21/11/2024 15:01
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Los que perdimos es la continuación de Las últimas banderas, que repasamos aquí. Al introducir esta novela (Las últimas banderas, de Ángel María de Lera) indicamos que el autor fue un anarquista del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña, comisario político durante la Guerra Civil, detenido y condenado a muerte cuya pena fue conmutada, que fue indultado. Se dedicó a oficios varios para salir adelante hasta tomar la pluma y recibir el Premio Nadal en 1956 por Los clarines del miedo (novela taurina). En 1967, ganó el Premio Planeta con esta novela.

Es hoy en día un autor olvidado, quizás porque se integró en el Estado nacional, sus libros se pueden comprar  aprecios de saldo Este en particular se puede leer aquí: https://telegra.ph/Los-que-perdimos-06-11-53. Leemos en la introducción a Los que perdimos:

Quizá Los que perdimos sea su novela más profunda, compleja y difícil, en la que sus dotes de introspección, análisis y síntesis, y su capacidad evocadora, alcanzan las más altas cotas en su carrera de novelista.

Ya advertí de que no soy capaz de “meterme en la novela” porque veo el texto como memorias o cuasi memorias, con los personajes ficticios, pero construidos a base de hechos que sucedieron en la realidad, tal cual o muy parecidos. No le quita ningún valor al texto -incluso para mí lo hace más interesante- solo que yo no lo percibo como ficción.

En todo caso, en el capítulo anterior Federico Olivares -el protagonista- se entrega poco después del fin de la guerra, porque es incapaz de tratar de camuflarse en el ambiente, como le proponen. No huye de Madrid y en esto hay una diferencia con casos como el de De Guzmán, del que hemos tratado: al no huir, De Lera no pasa por Los Almendros ni Albatera, es detenido en Madrid. Esta segunda parte de la tetralogía trata de eso.

Se reproducen a continuación una generosa colección de extractos del libro, centrados en el ambiente de los centros de detención:

Capítulo I. … puesto que en un solo día, / mil días se consumieron.

 

Federico Olivares y otro preso están en el calabozo. Hablan con su guardián, el falangista Valdivia. Un diálogo de guardián falangista con preso rojo que -podemos imaginarlo- se reproduciría tantas y tantas veces en tantos sitios con pequeñas variaciones:

Fue otra vez Valdivia quien rompió a hablar:

  —¿Habéis estado presos antes de ahora?

  Federico Olivares negó con la cabeza. Molina, en cambio, dijo:

  —Yo sí; varias veces, ¿y tú?

  —Desde el verano pasado hasta que entraron las tropas nacionales, en San Antón. ¡Lo mío!

  Entonces, sonriendo levemente, le preguntó Olivares:

  —Así, has pasado de preso a guardián, ¿no?

  —Sí, cosas de la vida… —y, tras una pausa, agregó—: Todavía me rasco las costras que me hicieron las picaduras de las chinches. ¡Nos comían vivos!

  —¿Y por qué fuiste a parar a San Antón?

  —¿Que por qué? —y Valdivia se enderezó como si aún sintiera en sus espaldas los aguijones de las chinches—. ¡Vaya pregunta, hombre! Ni que llegaras ahora de la China… Vamos, que tú no sabías que las prisiones rojas estaban a rebosar de nacionales, ¿eh?

  Molina hizo un gesto de asentimiento y dijo suavemente:

  —Sabía que había presos políticos, naturalmente. Estábamos en guerra y…

  —Pues yo era uno de ellos —le interrumpió su guardián—. Me trincaron en agosto, junto con otros muchos, por pertenecer a la Falange clandestina, lo que vosotros llamabais quinta columna.

  —¿Ya eras falangista el 18 de julio?

  Valdivia le miró fijamente unos segundos, como si dudara en contestar, pero finalmente dijo:

  —Sólo de derechas. Hasta que matasteis a un tío mío, que era cura y muy buena persona. Entonces fue cuando me afilié a Falange.

Federico y Molina cruzaron entre sí una mirada urgente. En ambos, las palabras de Valdivia habían levantado la misma sospecha. Y Federico quiso salir de dudas.

  —¿Matasteis dices? ¿Es que piensas que nosotros…, vamos, que fuimos nosotros los que mataron a tu tío cura?

  Valdivia se recreció. Miró a sus prisioneros, gozando en silencio de su zozobra, y luego dejó caer sus palabras equívocamente acusadoras:

  —Alguien lo hizo, digo yo, ¿no?

  —Claro, pero no nosotros —se apresuró a replicar Molina.

  Valdivia se encogió de hombros.

  —Hombre, ahora todo el mundo se lava las manos o se hace el inocente. Pero ahí están los muertos… Fueron tantos, que tuvieron que ser también muchos los matadores. ¿Y quién me dice a mí que no habéis dado «paseos» vosotros también?

  Las palabras de Valdivia irritaron a Olivares, que estalló:

  —Oye, tú, que muertos y matadores ha habido en las dos zonas. ¿O es que me vas a negar que en la otra zona se hizo una buena limpia de partidarios de la República?

  —¿De la República? ¡Valiente mierda de República! —y los ojos de Valdivia relucieron.

  —Es igual. No vamos a discutir eso ahora —replicó Olivares, enardecido—. Pero ¿es cierto o no que tanto en un lado como en otro se cometieron barbaridades? ¿Y qué culpa tenemos de ello nosotros… o tú?

  —¡No compares! —gritó Valdivia.

  —Si no trato de comparar, hombre —agregó irónicamente Olivares—. Sólo pretendo aclarar las cosas.

  Valdivia, rojo de ira momentos antes, se calmó de pronto. Volvió a mirar despacio a los detenidos, volvió a rascarse la espalda contra el bastidor de la puerta, sonrió con aire de superioridad y, finalmente, dijo:

  —Me parece que se te olvida una cosa, rojillo. Una cosa muy importante, y es que nosotros hemos ganado y vosotros habéis perdido. ¿Te parece poca la diferencia?

  Ahora se burlaba, y Federico optó por contenerse y callarse. El cigarrillo se le había apagado y aprovechó la pausa para encenderlo otra vez. Molina, por su parte, intentó suavizar la tensión creada por la disputa.

  —Tienes razón, hombre —dijo en tono conciliador a Valdivia—, pero todo eso pasó ya, afortunadamente. Aquello era la guerra y esto es la paz. ¿No es bastante que hayamos perdido?

  Federico parecía preocupado únicamente por su cigarrillo. Valdivia, en cambio, tiró al suelo la punta del suyo y, después de pisarla con fuerza, se encaró con Molina, nuevamente excitado:

  —Sí, y todos iguales, ¿no? Pues no. Alguien tiene que pagar. Haceros a esa idea.

  Molina tragó saliva y, sin dejar de sonreír pálidamente, insistió:

  —Pero vosotros mismos habéis dicho que el que no tenga las manos manchadas de sangre o robo no tiene nada que temer. Si es así…

  —Y es cierto —le interrumpió vehementemente Valdivia—, y es cierto. Pero ¿quién de vosotros tiene limpias las manos? ¡Ninguno! Unos por matar, otros por mandarlo y otros por consentirlo, resulta que todos estáis pringados.

Como indicado, me parece muy realista. Estos diálogos tuvieron que producirse miles de veces.

Traen otros presos. De Lera interrumpe a veces la narración de los hechos para contar los pensamientos de algún personaje. De esta forma se presentan estos presos, nuevos personajes de la novela, que reflexionan sobre lo que los ha llevado allí. Por ejemplo:

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José Manuel Garrido y León, cubano, hijo de un español que emigró a Cuba y regresó. Está casado con la hija de un anarquista y tienen una hija. Estudió en la escuela de El Debate y durante la guerra trabajó en un periódico anarquista por ganarse un jornal. Esto sería su perdición. Hace versos. 

Una curiosidad:

… me hice amigo de un joven algunos años mayor que yo, que ya destacaba por su facilidad de palabra, por su impetuosidad y sus dotes de poeta; Afrodisio Ruidera. A propósito, ¿por dónde andará ahora Afrodisio Ruidera? Se oye mucho su nombre. Debe de ser un jefe importante. Le diré a Enriqueta que lo busque, porque se acordará de mí, claro, y podrá echarme un cable en esta situación en que me encuentro. A no ser que… ¿Y si me pregunta por qué no seguí su mismo camino? ¡Hum! Yo me quedé con éstos. Pero ¿qué otra cosa podía yo hacer entonces?

Afrodisio Ruidera no puede ser otro que Dionisio Ridruejo.

Y otra:

… ¿y el bautizo? Mi suegro no quería ni oír hablar de semejante cosa, pero entonces fue mi suegra la que zanjó la disputa de forma inapelable:

—¿Qué quieres, Simón?, ¿que nuestra nieta sea mora?

Hace unos años me contaron que en Andalucía se dice cuando se bautiza a un niño que “ya no es moro”. Me pareció muy raro, pero tiene su explicación: está los musulmanes consideran que todos nacemos musulmanes, aunque no lo sepamos. Pues eso.

El siguiente es otro joven, Agustín Arias, que fue nombrado comisario político en el Ejército Rojo. Despreocupado y vitalista, y con un gran memorión que le hacía capaz de repetir discursos famosos:

La lectura y el fútbol. Y fumar puros y comer bien. A todo ello me enseñó mi padre. Él era también anticlerical y liberalote. De él me viene a mí la vena… Se pasaba leyendo todo el tiempo que le dejaba libre su ropavejería, que era mucho, porque en cuanto ganaba lo suficiente, echaba el cierre y ya no había dios que le sacara de sus libros, aunque le ofrecieran oro en paño.

Por cierto, me llevé un chasco con Pestaña. Yo pensaba que sería un hombre violento, arrollador, de ardiente temperamento, y era todo lo contrario: razonador, calmoso, frío. Recuerdo que nos dijo una vez a los jóvenes:

    —Nosotros no hemos desencadenado esta revolución. Nos la han impuesto, lo cual quiere decir que nos ha cogido desprevenidos, sin preparación.

Suena el Cara al Sol mientras están en el calabozo:

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El himno estremecía. Fuerte, cortado, rotundo, como una marcha militar. Sus frases líricas reventaban como cohetes multicolores en la noche festiva. Era un canto de victoria juvenil, alegre, punzante, que removió en los prisioneros los entusiasmos de otras horas.

  Siguieron los gritos:

  ¡ESPAÑA! ¡UNA!

  ¡ESPAÑA! ¡GRANDE!

  ¡ESPAÑA! ¡LIBRE!

  ¡ARRIBA ESPAÑA! ¡ARRIBA!

  Tres gritos como tres descargas de fusilería. Luego, a la orden de ¡Rompan filas!, el coro contestó:  —¡FRAN-CO!

Hasta los rojos reconocen la grandeza de este himno. Y es comprensible.

Capítulo II. … o mil días fueron uno, / un solo día de fuego.

 

Olivares es enviado a declarar. Le interroga otro falangista y todo se desenvuelve en un ambiente de gran empatía:

 —Es una lástima que no nos hayamos entendido antes de la guerra o en la guerra, porque nosotros también somos sindicalistas. —Olivares permaneció impasible y Blas agregó—:

  —Claro que nos separa algo muy importante y es que nosotros somos católicos y vosotros ateos.

  Federico sonrió entonces levemente.

  —Hombre, tanto como ateos… Entre nosotros también hay creyentes. Lo que pasa es no somos confesionales y dejamos fuera de nuestra actividad la cuestión religiosa que, a nuestro juicio, debe resolverse en la intimidad de la conciencia de cada individuo.

(Lamento que estos hombres no sean mis jueces, porque, si lo fueran, estoy seguro de que escaparía bien. No hay duda de que me los he ganado. Y me los he ganado sin proponérmelo, sin recurrir a ninguna bajeza. Realmente, todo esto parece un sueño. ¿Iré a despertarme de un momento a otro? A veces he soñado que, despertaba y, sin embargo, seguía soñando. Dice que soy valiente…).

  —Nos vimos metidos en una guerra y en seguida estalló la revolución, para la que no estábamos preparados, a mi juicio. Intervinieron luego las potencias extranjeras y ya no fuimos dueños de nuestros actos.

  —Nosotros sí.

  Olivares se encogió de hombros. Blas prosiguió:

  —Y haremos ahora la revolución, nuestra revolución, porque no podemos traicionar a nuestros muertos.

  —Me gustaría ver los resultados. De veras me gustaría.

  —Y a mí encontrarte algún día para seguir hablando de todo esto, para decirte: mira lo que hemos conseguido, ¿qué te parece esta nueva España, alegre, trabajadora y justa? 

    (Y siente lo que dice. ¡De veras! Lo que pueden las palabras… Son como el alcohol…).

Los pensamientos de los personajes -frecuentes en la novela- van entre comillas y en cursiva en el original. Se entiende que este autor y estas novelas estén “olvidadas”, no interesa mostrar cosas como esta, la empatía que surge entre las buenas personas de los bandos enfrentados al tratarse. Y no, no es síndrome de Estocolmo.

El nuevo ambiente de Madrid:

En los tranvías se apretujaban, hasta descolgarse por los estribos, hombres y mujeres demacrados y silenciosos, aunque hubiese algún viajero que se esforzara en aparecer desafiante y distinguirse entre la masa en que por fuerza tenía que ir incrustado, hablando en voz alta sobre la sordidez y la cobardía de los rojos. Por las aceras, muchas sotanas, hábitos religiosos, uniformes militares y algunos hombres huidizos, con la gorra encasquetada hasta las cejas y los cuellos de las zamarras subidos hasta la nariz, y mujeres enajenadas y sin rumbo. De entre los transeúntes, algunos volvían su mirada de odio incandescente a los presos del camión; otros, los menos, con una velada simpatía y los más los ignoraban cobardemente.

Una curiosa escena:

Los centinelas y la guardia del camión impidieron ásperamente, formando una valla con sus cuerpos y sus fusiles, que las mujeres se acercasen a los detenidos, pero no pudieron evitar que los animasen con sus calientes palabras y gritos:

  —¡Ánimo, que os queda muy poco!

  —¡Pronto estaréis en casa!

  —¡Guapos!

  Una ola de ternura y efluvios femeninos envolvió un instante a los hombres, que se sentían así consolados, fortalecidos y acompañados.

No me imagino una escena equivalente en la España roja, y menos aún en una postguerra roja.

Seguirá con el capítulo 3.

Feliz Pascua de Resurrección.

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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