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Para titular esta reflexión, he adoptado y adaptado una frase contundente, lacónica y preñada de sentido crítico contra la casta política española, proferida por Estanislao Figueras. En enero de 1873, tras la abdicación de Amadeo de Saboya, el Senado y el Congreso proclamaron la Primera República española (1873-1874) y nombraron presidente a Estanislao Figueras. Ahora bien, según las crónicas de la época y la leyenda urbana, en junio, apenas cuatro meses después de su nombramiento, tras constantes disputas y problemas, y colmada su paciencia, en un último Consejo de Ministros les espetó a sus colegas: “Señores, voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. E, illico, abandonó el Consejo sin dar más explicaciones y sin presentar su dimisión, se dirigió a la estación de Atocha y cogió un tren para París.
Si echamos un vistazo al lamentable espectáculo que está dando, desde hace demasiado tiempo, la actual casta política española, es difícil no darle la razón, siglo y medio después, a Estanislao Figueras y estar de acuerdo con su lapidaria frase, que sintetiza lo que la ciudadanía piensa, hogaño, de los actos, comportamientos, actitudes y aptitudes de la casta política. La ciudadanía está harta de tanto despropósito, de tanta lucha partidista, de tantas mentiras, de tanta injusticia, de tanta dejación de funciones, de tanta incompetencia, etc. Y este hartazgo la está empujando, cada vez más, a gritar a los cuatro vientos: “Señores políticos, ¡estamos hasta los cojones de todos ustedes!”. Y esto sólo puede conducir al rechazo de estos políticos, de estos partidos, de esta democracia, sólo “formal” y no real.
En efecto, el “cahier de doléances” de la ciudadanía española actual es extenso y se amplía, cada día, con nuevas denuncias y quejas. Citemos sólo algunos casos. Por un lado, los partidos políticos son todo menos democráticos: en general, militantes y electos son personas sin oficio reconocido y sin vida laboral propia fuera del partido; y, por lo tanto, sumisas a los dictados del jefe de turno para poder salir en la foto (listas) o conseguir un puesto de trabajo (?). Lo de las primarias y lo de la democracia interna son un brindis al sol y pura filfa. Por otro lado, el costoso y ruinoso Estado de las autonomías es también la bicoca para militantes y electos de los partidos y, al mismo tiempo, el cáncer de nuestro Estado del Bienestar; por eso, no están dispuestos a tocarlo y, aún menos, a eliminarlo. Además, la casta política, en cuyas manos hemos puesto la gestión de nuestros destinos, es responsable del desarrollo económico desigual, partidista, discriminatorio e injusto de las distintas regiones de España, lo que ha dado lugar al desierto de la “España vaciada y vacía”.
No debemos olvidar tampoco que, tras cualquier elección (local, autonómica o nacional), los de la casta política —carente de músculo ético, de honestidad y de vergüenza— se reúnen, como los socios de Monipodio, para repartirse el pastel o botín del poder y así poder vivir sine die del pesebre y del cubil de la política, olvidándose de las promesas electorales y de los ciudadanos. Y, para esto y para “desempoderar” o desarmar a la ciudadanía, no han dudado en controlar, censurar, manipular y secuestrar los medios de comunicación y las redes sociales. Hay que recordar también que los anti-Principitos de la casta política, adictos patológicos al poder, no han hecho ascos a practicar el “ayuntamiento político contra natura” con los nacionalistas, haciendo dejación de sus funciones de guardar y hacer guardar las leyes y poniendo en peligro, así, la soberanía nacional, la paz social y la viabilidad de nuestra democracia.
Además, la casta política española, de alto rango o de baja cama, deja mucho que desear. En general, son indigentes laborales, culturales, intelectuales y éticos. Como rezaba, el 2 de noviembre pasado, el titular de un digital, “cuando el primer trabajo de alguien es ser ministro, algo serio falla en España”. Por eso, los de la casta con poder deben rodearse de asesores que les saquen las castañas del fuego aunque, vistos los resultados conseguidos y las situaciones a las que nos han conducido, deben tener menos luces que Abundio, aquel que vendió el coche para comprar gasolina. ¿Para qué alargar este “cahier de doléances”, explicitando quejas que todos tenemos en mente? Basta con este pequeño muestreo.
En 2013, la cita de Estanislao Figueras fue traída a colación, en la Asamblea de Madrid, por Luis de Velasco (UPyD). En 2016 y en sede parlamentaria nacional, Cayo Lara (IU) recordó también la cita. Y, en marzo de 2021, Fran Carrillo (C’s), en el Parlamento andaluz, hizo igualmente lo propio. Ahora bien, esta expresión de decepción, impotencia y hartazgo no les condujo, como genuinos miembros de la casta política que son, a abandonar la nauseabunda pocilga política, como hizo de manera ejemplar Estanislao Figueras. Y así les ha ido a estas tres “granjas orwellianas”, que están en proceso de desintegración, y así les irá a esas otras que gallean por detentar el título de “partido del Gobierno” y el de “partido de la oposición”.
Ante este estado de cosas, necesitamos una “ley del ostracida”, como la de las ciudades-Estado de la Grecia clásica, cuna de la democracia directa. Así, los ciudadanos dispondremos del instrumento para condenar al ostracismo a los miembros despreciables y corruptos (verdaderas sanguijuelas y garrapatas del cuerpo social) de nuestra casta política. Esta “ley del ostracida” era (y puede volver a ser) un arma democrática contra la casta política que representaba un peligro para la comunidad y para la democracia. Era (y puede volver a ser) un mecanismo de autodefensa popular del bien público. Era (y puede volver a ser) un voto de pérdida de confianza política. Era (y puede volver a ser) un antídoto preventivo contra las intrigas y conjuras de la casta política. En suma, la “ley del ostracida” era una ley que está en las antípodas de la llamada “democracia formal” actual española (aquella del “tú, vota y calla durante 4 años, hasta que vuelva a pedirte el voto para que yo pueda seguir amorrado a las ubres de los presupuestos del Estado”).
Los partidos políticos españoles, como hemos apuntado, son genuinas granjas orwellianas, enfrentadas a cara de perro sólo aparentemente. El diálogo franco, el debate sincero, las sinergias y el pensar de forma altruista en los problemas de la gente no forman parte ni de sus ocupaciones ni de sus preocupaciones. Sus ejecutivas piensan sólo en los intereses tanto del partido como en los particulares suyos. Por eso, los ciudadanos tenemos sobrados motivos para gritar urbi et orbi: 1. que no nos representan; 2. como hubiera repetido Estanislao Figueras, que estamos hasta los cojones de todos ellos; y 3. como hubiera dicho F. Fernán Gómez, que se vayan todos a la mierda.
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