19/05/2024 09:44
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En la primera parte hemos visto que el testimonio de este excomisario político libertario contradice las fementidas narrativas de algunos represaliados. En esta segunda parte continua la narración de la experiencia carcelaria del autor. Cuenta una historia de conversión verdaderamente conmovedora.

Las vivencias de los condenados a muerte están muy bien descritas, de forma simple y sin alardes literarios, pero muy bien descritas. Por la noche llegaba una moto de Capitanía, cuyo sonido ya conocían. Traía la lista de los condenados a muerte que serían ejecutados a la mañana siguiente. Un guardián pasaría por las celdas llamándolos por su nombre. Desde que llegaba la moto hasta que se pasaba por las celdas a las tres de la mañana, los condenados no podían dormir. 

Luego, a medida que las sombras se expresaban en el exterior, la tensión iba en aumento, por alcanzar su. culminante cuando la corneta había desgranado las notas melancólicas del toque de silencio. A partir de entonces y por espacio de una hora, varios centenares de oídos se tendían a la noche, atentos a los sonidos que llegaban de la calle, amortiguados por la distancia o deformados por el espesor de los muros. 

Nadie deshacía su petate en las celdas de la muerte; nadie se desvestía para acostarse. Minuto a minuto, transcurría una hora lenta, angustiosa. Luego, inesperadamente, el reloj del patio exterior de la prisión lanzaba al aire nocturno la primera campanada de las 10; y, simultáneamente, en 3 de las galerías resonaba un murmullo apagado y nervioso a la vez, como un colectivo suspiro de alivio largo rato contenido. 

Creo que los funcionarios estaban al corriente de la circunstancia y que transigían con ella, en un rasgo de humanidad y de comprensión, porque el reglamento disponía que los recursos debían acostarse en cuanto sonaba el toque de retreta; sin embargo, nunca obligaron a acostarse antes de las 10 a los condenados a muerte. Pasados unos minutos de esa hora, unos discretos golpecitos en la puerta de la celda recordaban a los penados su obligación. (pp. 114 y 115) 

La moto de Capitanía se dejaba oír entre las nueve y las diez de la noche. La recogida de los que iban a ser fusilados tenía lugar entre las tres y las cuatro de la mañana. Seis horas de espera, pendientes de la siniestra lotería que podía favorecernos con un billete para la eternidad. Seis horas en la cuerda floja de la incertidumbre, oscilando entre el miedo y la esperanza. Una esperanza que en caso de quedar justificada significaría un simple aplazamiento. Seis horas multiplicadas por semanas, por meses e incluso por años. (p. 116) 

A continuación, cuenta la historia más interesante del libro. Realmente emocionante. Se trata de la conversión de una chica que había pertenecido a las Juventudes Libertarias y que era la esposa de un amigo del autor. Durante la guerra había sido propagandista. Fue madre y por el parto difícil tuvo que quedarse convaleciente, así que no pudo huir a Francia. Fue detenida, juzgada y condenada a muerte. Una noche de fusilamientos llaman al autor, que se prepara para lo peor: 

La comitiva se puso en marcha. 

No reaccioné en ningún sentido. Lo que el agente llevaba cogido del brazo no era ya un ser humano, no era yo, sino un pedazo de carne sin nervios, sin sangre. No sentía ningún temor, esa es la verdad. Ni temor, ni cólera, ni siquiera curiosidad. En un momento determinado me descubrí contemplándome a mí mismo, asombrándome de mi propia pasividad. Y aquel espectador que era yo susurró a mi oído, una y otra vez: Vas a morir… ¿te das cuenta? Vas a morir… (p. 120) 

La razón por la que le habían sacado de la celda era que la chica quería despedirse de él. 

… atravesé el jardín de la residencia y entré en la capilla: Inés estaba allí, sola, arrodillada en un reclinatorio delante del pequeño altar. Al oír el ruido de nuestros pasos volvió la cabeza, se puso en pie rápidamente y acudió a nuestro encuentro.

Estaba muy guapa. Y sonreía. Sonreía con la boca, con los ojos. Toda ella era una sonrisa primaveral en la helada noche de noviembre.

Vamos, vamos, no seas chiquillo… Vaya unos ánimos que me das. Y los necesito ¿sabes?, aunque sonría por fuera, la procesión va por dentro. Vamos… pórtate como un hombre, ahora y siempre. Hay que saber aceptar los buenos y los malos tragos. Yo estoy resignada. Qué remedio me queda. Durante estas últimas semanas he cambiado mucho, y espero que Dios me lo tendrá en cuenta. (p. 123) 

La chica le ofrece al vigilante algún dinero que le quedaba para que comprara una botella de coñac y les diera una copa a los condenados, para el frío. El vigilante dice que lo preguntará, pero no coge el dinero. 

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El capellán ofició la misa ayudado por un funcionario. Después del Evangelio, vi que Inés se ponía en pie. Insegura al principio, afirmándose paulatinamente, su voz quebró el silencio con las notas de un Ave María un poco ronca, la suya no era una voz extraordinaria, pero llegaba al corazón.

En el momento de la consagración, cuando la luz de los cirios arrancó destellos dorados del cáliz levantado en alto, vi perfectamente cómo temblaban las manos del impasible padre Torrent y puedo jurar que yo no era el único que lloraba. 

Terminó la misa. Todo el mundo se puso en pie. Inés se acercó a una silla y recogió un gran ramo de claveles depositado en ella. Los que iban a morir iniciaron su desfile hacia la puerta de la capilla. A medida que pasaron por su lado Inés les obsequiaba con un clavel y les besaba en la mejilla. Yo fui el último en recibirlo y durante muchos años lo conservé entre las páginas de un libro… 

En el jardín de la residencia nos esperaba el señor L… [el vigilante] con una botella de coñac y dos vasos. 

– Esto es un obsequio de la señora -anunció. (pp. 125-126) 

Es posible que se tratara de una simple coincidencia, pero poco tiempo después de aquella terrible madrugada el señor L… solicitó la excedencia voluntaria y abandonó el cuerpo de prisiones. 

Aroca vuelve a la celda. A la mañana siguiente tenía 39º de fiebre. En dos semanas apenas prueba bocado y lo que comía lo devolvía. Sufre además una diarrea. Todo por aquella experiencia. 

El 14 de febrero de 1940, a las 12:00 h del mediodía, vinieron a buscarme a mi celda. Un funcionario me condujo al locutorio de jueces. Por el camino me dijo: buenas noticias muchacho. Te han conmutado la pena de muerte. 

No se trataba de una conmutación de pena, sino de una revisión de la sentencia inicial del tribunal militar (desproporcionada). 

Le cambian de galería y es destinado a una celda ocupada por otros compañeros de la organización, es decir de la CNT. Celebran un pequeño guateque con unas botellas de vino. Lo de la Modelo era realmente un cachondeo: 

Ya he citado el hecho de que la mayoría de las celdas de la segunda galería -y de la primera- creciendo puertas, que fueron arrancadas durante la guerra por elementos de la CNT y del POUM encarcelados a raíz de los sucesos de mayo de 1937. La falta de puertas, sustituidas por una manta, permitía pasar de una celda a otra con relativa impunidad. La noche del 14 de febrero de 1940 se reunieron en mi nuevo alojamiento 18 comensales. (pp. 133 y 134) 

Cuenta otros detalles del tolerantísimo régimen de internamiento. Sobre las comunicaciones indica que podían escribir una carta a la semana, pero no había límite para el número de cartas recibidas. 

Lo que resultaba ilógico, hasta cierto punto, era que el problema no se planteará también a la inversa, es decir, que no hubiera límite para el número de cartas que un preso podía recibir. este es otro de los detalles que me permiten afirmar que la represión no tuvo nunca nada de científica, cómo algunos han pretendido. Hubo unas normas generales, pero los criterios para su aplicación fueron muy amplios. y si se produjeran arbitrariedades como fueron de tipo personal. (p. 137) 

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Mantiene una relación epistolar con una chica que había sido también su madrina durante la guerra: “Joaquina era una muchacha mayor que yo, bastante mayor que yo, muy inteligente, muy culta… y muy católica.” Al principio se mantiene algo reticente al saber que era un comisario político. Pero al final acepta con una condición: que nunca trataría de conocerla personalmente. Fue una relación epistolar curiosa, de la que no daré más detalles aquí. 

Un funcionario le anima a presentarse a un concurso de poesía, que gana. Son 100 pesetillas. Pero el asunto bien con complicaciones, porque los anarquistas le expulsan de la Organización por “colaboracionista’. Otra anécdota: 

Los balcones de cuatro o cinco inmuebles se asomaban a él [patio]. 

La historia de aquellos balcones llenaría un grueso volumen. La mayoría de ellos permanecían continuamente cerrados, pero algunos servían de escaparate a las dueñas de los pisos, las cuales se exhibían sabiendo que su presencia provocaba relinchos de rijosidad en la hambrienta masa. Una muchacha, especialmente, aparecía todas las tardes en uno de los balcones altos, envuelta en una bata que casi siempre se olvidaba abotonarse… 

Otras, con más sentido práctico, se dedicaron a alquilar los balcones a familiares de presos, que de este modo gozaban de una comunicación extraordinaria a distancia. (pp. 154-155)

 Hay otra anécdota de antología. Para las fiestas de la Merced dejaban entrar a los hijos de los presos. Algunas mujeres y novias sin hijos alquilaban uno. Un grupo de gitanos a la puerta de la prisión alquilaba churumbeles. La novia de un preso alquiló uno de estos. En cuanto entraron en la cárcel lo dejaron suelto y el gitanillo se dedicó a robar bolsos y carteras en la misma prisión. 

Cierto, que no todo eran alegrías, y los momentos buenos alternaban con los momentos malos, con ventaja para estos últimos. Como en la propia vida. Pero lo que sabemos de las mazmorras rusas y de los campos de concentración alemanes, pro citar los ejemplos históricos muy recientes, me permiten afirmar, una vez más, que la represión contra los vencidos, en España, fue una simple caricatura de lo que tuvieron que soportar en sus respectivos países los enemigos de Stalin y de Hitler. 

El ambiente de las cárceles españolas no fue nunca tétrico, y a las horas de inevitable pesimismo sucedían otras obras de elevada moral. Ya me he referido a la magnífica orquesta de la Modelo. El coro no le dio a la zaga. Al principio, Coro y orquesta, organizados por los propios presos, daban un concierto diario, en el patio de las galerías. Uno de los primeros directores de la orquesta fue el maestro Jaime Mestres, muy conocido por los aficionados a la revista barceloneses.

La prisión era una pequeña ciudad, y al igual que en una pequeña ciudad habitaban en ella hombres que destacaban en diferentes especialidades: cirujanos, rapsodas, físicos, escritores, psiquiatras, músicos… lo que menos abundaba, paradójicamente, eran los políticos notables. (pp. 164 y 165) 

Interesante reflexión. 

Queda la tercera parte y última.

 

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