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El papel de la religión islámica en la obra narrativa del escritor francés Michel Houellebecq ha protagonizado varios titulares mediáticos en los últimos años, sobre todo tras la publicación de la novela Sumisión en el año 2015. Sin embargo, el autor no había dejado de reflejar la irrupción de dicho culto en la sociedad francesa y la problemática que ello conllevaba desde mucho antes del atentado contra la revista Charlie Hebdo, que coincidió con la salida al mercado de Sumisión.
Allá por 1994, en su debut con Ampliación del campo de batalla, un joven Houellebecq ponía en boca del personaje protagonista, un informático que acude a visitar a un amigo sacerdote, una reflexión que dejaba en evidencia el fracaso de las políticas de integración fomentadas por la República francesa durante décadas: “Yo nunca había puesto los pies en su casa; sólo sabía que vivía en Vitry. Por lo demás, la vivienda de protección oficial estaba bien cuidada. Dos jóvenes árabes me siguieron con la mirada, y uno de ellos escupió al suelo cuando pasé. Por lo menos no me escupió a la cara”[1]. A continuación, el sacerdote retrataba la realidad de su barrio de residencia: “Ya te había dicho que Vitry no es una parroquia fácil; es peor aún de lo que te puedas imaginar. Desde que llegué he intentado formar grupos de jóvenes; nunca ha venido ni uno. Hace tres meses que no he celebrado un bautismo. En misa nunca he conseguido tener más de cinco personas: cuatro africanas y una vieja bretona, creo que tenía ochenta y dos años; había sido empleada de ferrocarriles. Hacía mucho que era viuda; sus hijos ya no iban a verla, y ella ya no tenía sus direcciones. Un domingo no la vi en misa. (…) Sus vecinos me contaron que alguien la había atacado; la habían llevado al hospital, pero sólo tenía unas fracturas leves”[2]. Más adelante el sacerdote acusaba a los hospitales de aplicar la eutanasia a los ancianos al margen de la legalidad, algo a lo que el autor también aludiría más adelante en otras novelas.
Pero si Houellebecq ha sido reconocido literariamente es a causa de Las partículas elementales, una novela publicada en 1998 donde a lo largo de sus páginas retrata las miserias de la sociedad posmoderna surgida del zeitgeist del Mayo de 1968 francés, considerada por los críticos como la mejor obra del autor. Uno de los hermanos protagonistas, Bruno, es un profesor que durante su juventud frecuentó el entorno del humanismo cristiano de izquierdas y, entre sus muchas obsesiones relacionadas con el hastío vital y una pulsión sexual insatisfecha, en un momento de esa época alude a la atracción que siente por una de sus alumnas: “Al cruzar el Sena, me acordé de Adjila. Era una magrebí de mi clase de segundo, muy guapa, muy elegante. Buena alumna, seria, adelantada un año. Tenía una cara inteligente y dulce, nada burlona; quería sacar buenas notas, era evidente. Esas chicas viven a menudo entre brutos y asesinos, basta con ser un poco amable con ellas”[3]. Cabe apuntar que las reflexiones cuando alude a otros hijos de inmigrantes, sobre todo a los jóvenes de raza negra, no son tan amables.
La cuestión del islam vuelve a surgir cuando la madre de los hermanos protagonistas, una militante entusiasta del progresismo sesentayochista y su revolución sexual, fallece y tienen que acudir a una comuna de antiguos hippies derivados en ecologistas, donde el mismo Bruno despacha sobre ella en los siguientes términos: “Parece que la vieja puta se convirtió al islam a través de la mística sufí o una chorrada por el estilo”[4].
Hasta aquí nos encontramos con tres rasgos que la literatura houellebecquiana atribuye a la presencia del islam en la sociedad francesa: jóvenes varones que odian a los nativos, mujeres también jóvenes que buscan salir del represivo entorno familiar, y burgueses que ven en el islam una tendencia espiritual equivalente a una especie de yoga árabe; los cuales se mantendrán en su siguiente obra publicada en 2001, Plataforma, donde los personajes se mostrarán todavía más contundentes. Esta novela fue escrita con anterioridad a los atentados en territorio estadounidense que justificaron las invasiones de Afganistán e Irak por parte de los Estados Unidos de América, además de situar el yihadismo como una amenaza a escala global; y comienza con el asesinato del padre del protagonista a manos del hermano de su asistenta, con quien mantenía una relación sentimental. La joven habla sobre su entorno en los siguientes términos: “No puedo esperar nada de mi familia (…) No sólo son pobres, encima son imbéciles. Hace dos años, mi padre fue de peregrinaje a La Meca; desde entonces, no hay quien le saque de ahí. Y mis hermanos son todavía peores: se divierten mutuamente con sus gilipolleces, se ponen ciegos de pastis mientras pretenden ser los depositarios de la verdadera fe, y se permiten llamarme guarra porque prefiero trabajar a casarme con un imbécil como ellos”[5]; a lo cual el protagonista, Michel, reflexiona: “Es verdad, en general los musulmanes no están muy bien… (…) En ese momento tuve una especie de visión en la que los flujos migratorios eran vasos sanguíneos que atravesaban Europa; los musulmanes eran coágulos que se reabsorbían despacio”[6].
Más adelante, Michel comienza una relación sentimental con Valerie, una trabajadora del sector turístico, la cual escucha por boca de su jefe la siguiente reflexión sobre el papel de los descendientes de los inmigrantes del entorno islámico durante un proceso de selección de personal: “Para atraer a la gente hay que usar muchos tópicos sobre los países árabes: la hospitalidad, el té con menta, las fantasías, los beduinos…, he visto que a estos les cuesta tragar con ese tipo de cosas; de hecho, no soportan a países árabes en general (…) El origen de la gente forma parte de su personalidad, está claro que hay que tenerlo en cuenta. Por ejemplo, contrataría sin dudarlo a un inmigrante tunecino o marroquí, aunque llevara en Francia mucho menos tiempo que Noureddine, para las negociaciones con los proveedores locales. La doble pertenencia es una ventaja, siempre se puede pillar en falso al interlocutor. Además, llegan con la imagen de alguien que ha tenido éxito en Francia, todo el mundo los respeta de entrada, los proveedores tienen la impresión de que no hay quien les meta un gol. Los mejores negociadores con los que he trabajado siempre tenían doble origen”[7].
Más adelante, en uno de sus viajes con Valerie por Egipto, Michel asiste a la larga perorata de un nativo sobre los problemas que la religión islámica ha acarreado a su país: “¡Cuando pienso que este país lo ha inventado todo! (…) La arquitectura, la astronomía, las matemáticas, la agricultura, la medicina… (…) Desde la aparición del islam, nada más. La nada intelectual absoluta, el vacío total. Nos convertimos en un país de mendigos piojosos. (…) Tiene que recordar, mi querido señor (…), que el islam nació en pleno desierto, entre escorpiones, camellos y toda clase de animales feroces. ¿Sabe cómo llamo yo a los musulmanes? Los miserables del Sáhara. No se merecen otro nombre. ¿Cree usted que el islam podría haber nacido en una región tan fértil? (…) El islam sólo podía nacer en un estúpido desierto, entre beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que dar por culo a sus camellos. Cuanto más monoteísta es una religión, piénselo, querido señor, más inhumana y cruel resulta; y de todas las religiones, el islam es la que impone un monoteísmo más radical. Desde que surgió, ha desencadenado una serie ininterrumpida de guerras de invasión y de masacres; mientras exista, la concordia no podrá reinar en el mundo. Ni habrá nunca sitio en tierras musulmanas para la inteligencia y el talento; si han existido matemáticos, poetas y sabios árabes, es sólo porque habían perdido la fe. (…) El paso al monoteísmo no tiene nada de esfuerzo de abstracción, como algunos afirman: sólo es un paso hacia el embrutecimiento. Tenga en cuenta que el catolicismo, una religión sutil que yo respeto, que sabía lo que conviene a la naturaleza del hombre, se alejó rápidamente del monoteísmo que imponía su doctrina inicial. A través del dogma de la Trinidad, del culto a la virgen y los santos, el reconocimiento del papel de los poderes infernales, la admirable invención de los ángeles, reconstituyó poco a poco un auténtico politeismo; y sólo con esta condición ha podido cubrir la tierra de innumerables esplendores artísticos. ¡Un dios único! ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo inhumano y mortífero!… Un dios de piedra, mi querido señor, un dios sangriento y celoso que nunca debería haber cruzado las fronteras del Sinaí. (…) No, créame, mi querido señor, el desierto sólo produce desequilibrados y cretinos”[8].
Hacia el final de la obra, Valerie es asesinada en un atentado yihadista ocurrido en Tailandia mientras asistían a una celebración de Año Nuevo tras poner en marcha un negocio de turismo sexual internacional; destrozado, Michel reivindica la islamofobia para dar sentido a su existencia: “Está claro que uno puede seguir con vida sólo porque alimenta un deseo de venganza; mucha gente ha vivido así. El islam me había destrozado la vida, y desde luego el islam era algo que podía odiar; durante los días que siguieron, intenté sentir odio por los musulmanes. Me salía bastante bien y empecé a prestar atención otra vez a la información internacional. Cada vez que oía que un terrorista palestino, un niño palestino o una mujer palestina embarazada habían sido asesinados en la franja de Gaza, me estremecía de entusiasmo pensando que había un musulmán menos”; hasta que la coincidencia en un bar con un banquero jordano que asegura comprender la hostilidad hacia el islam le lleva a considerar que terminará desapareciendo en algún momento futuro: “El problema de los musulmanes, dijo, es que el paraíso prometido por el profeta ya existía aquí abajo; había sitios en la tierra con muchachas disponibles y lascivas que bailaban para el placer de los hombres, donde uno podía embriagarse con néctares y escuchar música de tonos celestiales (…) Eran lugares fácilmente accesibles, para entrar no había que cumplir los siete deberes del musulmán ni abrazar la guerra santa; bastaba con pagar unos pocos dólares. Y ni siquiera hacía falta viajar para darse cuenta de todo eso; una antena parabólica era más que suficiente. No le cabía duda, el sistema musulmán estaba condenado a la extinción: el capitalismo era más fuerte. Los jóvenes árabes sólo pensaban en el consumo y en el sexo. Por mucho que a veces pretendieran lo contrario, su sueño era sumarse al modelo norteamericano: la agresividad de algunos sólo era consecuencia de una envidia impotente; afortunadamente, cada vez había más que le daban abiertamente la espalda al islam. Él no había tenido suerte, ya era viejo, y durante toda su vida había tenido que transigir con una religión que despreciaba. Yo estaba un poco en el mismo caso: seguro que un día el mundo se libraría del islam, pero para mí sería demasiado tarde”[9].
Esta última reflexión no será muy diferente a la que exponga Houellebecq en La posibilidad de una isla, publicada en 2005, donde una de las tramas es la irrupción del elohimismo, un culto religioso a unos creadores extraterrestres similar a la Iglesia de la Cienciología, que garantizaría la vida eterna de los seres humanos por métodos científicos que replicarían exactamente un individuo (yendo más allá de la clonación a la hora de dar origen a una vida tomando los restos biológicos de otra), y al cual se uniría Daniel, un cómico hastiado de la vida, sobre todo por su fracaso con las mujeres. Explicando cómo iría imponiéndose dicho culto sobre las religiones tradicionales, el narrador alude al islam como una religión que se habría convertido en dominante en Europa a comienzos del siglo XXI: “El islam, curiosamente, fue un bastión de resistencia más duradero. Apoyándose en una inmigración masiva e incesante, la religión musulmana se reforzó en los países occidentales casi al mismo ritmo que el elohimismo; si bien se dirigía prioritariamente a las poblaciones procedentes del Magreb y del África negra, cosechaba sin embargo un éxito igualmente creciente entre los viejos europeos, un éxito achacable a su machismo. Y es que, si bien el abandono del machismo había hecho infelices a los hombres, no por ello había hecho felices a las mujeres. Cada vez era mayor el número de hombres, y sobre todo de mujeres, que soñaban con el retorno a un sistema donde las mujeres fueran púdicas y sumisas, y se preservara su virginidad. Por supuesto, al mismo tiempo, no dejaba de acrecentarse la presión erótica sobre los cuerpos de las jovencitas, y la expansión del islam sólo fue posible gracias a la introducción de una serie de compromisos, alcanzados bajo la influencia de una nueva generación de imanes que, inspirándose tanto en la tradición católica como en los reallity-shows y en el sentido del espectáculo de los televangelistas americanos, elaboró un guion de vida edificante destinado al público musulmán, basado en la conversión y el perdón de los pecados, dos nociones en realidad relativamente ajenas a la tradición islámica. (…) En un lapso de un par de décadas, el islam consiguió asumir en Europa el papel que desempeñó el catolicismo durante su periodo de fasto: el de una religión oficial, organizadora del calendario y de las miniceremonias que marcaban el ritmo del paso del tiempo, con dogmas lo bastante primitivos para estar al alcance del mayor número posible de gente, y que a la vez conservaban una ambigüedad capaz de seducir a las mentes más sutiles; que en principio reclamaba una temible austeridad moral, y al mismo tiempo, en la práctica, mantenía abiertas puertas que permitían la redención de cualquier pecador.
(…) De hecho, la caída del islam en Occidente recuerda curiosamente la del comunismo, algunas décadas antes: en ambos casos, el fenómeno de reflujo nació en los países emisores, y en pocos años barrió las organizaciones, poderosas y riquísimas, implantadas en los países receptores. Cuando los países árabes, tras años de labor de zapa, sobre todo a través de conexiones clandestinas en internet y de descargas de productos culturales decadentes, pudieron acceder al fin a un modo de vida basado en la libertad sexual y el ocio, el entusiasmo de la población fue tan intenso y tan vivo como lo fuera, medio siglo antes, en los países comunistas. (…) Entonces quedó perfectamente claro, a ojos de los pueblos occidentales, que sólo la ignorancia y la imposición habían mantenido a los países musulmanes en su fe primitiva; privados de su base social, los movimientos islamistas occidentales se derrumbaron de golpe”[10].
Hasta la publicación de Sumisión en el año 2015 el islam representaba en las novelas de Michel Houellebecq el papel de una religión propia de sociedades atrasadas técnica y socialmente respecto al Occidente moderno; un culto que, tarde o temprano, tendría que sucumbir ante el capitalismo y su sociedad de consumo, al igual que habría ocurrido con el catolicismo. En cambio, en Sumisión nos encontramos con un giro radical en este sentido.
La Francia que plantea Houellebecq en Sumisión es la siguiente: ante la debacle de los partidos del establishment, sobre todo de los socialistas gobernantes (en la realidad alternativa de la novela no figura Emmanuel Macron), éstos unen fuerzas en torno al candidato de un partido musulmán con tal de privar del poder al Frente Nacional, electoralmente el primer partido de los franceses. Entre tanto, la amenaza de una guerra racial es una realidad de la que los medios de información no hablan pero que enfrenta a unos identitarios que pretenden acelerar la caída del régimen antes de que la demografía lo haga imposible y unos islamistas también dispuestos a tomar las armas. Estos islamistas, al igual que les ocurre a los identitarios con el Frente Nacional, juzgan al candidato musulmán como moderado y, a la vez, algo preferible a la otra alternativa real; son, en cierto modo, las dos caras de una misma moneda, como deja entrever el autor por medio de un joven profesor universitario vinculado a los identitarios franceses (un personaje que aparece poco al comienzo y, todo sea dicho, queda muy desaprovechado posteriormente en el nudo y desenlace de la trama). De orientarse por las críticas sobre la novela, cualquiera creería que la Francia de Sumisión es una versión europea de Arabia Saudí o, más exactamente, de Irán, por tomar un ejemplo de un país moderno donde el islam político cambió las minifaldas por los burkas; es más, es comprensible creerlo cuando una cita del ayatolá Jomeini irrumpe antes de la parte final del libro. Sin embargo, el electo presidente musulmán de la novela tiene como proyecto, tomando la referencia del Imperio Romano, una Francia que promueva la integración de los países musulmanes mediterráneos en la Unión Europea y, a la larga, ser el primer presidente de una Unión Europea donde los partidos musulmanes serían la clave en varios gobiernos nacionales. El francés sería el nuevo latín y ese entramado geopolítico contaría con el respaldo de los países árabes, quienes podrían deshacerse de Estados Unidos como aliado. Obviamente, Sumisión retrata una Francia donde las mujeres son apartadas de los puestos directivos; y de donde huye la población judía mientras la población católica se encuentra a salvo, promoviéndose incluso desde el nuevo poder el modelo económico del distributismo planteado por intelectuales católicos como justificación para recortar el gasto social del Estado. Por otra parte, la delincuencia se ve reducida (nada que ver con la racaille queriendo entrar por la fuerza en un estadio de fútbol) y la paz social quebrada continuamente pasa a formar parte del pasado. Para ello los socialistas habrían renunciado a controlar el sistema educativo, el cual sería reducido al mínimo en el sector público y promovidas las instituciones educativas religiosas de ámbito privado, sobre todo las musulmanas, quienes todavía apreciarían el prestigio social de los cargos relacionados con el conocimiento, algo que les haría ganarse enseguida el apoyo de los profesores universitarios.
Para justificar toda esa evolución del laicismo a la islamización institucional, Houellebecq utiliza el personaje de Robert Rediger, un funcionario de origen belga y antiguo militante identitario converso al islam: “Creo que a los quince años supe que el retorno de lo religioso, del que se empezaba a hablar entonces, sería ineluctable. Mi familia era bastante católica (aunque ya empezaba a quedarme un poco lejos, los católicos fueron sobre todo mis abuelos), así que con toda naturalidad me orienté en primer lugar hacia el catolicismo. Y, desde mi primer año en la universidad, simpaticé con el movimiento identitario.
(…) Nunca he ocultado mi militancia juvenil… (…) Y a mis nuevos amigos musulmanes nunca se les ha ocurrido reprochármela; les parece muy normal que, en mi búsqueda de una manera de salir del humanismo ateo, me volviera en primer lugar a mi tradición de origen. Por otra parte, no éramos ni racistas, ni fascistas, o sí, para ser honesto, algunos identitarios no estaban muy lejos de ello; pero, en todo caso, yo nunca lo fui. Los fascismos siempre me han parecido una tentativa espectral, de pesadilla y falsa de devolver a la vida a naciones muertas; sin la cristiandad, las naciones europeas no eran más que cuerpos sin alma, unos zombis. La cuestión era la siguiente: ¿podía revivir la cristiandad? Lo creí, lo creí unos años, con crecientes dudas, cada vez estaba más influido por el pensamiento de Toynbee, por su idea de que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan.
(…) Esa Europa que era la cumbre de la civilización humana se ha suicidado, en el espacio de unas décadas (…) Hubo en toda Europa movimientos anarquistas y nihilistas, llamamientos a la violencia y negación de toda ley moral. Y luego, unos años más tarde, todo acabó con esa locura injustificable de la Primera Guerra Mundial. Freud no se equivocó, tampoco Thomas Mann: si Francia y Alemania, las dos naciones más avanzadas, las más civilizadas del mundo, pudieron lanzarse a esa insensata carnicería, significa que Europa está muerta”[11].
François, el protagonista, estudia un libro proselitista escrito por Rediger, quien le anima a convertirse al islam para gozar de un próspero futuro como profesor universitario en la nueva sociedad francesa, y el protagonista apunta en sus reflexiones que “el conjunto del artículo era una proposición alusiva a sus antiguos camaradas tradicionalistas e identitarios. Era trágico, defendía con fervor, que una hostilidad irracional hacia el islam les impidiera reconocer esta evidencia: en lo esencial, estaban totalmente de acuerdo con los musulmanes. En el rechazo del ateísmo y del humanismo, en la necesaria sumisión de la mujer, en el retorno del patriarcado: su combate, desde todos los puntos de vista era exactamente el mismo. Y ese combate necesario para la instauración de una nueva fase orgánica de civilización ya no podía llevarse a cabo hoy en día en nombre del cristianismo; era el islam, religión hermana más reciente, más simple y más verdadera (¿por qué, por ejemplo, Guénon se había convertido al islam? Guénon era ante todo una mente científica, y eligió el islam como científico, por economía de conceptos; y para evitar, también, ciertas creencias irracionales marginales, como la presencia real en la Eucaristía), era el islam, pues, el que hoy había tomado el relevo. A fuerza de melindrerías, zalamerías y vergonzoso peloteo de los progresistas, la Iglesia católica se había vuelto incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres. De rechazar clara, vigorosamente, el matrimonio homosexual, el derecho al aborto y el trabajo de las mujeres. Había que rendirse a la evidencia: llegada a un grado de descomposición repugnante, Europa occidental ya no estaba en condiciones de salvarse a sí misma, como no lo estuvo la Roma antigua en el siglo V de nuestra era. La llegada masiva de poblaciones inmigrantes impregnadas de una cultura tradicional marcada aún por las jerarquías naturales, la sumisión de la mujer y el respeto de los ancianos constituía una oportunidad histórica para el rearme moral y familiar de Europa, abría la perspectiva de una nueva edad de oro para el viejo continente. Esas poblaciones eran a veces cristianas; pero por lo general, había que admitirlo, eran musulmanas.
Rediger era el primero en reconocer que la cristiandad medieval fue una gran civilización, cuyos logros artísticos permanecerían eternamente vivos en la memoria de los hombres; pero poco a poco perdió terreno, tuvo que transigir con el racionalismo, renunciar a someter el poder temporal, y así poco a poco se condenó, ¿y ello por qué? En el fondo, era un misterio; Dios así lo decidió”[12].
Antes del final, la trama de la novela alude a que Bélgica asistiría a un proceso similar al francés, allanado por la facilidad de las diferentes facciones musulmanas de ese país para alcanzar acuerdos frente a la hostilidades nacionalistas entre flamencos y valones de los nativos belgas: “Ahora, el Partido Musulmán de Bélgica acababa de llegar al poder. En general, se consideraba un acontecimiento importante, desde el punto de vista del equilibrio político europeo. Naturalmente, ya había partidos musulmanes nacionales que formaban parte de coaliciones de gobierno en Inglaterra, Holanda y Alemania; pero Bélgica era el segundo país, después de Francia, donde el partido musulmán contaba con una posición mayoritaria. El tremendo fracaso de la derecha europea tenía en el caso de Bélgica una explicación simple: mientras los partidos nacionalistas flamenco y valón, con diferencia las primeras formaciones políticas en sus respectivas regiones, nunca habían logrado entenderse, y ni siquiera habían entablado un verdadero diálogo, los partidos musulmanes flamenco y valón, sobre la base de una religión común, habían llegado fácilmente a un acuerdo de gobierno”[13].
Entre la publicación de La posibilidad de una isla y la de Sumisión pasaron diez años. ¿Cómo puede justificarse un cambio tan radical a la hora de presentar el islam, pasando de juzgarlo un culto que desaparecería por no poder competir con la sociedad de consumo, a verlo como la fe que llenará el vacío dejado por la decadencia y repliegue de la religión autóctona católica? Al margen de que estamos hablando de novelas de ficción donde el autor puede plantear la situación que considere oportuna, es muy posible que la lectura de René Guénon haya servido a Michel Houellebecq de acicate. Si René Guénon justificó su conversión al islam por la exactitud que le atribuyó como verdad matemática (es decir, que Alá sería el Dios Único y Verdadero tal y como dos y dos suman cuatro), y dado que el devenir de los acontecimientos todavía no ha fructificado en ningún culto sostenido por la evidencia científica de vencer a la muerte por medio de clones o réplicas humanas del mismo individuo (algo que no es descartable en un futuro más o menos cercano), sumado a la guetización de las sociedades occidentales, la intuición de Michel Houellebecq ha debido llevarle a la conclusión de que el islam podría erigirse a medio plazo en la principal religión de Europa por motivos más allá de los demográficos. Y ahí estaría la gran tragedia que termina planteando la literatura houellebecquiana: ¿Está Europa condenada a la islamización para salvarse de la degeneración posmoderna?
[1] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, pág. 112
[2] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, págs. 112 y 113
[3] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, pág. 298
[4] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, pág. 347
[5] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, pág. 422
[6] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, págs. 422 y 423
[7] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, pág. 554
[8] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, págs. 589 y 590
[9] Anagrama, 1ª edición en Compendium, 2019, págs. 658 y 659
[10] Debolsillo, 10ª edición, 2022, págs. 323 y 324
[11] Anagrama, 4ª edición, 2022; págs. 239-241
[12] Anagrama, 4ª edición, 2022; págs. 258-260
[13] Anagrama, 4ª edición, 2022; pág. 262
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