piensa usarlo, en primer término, para proclamar la independencia de Cataluña… Si se proclama la república independiente de Cataluña, no es nada inverosímil, sino al contrario, que la nueva república sea reconocida por alguna potencia. Después de eso, ¿cómo recuperarla? El invadirla se presentaría ya ante Europa como agresión contra un pueblo que, por acto de autodeterminación, se había declarado libre. España tendría frente a sí no a Cataluña, sino a toda la anti-España de las potencias europeas.

 

Todas estas sombrías posibilidades, descarga normal de un momento caótico, deprimente, absurdo, en el que España ha perdido toda noción de destino histórico y toda ilusión por cumplirlo, me ha llevado a romper el silencio hacia usted con esta larga carta. De seguro, usted se ha planteado temas de meditación acerca de si los presentes peligros se mueven dentro del ámbito interior de España o si alcanza ya la medida de las amenazas externas, en cuanto comprometen la permanencia de España como unidad.

 

Por si en esa meditación le fuesen útiles mis datos, se los proporciono. Yo, que tengo mi propia idea de lo que España necesita y que tenía mis esperanzas en un proceso reposado de madurez, ahora ante lo inapelable, creo que cumplo con mi deber sometiéndole estos renglones. Dios quiera que todos acertemos en el servicio de España».

 

En cualquier caso, dos cosas quedaron claras tras la «revolución roja» del 34: una, que la República de izquierdas y el Ejército eran incompatibles a corto plazo… y dos, que Franco era (o iba a ser, como se demostró) el catalizador del descontento militar y el único general que, por su prestigio, podía detener el avance engreído del marxismo.

 

Ambas cosas quedarían patentes antes, en y después del triunfo del «Frente Popular» en las elecciones de febrero de 1936. Porque a partir de ese momento se rompen todos los puentes posibles entre la República, ya revolucionaria, y el Ejército. Es «la primavera trágica» que precede al «verano sangriento».

 

Franco sabe ya que «no hay otra salida» que la «reconducción militar» del sistema… y, sin embargo, desarrolla una gran actividad para tratar de evitar lo inevitable: la guerra civil. Por eso no debe sorprender la carta que le envía a Casares Quiroga, a la sazón Ministro de la Guerra, el día 23 de junio de 1936, desde su «retiro» de Canarias.

 

Pero, no pudo ser. España estaba ya decidida a resolver el «problema» con las armas en la mano… ¡la hora del diálogo había pasado!

 

El 17 de julio, con el cadáver de Calvo Sotelo casi de cuerpo presente, se subleva el Ejército de África y tras él en las próximas cuarenta y ocho horas lo hace el resto de la península.

 

¡Había comenzado la Guerra Civil!

 

Y a esas alturas Franco tenía ya las ideas absolutamente claras: primero ganar la guerra, después hacer la Paz. Para lo primero echa sobre el tablero toda su «profesionalidad» militar; para lo segundo, pondrá en juego las cuatro ideas básicas de su pensamiento político: orden, trabajo, justicia social y convivencia.

 

Los resultados son ya pura Historia de España.

 

 

Desde el 18 de julio de 1936

 

SE ha acusado al Régimen del 18 de Julio de carecer de una doctrina política. Nada más injusto. Los pueblos, mucho más los politicastros, mucho más aún los demócratas de toda la vida, son dados al olvido, sobre todo, cuando hay una consigna y una firme voluntad de «deshacer lo hecho», «desandar lo andado», de «destruir lo construido».

 

Cuarenta años de Régimen, de un Régimen que si bien contó en los primeros años con la adhesión incondicional del bando vencedor en la Cruzada nadie puede negar que sumó paulatina y decididamente la entusiasta colaboración de todo un pueblo expresada en sucesivos referéndums del que sólo se abstuvieron, como siempre, unas minorías que anteponían los intereses de partido a los intereses de la Nación.

 

Si a la muerte del Generalísimo Franco los nuevos dirigentes no hubieran tratado con todos los medios a su alcance de enterrar la labor ingente desarrollada en los cuarenta años de Franco, perviviría hoy una doctrina política forjada paso a paso y año tras año y plasmado en todos y cada uno de los discursos y mensajes que, con distinto motivo, Franco dirigía a su pueblo. A instancias del entonces ministro secretario del Movimiento José Solís Ruiz, Agustín del Río Cisneros publicó dos tomos con un total de más de mil páginas, dos tomos editados por Ediciones del Movimiento y bajo el patrocinio de la Secretaría General de Información y Turismo en el que se recoge el pensamiento de Francisco Franco, rico caudal de una doctrina política que tiene sus esencias en la tradición, en las inherencias más íntimas del pueblo español.

 

Trashumantes de la política, repetimos, llevados por un afán incontenible de destruir el pasado y llevar a cabo una venganza cuyo primer perjudicado era el pueblo español al que decían representar, han silenciado esta obra y han querido sustituirla con unos artículos de una Constitución cuyos principios se basan en modelos extranjeros de los que, como es lógico, se encuentra divorciado el pueblo español. Este libro titulado Pensamiento político de Franco, como dice José Solís en su prólogo, «ofrece una visión dinámica de la doctrina política que esencialmente ha conducido esta fecunda era de la Paz española. Es síntesis de una viva Tradición y de una Revolución constructiva, en rumbo armónico de estabilidad institucional y de modernidad funcional. Y representa la conjunción de los afanes de unidad nacional, dignidad humana y justicia social que han impulsado a la vida española». Y añade: «El Movimiento Nacional ha sido expresión de la conciencia colectiva, consiguiendo el Renacimiento de España -como ente histórico- y la gran transformación nacional operada en respuesta a los problemas y aspiraciones de la época. Y la sociedad española ha cambiado fundamentalmente, elevando, por una parte, sus niveles de cultura, de riqueza y justicia distributiva, y de cooperación en el destino colectivo y abriendo, por otra, nuevos caminos y horizontes para su responsabilización y participación política».

 

De este libro, recoger sus párrafos más importantes es una tarea más que difícil imposible. Sin embargo, hemos querido recoger una síntesis siguiendo el planteamiento del autor que recopila temáticamente los discursos de Franco. El lector pese a este esfuerzo de síntesis se dará cuenta de la trascendencia histórica del pensamiento político de Franco.

Heraldo Español nº 100, 14 al 20 de julio de 1982

 

 

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