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En la verdadera patria del hombre, según Rilke, yo era un niño pegado a un tambor. Tocado por el ritmo de la música, porque la música, va por dentro, igual que se dice de la procesión. Escuchaba los ecos entre las peñas, y me cubría con el cielo celeste, a la salida del sol, cuando las postreras nieblas frías se despedían con su beso fúnebre al ras de los urzales. Los paisajes ya acariciaban los ojos, pero las resonancias gregorianas de las procesiones se iban alejando. Aun así seguí soñando a rachas de viento huracanado, mientras la existencia, tornándose marrón oscuro, empezaba sus pesadillas. Su Vía Crucis entre la vida y la muerte.

Esto pertenece al lenguaje universal, la música, del que pese a afirmase su universalidad, no se puede traducir a las palabras de ningún idioma, al habitar en un terreno inefable. Quizá sea exclusivo del lenguaje de los sonidos que exigen intuición y sentimiento.

Pasados muchos lustros, porque los años son insignificantes, me topé con la foto de don Cipriano del día de mi primera comunión, y tuve que pararme a pensarlo:

Don Cipriano era un sacerdote como Dios manda. Ejemplar. Convencido de que se hace más daño con el ejemplo que con el pecado. «Siempre de negro hasta los pies vestido», que diría Manuel Machado, «con su pálida tez como la tarde». Y como todo lo que manda Dios: impecable. Así devenía en la imagen interior del venerable servidor del Altísimo y del prójimo, a los que entregaba su vida. Si todos hubiéramos sido así, seguro que el mal no se habría apoderado del mundo. Lo veo con su bonete reglamentario, de forma tan singular. Cuando se lo quitaba lucía con espiritualidad mística su tonsura o corona en la cabeza santoral. Lo veía a don Cipriano y, es más, lo sigo viendo, en la foto de mi primera comunión, recuerdo de aquél día fantástico e irrepetible que no acertaría a describir. De aquel tiempo que se perdió en la indiferencia del olvido.

Fue allá por el año del Señor 1957, del siglo pasado, en mi pueblo de naturaleza y alta montaña leonesa, durante el mes de las flores, que era el de mayo, dedicado  a la Virgen María. Un evento en compañía de mis primos más cercanos en esto de la edad. Un servidor tenía siete años, y oyó por primera vez la carcajada del tiempo. La concebí como una risotada irónica, burlesca y desconcertante, de origen desconocido. No le hice mucho caso, pero tampoco pude después olvidarla. Mejor me hubiera valido seguir abstraído en la vorágine de los aconteceres, sin detenerme a pensar lo trascendente. Pero la realidad se muestra como es y no obedece a otros caprichos, ni miente. Vestido de luces, y etiqueta para tan solemne acto, como un joven torero debutante, aquel día fue el más bonito de mi vida, como así me habían hecho creer tan acertadamente. Quizá el paso del tiempo empezó a contar desde entonces. Y ya no paró, hasta llevarme hoy por los senderos más ignotos, trepidantes y vertiginosos. Si borramos el pasado, la muerte se hace con nosotros en un instante, y nos ahoga, tal que si nos matara el coronavirus. Por eso, si ya no lo recordamos, estamos perdidos, al igual que si no lo sacamos de la cabeza y convertimos en obsesión enfermiza. Aquel día pintado de luz nueva, perfume en flor, con peonías y buenas intenciones, es harina de otro costal.

También es cierto que cuando no se tiene mucho futuro, se ve el presente con tanta ironía, que ni se mira, porque moralmente no se vive del pasado ni del inexistente futuro. El pasado se resiste a morir, aferrado a las rocas como los longevos tejos del monte de Tejedo. Es el que más perdura, como tiempo hecho, cerrado e intocable. Cuando se es joven, uno no quiere saber nada de esto; le importa un bledo el pasado. Y cuando se es viejo, estado del que ya no se pasa, tampoco importa mucho. Si se pierde la memoria, o primera potencia del alma, es como si también se perdiera el alma, porque ya de nada sirve el entendimiento y la voluntad que son las otras dos potencias; y entonces, la persona ya vacía, desaparece como la hoja seca que desprende del árbol el primer huracán.

Aquél día del Señor, que fue el más santo de mi vida, me pregunté, de dónde viene la belleza de una flor y por qué huelen tan bien las rosas. Fui a ver el fringílido jilguero que anidaba en el blanco manzano florido de la huerta; cantó al verme y extendió la belleza de sus alas, hasta extasiarme, bajo el cielo azul. También me saludaron los grillos con su canto alegre, al cruzar el verde sendero, sembrado de clavellinas.

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Pensaba en todo menos en lo que me habían dicho que pensara y que era el significado de aquel día especial que iba a recibir a Dios. Si acaso pensaba en la pregunta que no me atreví a hacer al señor cura, en la catequesis de preparación: Si Dios todo lo creó, ¿Quién lo creó a Él? No sé por qué se me cruzaban preguntas sin respuesta, y parece que me interesaban más otras cosas voladoras que el presente día, como si este ya lo tuviera seguro. Era como el joven gato el primer día que sale a explorar el campo y todo descubrimiento le llama poderosamente la atención. El caso es que ya empecé a ser un poco hereje desde ese día santo, al romper algo el reglamento en pro de la libertad, bonita palabra que me preguntaba quién la habría inventado. Algunos de mi familia me darían muchos palos durante la niñez, por tanto filosofar, y al ser incapaces de entender mi jerarquía de valores, o escala de preocupaciones. Era incapaz de pensar en cómo Dios pudo crear la maravilla de la vida, si no que metido en la misma maravilla no veía más allá que lo que tenia ante los ojos. Menos mal que el paso del tiempo me fue encarrilando y poniendo en su sitio.

Aquel día amaneció con fuerza primaveral, y mi inquietud estaba en unos jirones de niebla que bailaban por el cauce del río, aguas arriba, como movidos por esa ley de gravitación universal que nunca quiere descifrarse; hasta que desaparecieron mágicamente, y el ambiente tomó otro cariz. Qué bien… No quería más que correr y conocer cosas, igual que ese cachorro de gato que pretende conquistar el mundo. No había cuestas arriba ni cuestas abajo, era lo mismo, y me preguntaba por qué los viejecitos las subían tan despacio. Hoy sí que lo entiendo. Y no es que pusiera una vela a Dios y otra al diablo, en el Oficio de Tinieblas que aquel día comenzaba, porque aún no se me había ocurrido pensar en el diablo, pese a lo mucho que lo habían nombrado en la catequesis. Ni me imaginé cuántas veces me encontré con él a lo largo de mi vida.

El Oficio de Tinieblas, propio de la Semana Santa, desapareció con las reformas litúrgicas posteriores. Será cosa del diablo. Paradójicamente en Dios tampoco pensaba mucho, aunque sabía que lo iba a recibir en la sagrada comunión, y eso me daba tanta seguridad como libertad, para dejarme volar como los pájaros que anidaban en los rincones de la naturaleza, hacían sus nidos y se reproducían, sacando adelante a sus polluelos en mayo, para que la naturaleza siguiera su curso natural. «Abrir hueveril y mayo pajarayo», se decía. Yo llevaba una relación escrita de los nidos, sus ubicaciones, y su estado, con la puesta de huevos, cercana a salir los polluelos, o lo que fuera menester anotar. Si se enteran los de mi familia que en aquel día ilusionante y espiritual andaba con la cabeza a pájaros, y no centrado solo en lo que debía, no quiero pensar lo que me hubiera sucedido. Ahora confieso mis culpas… Ciertamente a la naturaleza le gusta ocultarse; pensaba en todo y creía lo que me habían dicho en la preparación doctrinal, de que era el día más importante de mi vida y así lo celebraba.

Estaba tan disperso como emocionado, incapaz de centrarme en una sola cosa. Los demás proyectos que rondaban caerían como fruta madura, y pago del buen comportamiento espiritual. Total, que con siete años, me creía el rey de la creación en mi montaña del Curueño, y además que lo era. Cuando nos preguntaron que qué queríamos ser de mayores, unos contestaban que médicos, otros maestros, otro dijo que Franco, otro que sacerdote, y luego ya me tocó a mí, a lo que encogiéndome de hombros no supe qué contestar. No me atreví a decir: «yo no quiero ser mayor». ¿Cómo iba a pensar a tan largo plazo, y en otro estado mejor que el que ya tenía? Sólo deseaba que el tiempo se hubiera detenido aquel día que marcaba un hito en mi vida. Luego el tiempo dejó de reír. A saber cuándo volvería a echar otra risotada irónica como la que oí en algún momento de aquel día. Fui cumpliendo en tiempo y forma con el sincretismo de todos los aconteceres vitales. Pasó la vida en un santiamén cual si se perdiera en el espacio infinito. Y cambió radicalmente a peor en muchos aspectos, o en casi todos. La naturaleza humana es frágil y cambiante, no resiste mucho en la misma posición por buena que sea, y camina con suma facilidad hacia el mal hasta caer en él.

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Fue creciendo calladamente la corrupción, la enfermedad social de la estupidez, y debilitándose la naturaleza humana digna, cada vez más voluble y vulnerable, propensa al robo, al abuso y el exceso en cualquier orden. Hasta llegar al hoy con el mundo al revés, en que nos dicen que nada es malo, cuando lo cierto es, que lo es casi todo; que una banda atraque un banco, ya no es malo, si no que, lo peor, que la banda esté compuesta por policías, o políticos, que se ocultan, y que ocurra lo inimaginable, en una sociedad en estado de descomposición, al no existir el delito ni el pecado. En aquel tiempo todo estaba claro: «Dios premia a los buenos y castiga a los malos», se afirmaba. Las líneas rojas bien definidas y el que iba por mal camino, ya lo sabía: que el que mal anda mal acaba, porque Dios castiga sin palo ni piedra. Aún no se había anunciado el volcán del Concilio Ecuménico Vaticano II, o el mayo francés del 68 que lo trastocaron todo. Llegó la metamorfosis de Dios, y el diablo embarrando el río para que ya no corriera el agua clara, y surgiera el relativismo, la confusión, el todo vale, y las cosas dejaran de tener su medida, y determinación, imperara el de- lito, hasta llegar a que las víctimas fueran las culpables del crimen de sus verdugos. Y el ser humano, desgarrado y vacío, depusiera su fuerza como un ejército vencido que entrega sus armas. Hoy se dice que Dios no castiga nunca, pero cuando rezamos el padrenuestro, le imploramos, «no nos dejes caer en la tentación». Caemos en el mal con suma debilidad. ¿No será eso como si nos castigara de antemano?

La carcajada del tiempo que puede ser del diablo, se tornó indescriptible y cruel con el discurrir de la vida, entre tanta ironía y risa sin gracia. Es como para morirse de risa. El primero que así murió fue el filósofo griego Crisipo de Solos. Una carcajada tan profunda, que le llevó a la muerte. Al contar su fechoría a sus amigos, una burrada, consistente en emborrachar a un burro. Y así murió de risa, él. El burro ya había muerto antes. D.E.P, también. No hay palabras para tanta despedida. De familiares, amigos, parientes y allegados; nos estamos muriendo todos. ¿Puede haber mayor ironía? Nos vamos al descanso eterno, después de pasar toda la vida trabajando. Y con los deberes a medio hacer. Es imposible concluir  nada; marcharse con la satisfacción del deber cumplido. Nos vamos sin protocolos y de mala manera ante la premura e irremediable marcha. «Somos de la generación de los que se van muriendo», escribe Ángel Fierro, en El andamiaje de los sueños. Se está yendo la mejor generación sin despedida; los que más sufrieron y trabajaron como animales; los que levantaron a España y cotizaron más que nadie. Los que ahora solo deseaban disfrutar de sus nietos. Sin un reconocimiento del que manda, sin una despedida, ahogados en lágrimas amargas sin la mínima ayuda de un respirador. Aquella carcajada irónica que pude escuchar el día de mi primera comunión y a la que no hice mucho caso, abstraído por la premura de aquella jornada azul y soleada de mayo, lleno de sorpresas montaraces y aventuras, por las delicias de la amorosa fecha irrepetible, sólo podría contarla si fuera capaz. Jamás pude imaginar que llegara hasta aquí. Solo veo cómo «se van sin molestar los que menos molestan, en un mar de olas de silencio». Es la ironía de Dios, de la Naturaleza y la Nada.