08/05/2024 10:40

Etimológicamente el término democracia proviene de los vocablos griegos “demos” y “krátos” y literalmente significa “gobierno del pueblo”. Por esta razón -además de la celebración de elecciones libres para elegir a los representantes políticos de los ciudadanos, la separación de poderes para garantizar la independencia del ejecutivo, el legislativo y el judicial y la igualdad de todos los individuos ante la ley- uno de los pilares básicos del sistema democrático liberal es la existencia de un “Contrato Social” suscrito por el conjunto de la ciudadanía. En virtud de dicho acuerdo los individuos de un determinado demos renuncian voluntariamente a una serie de libertades que se apartan, como dijo el filósofo y científico inglés John Locke, “de las normas de la ley común de la razón y no tienen más reglas que las de la fuerza y la violencia”. El objetivo esencial de esta renuncia es posibilitar la existencia en el seno de la sociedad de un clima de convivencia que permita que cada individuo pueda desarrollar su propio proyecto personal sin interferir más allá de lo razonable en el desarrollo vital del resto de los individuos con los que convive. De esta forma, el acuerdo ciudadano consagra como núcleo central de la actividad individual lo que el politólogo británico de origen judío Isaiah Berlin denominó “libertad negativa”, esto es, la ausencia de coacciones externas que interfieran en los propósitos de los individuos, siempre que éstos se mantengan dentro del ordenamiento jurídico derivado del consenso social previamente establecido. Todo ello, evidentemente conlleva la necesaria existencia de un Estado que, si bien ha de estar correctamente dimensionado y ser escasamente intervencionista, ha de tener la firmeza suficiente para garantizar las libertades individuales y, a la vez, arbitrar los conflictos de intereses que habitualmente enfrentan a los individuos que se hallan bajo su jurisdicción.

Pues bien, la plasmación del pacto social suscrito por el conjunto de la ciudadanía de un determinado grupo poblacional da lugar al texto constitucional sobre el que se debe asentar el ordenamiento jurídico vigente a nivel nacional. En consecuencia, la Constitución representa la ley suprema de todo Estado, de tal forma que todas las leyes elaboradas por la cámara legislativa deben ajustarse tanto a su espíritu como a su letra. Obviamente, para garantizar el que ninguna ley vulnere lo establecido por la Carta Magna se hace necesaria la existencia de un Tribunal Constitucional (TC), el cual, en consonancia con lo expuesto, ha de velar por la constitucionalidad de todo el entramado jurídico vigente. Tal y como establece la Constitución española el TC debe estar constituido por 12 miembros, de los cuales ocho son elegidos por el Parlamento (cuatro por el Congreso y cuatro por el Senado, en ambos casos por mayoría de 3/5), dos por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y dos por el Gobierno, debiendo ser todos ellos juristas de reconocido prestigio y absolutamente independientes en el ejercicio de sus funciones. Si tomamos en consideración el sistema electivo resulta evidente que la independencia de los miembros del TC no está garantizada a priori, ya que tan solo una minoría son elegidos por los jueces, mientas que la gran mayoría son elegidos por los políticos, razón por la cual resulta plausible plantearse al menos la posible subordinación de los miembros del TC a los intereses partidistas de los grupos parlamentarios o del Gobierno que los nombró.

Hasta la llegada de Pedro Sánchez al poder el TC fue funcionando de forma razonablemente neutral, ateniéndose en los distintos pleitos en los que tuvo que intervenir a lo establecido por la Constitución. Sin embargo, desde la irrupción del psicópata monclovita al frente del Gobierno de España la independencia del TC está absolutamente en entredicho. Así, debido a sus ansías de control del Poder Legislativo, el Gobierno socialcomunista, con el apoyo de sus socios parlamentarios, tuvo a bien promulgar una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) que prohibía el nombramiento de jueces por parte del CGPJ, con la peregrina argumentación de que el mandato de algunos de sus vocales había caducado, de tal forma que al estar en funciones no podían realizar tal cometido. Con la mencionada reforma P. Sánchez tan solo pretendía presionar al PP para que se aviniera a pactar una remodelación del CGPJ que se ajustara a sus intereses partidistas, obteniendo afortunadamente una negativa por respuesta. La intención de controlar a las instituciones del Estado no se detuvo ahí, ya que, tras su fracaso en el asalto al CGPJ, el Gobierno socialcomunista orientó sus esfuerzos a la colonización del TC. Así, demostrando que no hay línea roja que no esté dispuesto a traspasar con tal de conseguir sus objetivos, P. Sánchez decidió de manera obscena modificar su propia reforma de la LOPJ para que los magistrados del CGPJ pudieran tan solo elegir a los miembros del TC y así habilitar al Gobierno para la designación de sus dos candidatos, ya que la Constitución exige que los miembros del TC sean renovados por terceras partes. De esta forma, el Gobierno socialcomunista escogió como nuevos miembros del TC a dos personas estrechamente ligadas al PSOE, como son el exministro de Justicia Juan Carlos Campos y la exdirectora general de Asuntos Constitucionales Laura Díez, contraviniendo así, de forma palmaria, el principio de neutralidad jurídica que debe presidir la actividad de todo tribunal. Con este artero movimiento el partido socialista consiguió pervertir definitivamente al TC, dividiéndolo en dos bloques con visiones insólitamente contrapuestas, el uno denominado progresista y el otro calificado como conservador, siendo mayoría los miembros del bloque progresista. Acto seguido fue elegido como presidente del TC Cándido Conde-Pumpido, el cual fue designado en su día Fiscal General del Estado por ese personaje eminentemente corrupto y exageradamente sectario llamado José Luis Rodríguez Zapatero, con lo cual la credibilidad del TC quedó definitivamente reducida a su mínima expresión.

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Como consecuencia lógica de esta perversa situación la reforma de la LOPJ salió adelante contando con la aquiescencia de un TC definitivamente prostituido, demostrándose con todo ello que tanto al Gobierno socialcomunista como al progresista TC no les importaba lo más mínimo el deterioro de la Justicia, ya que más de 70 vacantes de la cúpula judicial, especialmente del Tribunal Supremo, se quedaban sin cubrir, entorpeciéndose así sobremanera el correcto desarrollo de la tarea judicial.

A la vista de estos lamentables acontecimientos resulta desesperanzador no solo constatar cómo el Gobierno socialcomunista paraliza de forma absolutamente ignominiosa la actividad del órgano de gobierno de los jueces, sino también verificar que tal decisión esté amparada por el TC, ya que ello viene a significar que los miembros de tan alto tribunal interpretan la constitucionalidad de las leyes conforme a criterios políticos y no, como cabría esperar de un tribunal de garantías, sobre la base de argumentos jurídicos.

En definitiva, P. Sánchez, como hace con todo aquello que toca, ha llevado al TC a una indecente degeneración, razón por la cual no es exagerado afirmar que en España el Estado de Derecho ha quedado abolido. De hecho, no resulta excesivamente arriesgado aventurar que el TC dictaminará la constitucionalidad de una ley como es la ley de amnistía, cuya promulgación supondrá la legitimación del secesionismo y, con ello, la quiebra del orden constitucional y la eliminación de la igualdad de todos los españoles ante la ley. Decía Francisco de Quevedo que Donde hay poca justicia es un peligro tener razón, pero quizás debería haber añadido que, por peligroso que ello resulte, frente a la injusticia solo cabe rebelarse. Los agricultores, los ganaderos y los transportistas han encendido la mecha de la rebelión frente a la tiranía sanchista. A dicha rebelión humildemente me sumo con el ferviente deseo de que constituya el principio del fin de la amenaza socialcomunista que a día de hoy tiñe de negro el futuro de la nación española.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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Pedro

Yo creo que este hombre ya está en las últimas…
Solo hay que ver la cara que tiene.

Carmen

Cada día se parece más a FERNANDO VII.
¡Y ya sabemos como fue Fernandol VII!
De Cándido no tiene más que el nombre…

Jesús

Yo sin embargo pienso que el autor, con sus artículos, pone de manifiesto todas las carencias de nuestro ordenamiento jurídico maniatado y sobado por un gobierno autócrata que quiere acabar con la libertad y la justicia en España.
No obstante me reconforta saber que le leéis, por que así igual, poco a poco aprendéis algo.
De tu cara Pedrito no voy a decir nada, aunque me la puedo imaginar….jajajajajaj

aliena

No ha habido tal degeneración, Sr. Doctor. Ya hizo LO MISMO Felipe González y después, Zapatero. Y ustedes lo ocultan deliberadamente. Juegan a oponerse, cuando en realidad les encanta el statu quo.

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