18/05/2024 20:15
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Estamos en estos días celebrando otro aniversario del final de la Cruzada, y descontando los años que nos quedan para celebrar el centenario por todo lo alto. El momento más dramático de la Cruzada es sin embargo el de su comienzo, el del 18 de Julio; un día antes en la Tingitana.

El libro “Así empezó…” trata precisamente de algunos aspectos interesantes de ese comienzo. Recoge las memorias de José Ignacio Escobar y Kirkpatrick, marqués de las Marismas y después de Valdeiglesias, monárquico y colaborador de Acción Española. Su hermano fue el actor Luis Escobar (al que cedió el título de las Marismas cuando recibió el de Valdeiglesias), que será siempre recordado por su inolvidable interpretación del papel protagonista de la trilogía “Nacional” de Berlanga, un esperpéntico retrato del final del comienzo de la Transición. Así empezó… recoge sus recuerdos de la Guerra Civil. Fue publicado en 1974 y no es un extemporáneo “descargo de conciencia”, al contrario. Es más, el de Valdeiglesias estuvo entre los 59 procuradores que votaron en contra de la Ley para la Reforma Política. Hay muchos asuntos interesantes en el libro, al que damos un repaso no exhaustivo, ni mucho menos.

 

El Alzamiento: ¿Gritan viva España o viva Azaña?

Al comienzo, cuenta las Marismas -así le llamaban entonces, por el título- su salida de Madrid y cómo deja sin enterar a un amigo -Martín Artajo, futuro ministro de Exteriores- por no prometerle guardar estricto secreto de lo que le iba a contar. Se lo hubiera comunicado a Angel Herrera, el ideólogo de la CEDA, un colaboracionista de la República cuyo legalismo le hubiera llevado a denunciar los preparativos del Alzamiento ante quienes se rebelaron contra ella en octubre del 34. Aún a las alturas de julio, tras la primavera sangrienta del 36, tras el asesinato de Calvo Sotelo, cuando era obvio para cualquiera que leyera la prensa de vez en cuando que los frentepopulistas nunca más le dejarían tocar poder, este señor seguía apoyando la “legalidad republicana”:

“Angel Herrera, dispuesto a que se consumara el sacrificio de España entera antes que tolerar el menor gesto fuera de esa «legalidad» impuesta a viva fuerza por la República” (p. 24)

El 17 de julio cogió el coche y fue con Pedro Sáinz Rodríguez y Jorge Vigón a Burgos. El gordo Sáinz Rodríguez se levantó tarde (dónde pasaría la noche…) e hizo la maleta con toda parsimonia mientras ellos le esperaban. La madrugada del 19 de julio se alza la ciudad de Burgos: “¿Gritan viva España, o viva Azaña?, me pregunté frotándome los ojos” (p. 39). Hay varias referencias al republicanismo inicial del Alzamiento, que mantiene la bandera e incluso el infame himno de Riego, que, como reaccionario monárquico las Marismas, oye con gran desagrado. Solo la presión popular, y los carlistas, hace que los alzados repongan la rojigualda. Muy significativo.

El 22 de julio Mola convoca a una reunión a distintos grupos políticos y les confiesa el estancamiento de la situación tras fracasar el Alzamiento como golpe de estado. No hay material, ni siquiera municiones para tomar Madrid y hay que salir a buscarlas, confiados en que la otra parte estuviera en la misma situación, que lo estaba. A pesar de la situación, el entusiasmo popular hace que se descarte cualquier acomodo con la República. Hubiera sido traicionar ese entusiasmo, aunque se sabe que Mola estuvo en un tris:

“… el espectáculo de las masas de hombres y mujeres dando enloquecidos de júbilo, los vivas a España prohibidos por la República, abrazándose en todas las calles con lágrimas en los ojos y organizando incesantes manifestaciones con banderas y músicas, nos habían hecho desechar todo temor”.

Cuesta creer que la República desaprobara los vivas a España, pero así fue. Se podía decir sin embargo viva Rusia, incluso muera España, impunemente. Esto es una importación de la República masónica francesa y significa un repudio de la nacional tradicional y un intento, patético, de echarla a un lado. Se entiende que la última consigna de Azaña, que leemos final del libro, fuera “Que se salve al menos la república”. Va seguida de esta reflexión “Si se salva de República no se ha perdido nada. Con la República como base todo podría reconquistarte de nuevo.” (p. 319). Como en el Anillo del nibelungo; España se podía destruir -de hecho se quería destruir la España histórica tradicional- solo “la República” era importante. Su república, claro está.

 

A la búsqueda de munición: “La guerra que ganamos con Franco la hubiéramos perdido con Mola”

Escobar, o las Marismas, como se le llamaba entonces, se pone en marcha a la búsqueda de municiones, y va a Francia. Para en Biarritz, donde de reúne con diversos personajes, incluido Juan March, que ofrece cooperación financiera al movimiento. Estaba escaldado con la República porque lo persiguió con bastante saña aunque en su día había financiado también una casa del pueblo en Mallorca, en la mejor tradición de la gran banca.

De Biarritz va a Berlín vía París, donde contacta con el embajador, conde Welczeck. Consigue una carta de introducción, no de este, sino de una Infanta. En Berlín le reciben y al final consigue el compromiso de Alemania de proporcionar munición. Vuelve a Burgos y le presenta el resultado a Mola, que no le hace demasiado caso, simplemente le da el visto bueno para la adquisición de cartuchos y deja la posibilidad de adquirir aviones en el aire remitiéndole a los aviadores nacionales.

Hay una referencia a la operación de Vegas Latapié, Vigón y otros, que traen al príncipe don Juan a España. Mola envía al Borbón de vuelta a Francia y de paso a los incorregibles cortesanos. Si los Borbones ni olvidan ni aprenden, ¿qué cabe decir de los borbónicos?

Vuelta a Berlín, los alemanes le dan largas inicialmente hasta estar seguros porque entretanto Franco ha enviado su propio representante a comprar material y les parece extraña aquella descoordinación. Franco había procedido más seriamente que Mola, acreditando al negociador:

“El hecho de que, a pesar de la afirmación de Franco de que actuaba como Jefe del movimiento, hubiera enviado Mola otro mensajero aumentaba la desorientación haciendo creer que se trataba de un movimiento desorganizado y, como tal, condenado al fracaso” .

Es curioso que ya desde el principio se presentaba Franco como el jefe del movimiento, en minúscula por el momento. En todo caso, las Marismas consigue la munición y aun armamento adicional, incluidos aviones. Y aquí viene lo curioso: Mola, estando necesitado de eso y más, le echa un rapapolvos por excederse en el mandato: solo había pedido los cartuchos. Es más, cuando le cuenta la forma de proceder de Franco y que es suficiente con que firme un compromiso de pago para que le abran crédito como a él, Mola duda:

“Su figura, que durante las conversaciones tenidas con él antes del alzamiento y en los primeros días del mismo, me había parecido verdaderamente relevante, la veía ahora empequeñecida, incapaz de hacer frente al reto de los acontecimientos.

Salí del despacho de Mola luchando con un sentimiento de angustia. Había vislumbrado claramente que el hombre que actuó como cerebro coordinador del alzamiento carecía, a pesar de sus excelentes cualidades, de la visión precisa para la empresa que el destino había arrojado sobre sus hombros”. (p. 119)

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Así resumirá más adelante la reacción de Mola: “Es que que me basta con 10 millones de cartuchos para entrar en Madrid”. (p. 127) Por eso no es de extrañar la frase “… la guerra que ganamos con Franco la hubiéramos perdido con Mola…” que las Marismas cuenta que se decía después (p. 126).

Al día siguiente Mola le cuenta que ha acordado con Franco que sea él quien se encargue de la adquisición de material en el extranjero:

“- Entonces, mi general, balbucí, ¿quiere eso decir que han acordado ya ustedes que el jefe del movimiento sea Franco?

– De eso no se ha hablado ni hay nada acordado todavía… Es una cuestión que se resolverá en el momento oportuno…

– Perdón, mi general, insistí con firmeza. Sobre ese punto sé muy bien lo que digo. La cuestión de la jefatura del movimiento no se resolverá más adelante. Ha quedado resuelta a noche entre usted y Franco… No se trata de una pura cuestión de cortesía personal entre Franco y usted, sino de algo que afecta a España entera…Mola me lanzó una mirada iracunda…

– Repito que no hay nada decidido sobre la cuestión de la jefatura…” (p. 121)

 

La conversión del 10 de agosto de 1936, muy resumida aquí, tiene una conclusión evidente: el Director resultó ser solo un excelente organizador.

Sin duda, es unos de los testimonios sobre los inicios de la Guerra Civil más interesantes del libro. Franco sería nombrado, en efecto, poco después jefe del Estado, y las Marismas prosigue con el tema, indicando que quizás Mola se dio después cuenta de que había cometido un error.

 

La desmilitarización de la Falange y el Requeté: “Cara al sol, al sol que más calienta…”

Otro asunto curioso es la referencia a la neutralización de la Falange y el Requeté como milicias tras su reunificación. Para aquel entonces, sus voluntarios civiles, que habían sido indispensables en el alzamiento en sitios clave como Pamplona y Sevilla, estaban ya encuadrados en el ejercito regular con mandos de carrera, y para Franco -y para tantos derechistas- era un riesgo innecesario mantener unas aguerridas milicias falangistas y requetés con pretensiones políticas. Un detalle del proceder de Franco al respecto:

“Martínez Fuset, jefe de la asesoría jurídica del Cuartel General, le relató a Vegas algún tiempo después que el Proyecto de Decreto de Unificación, le fue entregado unos días antes de hacerse público. Creyendo que se trataba, como en casos semejantes, de una consulta, hizo algunas modificaciones. Al despachar al día siguiente con Franco, las vio todas tachadas.

 

– Serrano sabe también redactar decretos, se limitó a decirle el Caudillo.” (p. 178)

 

Recuerda al “haga como yo, no se meta en política”. Hay también algunos comentarios sobre Serrano, al que se reprocha, con razón, que ocupara el puesto de segundo del régimen, cuando había estado hasta hacía dos días en la CEDA, tratando de consolidar la República. Un insulto a los monárquicos como las Marismas.

“Gradualmente quedaron invadidos todos los puestos políticos por una nube de antiguos cedistas, de lerrouxistas, de miembros de la Lliga y de republicanos de todos los colores, con preferencia a los que habían formado en la vanguardia del movimiento.

Se explica, por supuesto, la sorpresa de entonces ante alguno de aquellos capítulos aislados. Por ejemplo el tinte antimilitarista que se empezó a dar a la nueva organización de F.E.T.

Se llegaron a lanzar campañas de prensa con la evidente intención de rebajar el mérito de los que se batían en el frente. En una hoja, que para mayor escarnio se llamaba precisamente El Combatiente, se llegó a sostener que disparar tiros en la línea de combate era una verdadera voluptuosidad para los jóvenes, y que los únicos que realizaban una labor dura, penosa y desagradable eran los emboscados en la retaguardia” (p. 220) 

En la página 216, nos ponen la versión del Cara al Sol para emboscados en la retaguardia:

 

«Cara al sol, al sol que más calienta

sentado siempre en el café,

con mi barba de dos o tres semanas,

qué bien presumiré.  

 

Tranquilito y bien alimentado,

formaré como un buen emboscado,

impasible el ademán,

viviendo al pelo como un sultán.  

 

Si te dicen que caí tu di,

seguro que me escurrí.  

 

Volverán banderas de ventura,

de los desfiles al compás.

Y yo siempre con mi cara dura,

desfilaré detrás.  

 

Volverá a reír la primavera

y a reírme yo más que cualquiera.

 

¡Arriba Escuadras a triunfar,

que en España es fácil despistar!»  

 

Otros temas menores: Sanjurjo hubiera tomado Madrid en tres saltos: primero sobre el Bar Anita, después sobre el Bar Camorra, y por ultimo sobre Chicote

Las Marismas pasa a trabajar en Prensa y Propaganda, que estuvo inicialmente a cargo del curioso personaje Vicente Gay y después de un tal Arias Paz, procedente de la CEDA, que se dedica a poner sordina a algunos asuntos:

“Bajo la misma inspiración se apresuró también a circular a la prensa órdenes…: prohibición absoluta de atacar a los judíos colectivamente, sin perjuicio de señalar los errores de conducta de tal o cual judíos determinados; prohibición, en igual forma, de atacar a la masonería” (p. 249)

Intenta formar parte del grupo dedicado a confiscar los documentos de la masonería, pero su jefe, el coronel Ungría, ni responde a su petición aunque tenían cierta amistad. Cuenta después la anécdota de cómo espió, junto con Pedro Sáinz, Jorge Vigón y Eugenio Vegas una tenida masónica celebrada en un hotel en tiempos de un amigo. A la salida se topa con un amigo, al que después encuentra en Burgos, en la zona nacional. Le rehuye al principio, pero un día le saluda ufano:

“Amigo Escolar, qué gusto verle. Aquí he venido a ofrecer mis servicios. Ya era hora de que el glorioso Ejército nacional se levantara para esa inmundicia en la que estábamos sumidos” (p. 271)

Cuenta, como no puede ser de otra manera, muchas anécdotas graciosas, como este chascarrillo del bon vivant Pedro Sáinz: “Pedro Sáinz suponía que Sanjurjo hubiera llegado [a Madrid] en solo tres saltos: el primero sobre el Bar Anita, el segundo sobre le Bar Camorra, y el tercero sobre el Bar Chicote” (p. 127). O la detención del abuelo de Aznar, el periodista, y la labor de intercesión de José Félix de Lequerica ante el gobernador de Valladolid, que les advierte que se dedicó a cantar las loas de Azaña en el Sol. O esta recusación de los derechistas que cooperaron con la república: “… Alcalá Zamora y Miguel Maura, con sus promesas iniciales de «república bajo la advocación de san Vicente Ferrer, con mucha compostura y mucha Guardia Civil», hasta el de Gil Robles, con su tópico tenazmente repetido «de que la republicana era el régimen que el pueblo se había dado» por lo que «había que retorcerse el corazón» y defenderla” (p. 277)

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El capítulo dedicado a García Atadell es también una joya de anécdotas. Llama la atención que el empresario Horacio Echevarrieta, muy amigo de Prieto confraternizara con Atadell, cuya checa ocupaba en el palacete de Martínez de la Rosa. Leo en otro sitio que se le devolvieron sus negocios e industrias y que de sus astilleros salió el buque-escuela Juan Sebastián Elcano.

 

La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias: Última consigna roja: “Se ha perdido la guerra, hay que ganar la paz» 

El final del libro me ha gustado especialmente por un interesantísimo testimonio y por la lucidez de las Marismas en evaluar el régimen de Franco y lo que venía. El testimonio es este:

“Otro recuerdo es el de un almuerzo con un corresponsal del Times, de Londres, llamado Philby, y dos periodistas más, inglés el uno y americano el otro. …

 

… pregunté a Philby si la situación europea estaba tan mal como se decía.

 

– La guerra entre Inglaterra y Alemania es inevitable, me contestó rotundo.

– Mala cosa, repliqué. Las guerras se sabe cómo empiezan, pero no cómo ni cuándo acaban. Mírense en nuestro ejemplo, y creíamos que iba a tratarse de un pequeño golpe de Estado.

 – Sí, pero las cosas han ido demasiado lejos y ya no hay quien las pare.

– ¿Son motivos ideológicos o de intereses los verdaderos causantes de la tensión?

– De intereses, por supuesto. Inglaterra es un país pragmático.

– ¿Y sería tan contrario a sus intereses dejarle a Alemania en las manos libres en Rusia, qué es lo único que pide?

 

Creí advertir una ligera contracción del rostro de Philby.

–  La cosa es más complicada que eso. Son muchos los factores en juego. petróleo, caucho… Algo, en suma, que afecta al sistema económico mundial. Hitler representa, en ese orden, una amenaza mucho mayor que el comunismo para el Imperio Británico. Es un loco. Hay que abatirle.

– En su libro Mein Kampf, se transluce, empero, -insistí-, no solo una cierta simpatía por Inglaterra, sino su admiración por la Commonwealth, cuya creación atribuye al genio específico de los ingleses. A diferencia de Francia, a la que considera empobrecida en su raza y dominada por el judaísmo, cree advertir una resistencia tenaz por parte del auténtico núcleo forjador de la grandeza británica a las influencias judías adueñadas solo de la City y de la Prensa.

– Puras elucubraciones. No hay tal antinomia entre los intereses judíos y los ingleses. No olvide que el fundador del imperio fue Disraeli. El ataque de Hitler a los judíos hiere a los ingleses en sus fibras más sensibles.

– ¿Y estaría muy desencaminada la creencia en algún vínculo entre su firme propósito de hacer la guerra, gestado seguramente durante algún tiempo, y la abdicación hace 2 años Eduardo VIII, presumiblemente contra tal determinación?

 Philby me lanzo una mirada escrutadora, y en un tono seco concluyó el diálogo.

– Posiblemente.

Me quedé un poco perplejo no solo por la certidumbre de Philby en la inevitabilidad de la guerra, sino por el tono imperturbable con que la manifestaba. Más tarde me enteré de que este Philby era un agente soviético infiltrado en el servicio de inteligencia inglés. Esta conversación tuvo lugar el 25 de julio de 1938. En esos días acababa yo de leer un libro del escritor británico, Wyndham Lewis, titulado Count your dead ¡They are alive! [Contad vuestros muertos, están vivos] Era un grito de alarma contra la guerra que, según el autor, estaba preparando el Partido Conservador británico contra Hitler por sedicentes motivos ideológicos. Pero en esa guerra, decía Lewis, si logra Míster Baldwin hacerla estallar al fin, Hitler estará defendiendo unos principios de orden nacional y supremacía europea que son los mismos sobre los que está construido el Imperio Británico, mientras que Inglaterra estará sirviendo de porta-estandarte a un conglomerado de confusas ideologías y revueltos intereses internacionalistas que, de imponerse, acarrearían inevitablemente a la destrucción del imperio. De ahí la paradoja, seguía diciendo Wyndham Lewis, que se produciría de que un inglés patriota precisamente por el hecho de serlo y desear la supervivencia del Imperio, tendría que simpatizar con el triunfo de Hitler, único que haría posible aquella supervivencia.” (p. 301 y siguientes).

Este es el famoso Philby. Hay que notar que la conversación es de 25 de julio de 1938. Los ingleses firmaron el pacto de Munich posteriormente, a final de septiembre de ese año, aunque los espías al servicio de Su Graciosa majestad, y del tío Pepe Stalin, sabían que ya estaba decidida la guerra con Alemania.

Marismas no se hace ilusiones sobre el futuro cuando escribe el libro (mediados de los 70):

“No quiero en modo alguno ser utópico ni ignorar lo que la Segunda Guerra Mundial, ganada por las mismas fuerzas contra las que luchamos -masonería y marxismo- pudo condicionar nuestra victoria. 

La última consigna roja: “Se ha perdido la guerra, hay que ganar la paz”, se llevó a efecto con la infiltración en muchos engranajes del nuevo Estado, especialmente en los medios de comunicación, cuyo dominio constituye el primer mandato de la estrategia revolucionaria.

Después de la Segunda Guerra Mundial el principio subversivo rompió sus últimos diques y se extendió por toda la Tierra…

Porque esa ha sido la característica de nuestro régimen. Mantenimiento de los resortes de poder para asegurar su estabilidad, pero abandono de los centros de pensamiento -Universidad, Prensa, cultura popular- a quien quisiera ocuparlos. Abandono, en suma, a cambio del hoy, del mañana a otras generaciones.” (p. 320 y siguientes)

 En suma, “Así empezó…” y así se echó todo a perder. Un interesante testimonio.