22/11/2024 01:15
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Siempre me ha producido un profundo rechazo ese patriotismo de bandera mojada que se puede apreciar, como un insulto hiriente a nuestros sentimientos más nobles, en todas las plazas y calles de España: banderas que, empapadas de lluvia, cuelgan sucias y lánguidas de unos balcones que -un día cada vez más lejano- quisieron ser un pregón de españolismo. Vuelven las lluvias otoñales y, con ellas, retornan estas imágenes cansadas de desolación roja y gualda. Y es que, ahora más que nunca, nuestro país puede ser definido como una bandera mojada y harapienta colgando sobre la tristeza de una tarde lluviosa.

Florecieron estas banderas en aquellos lejanos tiempos de la ofensiva separatista catalana, y como reacción de apoyo a la unidad de España consagrada en la Constitución de 1.978. El patriotismo efervescente que -en pleno subidón- se enfrentaba al nacionalismo catalán reafirmando la plena vigencia de nuestra organización territorial y de nuestros mitos nacionales. A medio plazo, el desarrollo de los acontecimientos ha demostrado la ineficacia de la una y de los otros a los efectos de mantener nuestra cohesión nacional: ni Estado de las Autonomías, ni Blas de Lezo, ni las decimonónicas Provincias ni los Tercios de Flandes. Ninguna de estas cosas -ni de otras parecidas- ha servido para fundamentar nuestra unidad nacional en estos tiempos confusos de enfermedad, arribismo y pobreza. Y tampoco, en el otro lado, se ha instaurado aquella República pequeña y floreciente bajo las cuatro barras y la estrella. Humo y miseria sobre nuestro pueblo esquilmado.

Por eso, me resulta tan icónicamente impactante la visión de una bandera mojada colgando descuidada de un balcón. Porque simboliza, a simple vista, la falta de vigencia de todo ese entramado ideológico reduccionista y caducado. Al día de hoy, muchos tenemos perfectamente claro que ninguna de esas emociones simplistas sirven para hacer de nuestro país un lugar cómodo y habitable, y que el nacionalismo periférico es tan inútil como el nacionalismo español para construir esa Patria alta y ancha que anhelamos.

También pensaba en esto el otro día al mirar las fotos de la ridícula y pasada conmemoración del 29 de Octubre: la celebrada por los grupos autodenominados falangistas bajo la lluvia otoñal de Madrid. Las mismas caras y las mismas personas, las mismas afirmaciones mil veces repetidas, las mismas miradas de odio y el mismo ultranacionalismo. La misma confusión entre el patriotismo caducado y entre el patriotismo de la Falange. Un verdadero insulto no sólo al mensaje revolucionario del falangismo, sino también a los propios falangistas. Ese patriotismo antiguo, mojado y lánguido que es absolutamente incapaz de ofrecer esperanza alguna a nuestro pueblo.

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Soy cada vez más mayor y -tal vez por esta misma razón- mi mochila está cargada de recuerdos. Las brumas de Noviembre y sus lluvias torrenciales me han llevado a la evocación del sepulcro blanco de Don Juan de Austria. Yo también he recurrido a nuestros mitos nacionales en busca de inspiración para la resolución de cuestiones personales, sobre todo cuando vivía en San Lorenzo de El Escorial. Incluso, en alguna ocasión, tomé alguna decisión acertada al amparo de la profunda paz que inspira el eterno descanso de uno de los Austrias más grandes. Sin embargo, puedo decir con orgullo -es lo bueno de haber escrito todos estos años y de poder constatarlo releyéndome- que nunca he dejado anquilosar mi patriotismo junto a estos sepulcros blancos y bajo la memoria de estas grandes gestas españolas. Porque -si de verdad queremos buscar un patriotismo moderno, maduro y responsable- jamás lo encontraremos en los hitos de nuestro pasado remoto. Y, desde luego, jamás lo encontraremos en aquellas mojadas y lánguidas banderas de balcón.

Autor

REDACCIÓN