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La cultura nació en el palacio y en la mesa del príncipe, laico o eclesiástico. Y no podía haber sido de otra manera, dado que el príncipe era, en un país de analfabetos y, por lo tanto, sin mercado público, su único comprador. Los distintos movimientos eclesiales, que convertían al sacerdote en el único intérprete autorizado de las Escrituras, eran, según los casos, la fábrica de la erudición o del analfabetismo y solían dejar al intelectual a merced de su patrón o de su protector. Un intelectual que, en su mayoría, no sentía escrúpulos por hacerse áulico, y un protector que, naturalmente, se hacía pagar no solamente con la adulación, sino también con la defensa del sistema en el que se fundaban sus privilegios. 

Así se formó esa cultura parasitaria y servil, que nunca salió de sus circuitos académicos para mezclarse con el pueblo, de ahí que el profesional de la cultura hable y escriba para los profesionales de la cultura, no para la gente. E instintivamente sigue todavía buscando un príncipe a quien rendir homenaje. Desaparecidos los príncipes de antaño, sus puestos los han ocupado los depositarios del poder, es decir, los partidos. Y esto explica la «organicidad» del intelectual, siempre inclinado hacia donde sopla el viento, cuando la ambición de todo intelectual debiera consistir en convertirse en director de la conciencia pública. 

Por su parte, los gobiernos falsarios siempre han entendido la cultura como agitación y propaganda. En la actualidad, gracias al concepto de cultura comprometida o de poesía militante, las izquierdas resentidas en particular y los políticos espurios en general, han logrado extender la convicción de que la cultura es cosa de ellos, es decir, puesta a su servicio, y que todo lo que en política no es de izquierdas o de sus cómplices, pertenece a una derecha cerril, artística y literariamente desdeñosa, simbolizada hoy, según ellos, en el franquismo. 

Durante los gobiernos de la transición, la cultura ha sido una actividad puramente política, un modo de subvención a los afines, incluidos los mediocres o irrelevantes, y un instrumento para desterrar del favor estatal a los no comulgantes. Muchas vocaciones de izquierda entre artistas y escritores nacieron con la boca abierta hacia la teta oficial. Pero los más dignos de estudio son los ambiguos ideológicos, esos que han tenido la habilidad de instalarse el pesebre tanto a su derecha como a su izquierda, con evidente éxito, porque para ciertas cosas no hace falta ser inteligente, sino listo; y, a veces, sólo trepa-felpudo. Y ahí están unos y otros, como Rómulo y Remo, mamando de la loba, una España ya exhausta. 

La realidad es que, si los frentepopulistas y sus cómplices, prometen y propugnan un ministerio de cultura, o crean tantos otros ministerios, consejerías y terminales innecesarios, como es el caso de la televisión estatal, es fácil adivinar para qué y para quiénes son: para los que aplauden. Para los que son meros instrumentos del objetivo final: crear una cultura blandita, buenista, cursi y, en definitiva, anodina y embrutecedora, y exhibirla o enterrarla en el templo de la actualidad más superficial. 

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Algo que vemos en tanta «generación perdida» y hallada en los abundantes programas de la frivolidad televisiva o radiofónica, o en las redes sociales; en la mayoría de las creaciones artísticas, en fin, tan preocupadas por el culto a lo inane y a los primores de lo vulgar, y que explica que se vendan más libros en los drugstores que en las librerías tradicionales. Unos rasgos culturales, en fin, que acabamos de ver en los psicodélicos gañidos del jalogüín y que veremos próximamente en la beata ñoñería de Papá Noel. 

De ahí que algún malicioso diga que hemos descendido desde Garcilaso, Mateo Alemán y Cervantes, hasta los epígonos de los universitarios anglosajones estrausistas, los autoproclamados «nuevos filósofos», las novelas de Pérez-Reverte y la poesía rosa -o arco iris- de los donceles deslindados o de la tiranía lésbica y transfeminista. 

Tal vez algún día la sociedad llegue a comprender hasta qué extremo de insensatez, desnaturalización y extravagancia han caído los rasgos de esta crisis de la cultura que padecemos. Cuánto hay en ella de mitomanía lactante y áptera llenando el vacío dejado por los mitos clásicos, los grandes creadores de siempre desalojados a empellones por los amos y sus secuaces, que ansían una plebe aborregada, seguidora del catecismo progre y democrático

De ahí que en esta cultura del capital-comunismo salvaje que ha contaminado a la sociedad, en esta turbulencia del vulgo, dócil a las excitaciones de los instigadores, también los intelectuales áulicos y el mundo de la cultura forman parte del organigrama, pero, en general, no es que cuenten mucho, porque por conveniencias partidistas, ideológicas o comerciales, la mayoría se ha dejado engullir por unas pocas migajas, pues, aunque el pastel a repartir es grande, también es amplio el número de bocas que gestionan su bocado. 

Siempre hay excepciones, claro, en esto de las migajas, como ocurre con los enchufados en las radios y sobre todo en las televisiones, con increíbles fortunas dignas de grandes potentados, casi como sus patronos. Fortunas, por otra parte, saqueadas al pueblo, que todos ellos dicen amparar. El caso es que, históricamente, todo pillo se ha dedicado a hacer su agosto al calor del poder, y como no podía ser de otro modo, los que antaño pasaron por intelectuales de izquierdas, salvo los pocos honestos que se han ido cayendo del caballo, se han reconvertido en capigorristas a la busca. 

Su prestigio no ha podido superar el hundimiento del socialismo real, una losa que han sido incapaces de quitarse de encima y que gravita sobre ellos cuando recuerdan sus antiguas críticas al capitalismo, ese endriago al que ahora les toca justificar y defender, capaces como son de poseer una biografía de polivalente doctrina. Que el socialismo teórico existente hasta hace unas décadas se haya hundido, demostrando su irrealidad y su historia criminal, es decir, su mala fe, les deja las manos libres para unirse a un capitalsocialismo que acoge dadivosamente a sus palmeros, con más morbo aún si son conversos. 

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Así vemos a tanto viejo contestario aparcado a la puerta del Sistema, criticándolo a veces a escondidas y viviendo de él; cohorte de trepas que se dejan deglutir y asimilar, y que, en realidad, soñaron siempre con ello. Tantos y tantos que han ejercido y ejercen de catedráticos de la libertad y de la independencia y luego se han sometido y se someten al poder despótico sin rechistar, bien por servilismo, bien tratando de obtener los momios correspondientes. 

El caso es que el intelectual áulico, que siempre ha sido un recogemigajas, es hoy también un graduado en flexibilidad de columna ante el poder. Forman todos ellos un nido de serviles, integrados en la corte de asesores, negros, publicistas, cineastas, presentadores, trampeadores y siseñores, licenciados en medro y doctos en supervivencia. Los que obscenamente han puesto su rodilla en tierra para besarle la mano al Don. Golfos cuya única religión es la poltrona, sea académica, mediática, editorial o tertuliana. 

Al desenmascaramiento del PSOE respecto a su propio e impostado ideario, le ha seguido, pues, el de los intelectuales que ayer eran progresistas intachables y hoy, sin dejar de serlo, ocupan sillones como ideólogos orgánicos o se disfrazan de críticos para encubrir con cortinas de humo los desmanes del frentepopulismo gobernante, esa ignominiosa versión de una casta partidocrática que no deja de comprometernos en todas las guerras inventadas por el atlantismo, de modo artero y contrario a los intereses del pueblo español. 

Ahora, cuando no está de moda la verdad y no se puede engañar al respetable aparentándola, porque ni siquiera existe; cuando la intelligentsia española ha enmudecido frente a las cuestiones más relevantes del presente y del futuro, es cuando el marxismo ha comprendido que, una vez más, debe cambiar de fórmulas y cubrirse sus garras con nuevos guantes de terciopelo. Se trata de disimular mediante otros señuelos, de cambiar algo para que nada cambie, de proteger con renovadas carátulas a la organización en todo su conjunto. Algo de veras enjundioso, pues va en ello la eternización en el despojo del país. Y la supervivencia de los depredadores. 

Porque los amos saben que, aun cuando han casi conseguido la ausencia de alternativa política, más importante todavía es amputar cualquier posibilidad de rebelión cultural, pues en ésta se halla la verdadera opción regenerativa, tanto del individuo como de la sociedad.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.