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Escribir y publicar hoy, a la altura de 1978, un libro sobre Francis­co Franco, prueba dos cosas: una, que todavía hay hombres que en un ambiente hostil, salen gallardamente a luchar con la pluma por un ideal en el que creen y al que sirven; y otra, que la figura de Franco, después de morir, alcanza perfiles cada vez más universales, hasta el punto de que, al evocar su nombre, las gentes se embanderan a favor o en contra, tomando posiciones con idéntica actitud a la que se adopta en presencia de un símbolo.

Germán Borregales, es un llanero de Venezuela, un guanche alto, fornido, sólido física e intelectualmente, que ama a su Patria hasta la médula y que por ello mismo se enamoró de España, nación creadora de países soberanos, y patria de su patria o madre patria, como en la América española se dice.

Aunar y fundir ambos amores sólo es posible cuando no hay contradic­ción entre ambos, cuando, como sucede entre nosotros, los moldes clásicos del Derecho internacional público no sirven, como no sirven los conceptos recibi­dos de nacionalidad y extranjería. Nuestro mundo tiene una órbita distinta. Lo sabemos, pero nos falta aún la terminología definitorita que nos descifre y aclare que sin dejar de ser español se puede, a un tiempo, ser venezolano, y viceversa; quizá porque todas las ciudadanías que nacieron de raíces comunes, de un idioma común y de la estirpe cósmica de que hablaba el mejicano Vascon­celos, nos confieren, «ab initio», la supranacionalidad hispánica.

A Germán Borregales, por venezolano, le duele España, la España en escombros, destruida por los golpes maestros de los adversarlos de siempre, de los derrotados de ayer, de los aduladores del Caudillo, de los ambiciosos, de los rencorosos, de los resentidos y de los borrachos de frivolidad y egolatría.

A Germán Borregales, por venezolano, le duele que una España rehecha, fuerte, rica y respetada, obra de Francisco Franco, se aniquile con rapidez y con odio, que el fruto de la sangre heroica y martirial de la guerra liberadora y de la brutal persecución marxista, del esfuerzo de casi cuarenta años de paz y de trabajo, ilusionado y firme; de un Estado, en fin, nacional y social, construido sobre las grandes coordenadas de la Tradición y del pensamiento de José Antonio, se venga abajo y quede reducido a escombros.

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Dar a conocer, sin prejuicios ni pasiones, ni cobardía, al hombre que ganó la primera batalla al comunismo, y que se enfrentó -a la española- contra la Internacional del dinero, que perfiló de mano maestra el profesor argenti­no Bruno Genta -asesinado en Buenos Aires-, es una obligación moral de los hombres de bien.

Los españoles que hemos sabido mantener nuestra lealtad, sin haber estado en el círculo de influencia de Franco, y que en esta hora difícil de España defendemos su memoria, sin renunciar al futuro, agradecemos a Germán Borregales, y a cuantos en Hispanoamérica y fuera de ella han asumido el riesgo de cumplir con esa obligación moral, su comparecencia en el frente común de la dignidad del hombre y de la libertad de la Patria.

Franco combatió y ganó para los españoles y para España la dignidad y la libertad perdidas. Por eso, en todos los meridianos y en todas las latitu­des, en una época convulsa en la que el hombre y la Patria malviven en acoso permanente, Franco, dormido, en espera de la resurrección, al amparo de la cruz que bendice la Basílica del Valle de los Caídos, en la Sierra de Guadarrama, no es ni puede ser ya un recuerdo, es un arquetipo, es algo más que historia, es, por lo que representa, una esperanza para los hombres y para los pueblos que quieran salvarse.

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