02/05/2024 06:42
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La tormenta esperada

Se viene produciendo en el Perú un escenario largamente vaticinado por quienes no sucumben a las apariencias fáciles del “análisis político” empirista e ideológico de los comentaristas del mainstream: una polarización política profunda que se ha transformado en una pugna entre el Estado y sus aparatos burocráticos y militares, y un conjunto de sectores sociales y políticos que buscan su destrucción y reemplazo. Y este proceso ha acabado por alcanzar, en un salto cualitativo, un correlato bélico, si bien adecuado a las dinámicas peculiares del contexto actual, signado por la virtualidad y la liquidez.

Decíamos que no era una sorpresa, no por la vieja costumbre de profetizar calamidades y acertar por azar (cosa común en otra estirpe de comentaristas nacionales), sino por una constatación obvia: el 30 de septiembre de 2019, el sistema inmunológico del modelo político peruano vigente terminó de colapsar. Martín Vizcarra, no por razones doctrinales sino por su maquiavelismo característico y sus ambiciones personales, había dado el puntillazo final a las fuerzas políticas más representativas en la defensa del modelo político y económico surgido entre 1991 y 1993, que, en burdo resumen y al margen de muchas variaciones a lo largo del tiempo, reivindicaba un papel subsidiario del Estado y una desconfianza hacia la imposición estatal de constructos ideológicos por sobre dinámicas sociales y económicas orgánicas.

Pero la culpa no fue exclusiva de Vizcarra y sus cómplices globalistas y caviares: el efecto casi atómico de Lavajato sobre la clase política y las grandes limitaciones de las semi-derechas y centrismos del periodo también jugaron un papel significativo en el déluge. Ya habrá tiempo de asignar y jerarquizar culpas. Lo seguro es que, si los guardianes del modelo se debilitaban, era claro el modelo también lo haría y que aquella realidad multiforme previa a su aparición (totalitarismo político legal y extralegal y proyectos estatólatras diversos) volvería a emerger de alguna forma.

Incluso antes de la pandemia y la cuarentena y sus efectos catastróficos, ya se venía venir esta tormenta. En un artículo escrito a inicios de febrero del 2020, en los tiempos en que muchos ponían a Forsyth y Guzmán como favoritos, titulado significativamente Un posible escenario arequipeño en el 2021, escribí lo siguiente: «Y quién sabe si el 2021, cualquier quídam totalitario (…) es capaz de pasar a la segunda vuelta con un 15 %. Y, si pasa a la segunda vuelta también alguna fuerza que pueda ser catalogada por la mermelada periodística nacional como “neofujimorista” o “ultraconservadora”, quién sabe si los usuales distorsionadores de la vida política del Perú (…) no invocarán también a votar por la opción totalitaria solo por sus viejos odios personales, incomprensibles para cualquier profano en psicología profunda. Y probablemente ya no haya hojas de ruta que valgan. Porque en su ceguera “antifujiaprista”, las cofradías progres y sus brazos jurídicos y mediáticos, han hipertrofiado de manera suicida al poder ejecutivo, inflando la cuestión de confianza y canonizándola como fáctica. Han preparado un lecho confortable para cualquier aprendiz de tirano». Dicho y hecho, como decía mi difunta abuela.

Y concluía: «Y, finalmente, quién sabe si no recordaremos estos años (1993-2021) con todos sus escándalos y tropiezos, como una belle époque de paz y crecimiento. Como los centroeuropeos de 1945 recordaban los tiempos del imperio austrohúngaro. O los venezolanos actuales la década de los 70».

Contra la «ilusión liberal» de que un crecimiento económico más o menos sostenido y/o ciertas «instituciones participativas» nos preservarían de caer en la amenaza revolucionaria, cabría señalar que la revolución rusa y la francesa ocurrieron luego de años de crecimiento económico sostenido en ambas economías, que favorecieron el surgimiento de «clases opinadoras» y de sectores socioeconómicos con necesidades simbólicas insatisfechas, y después de intentos de reformas «democratizantes» por parte del poder. Solo un frenazo súbito del crecimiento (en el caso de Rusia, la guerra de 1914, y en el de Francia, la mala cosecha de 1788), podía desencadenar el malestar momentáneo que no era la causa primera del proceso revolucionario, sino su circunstancia favorable. En el caso del Perú, fue el descalabro económico y sanitario de 2020 y 2021. Y respecto de la ausencia o presencia de «reformas institucionales», nunca la Rusia zarista había sido más libre que en 1913: la cuarta duma tenía casi 152 representantes de todas las izquierdas (incluidos los futuros bolcheviques); y, en la Francia de la década de 1780, tanto la Asamblea de Notables de Calonne como los Estados Generales eran señales de que el pacífico Luis XVI buscaba soluciones «institucionales» y «representativas» a la crisis financiera, al menos mucho mayores a las de su abuelo el Rey Sol. Acá tuvimos las reformas contrahechas y absurdas del referéndum de Vizcarra de 2018 que no ha dejado de empeorar las cosas desde entonces. Nuestra historia confirma nuevamente el dictum de Alexis de Tocqueville de que no hay momento más peligroso para un régimen contrahecho que el tiempo de las reformas.

La causa primera de las revoluciones y violencias políticas será siempre, como no puede ser de otra manera, política y, en última instancia, espiritual. El mismo Lenin lo sabía, al distinguir las condiciones objetivas (descomposición de las clases dominantes y sus aparatos de poder y gran deterioro en las condiciones de vida de las clases trabajadoras) de las subjetivas (politización masiva del proletariado a cargo del partido vanguardista) y al señalar que, sin estas últimas, no podía haber revolución.

El correlato militar: totalitarismo y lumpenburguesía

Era claro que la aparición de Pedro Castillo en la escena política significaría una ocasión más que propicia para que los sectores antisistema intentasen la revolución, coaligados en torno a la constituyente y capitaneados, no por las viejas izquierdas legales o por las nuevas izquierdas progresistas, sino por sus sectores más militarizados: los restos de Pukallakta convertidos en Perú Libre, el frente de masas magisterial del MOVADEF gonzalista y las bases del etnocacerismo. Era lógico: la burocratización, así como la asunción de una agenda progresista socio-sexual totalmente ajena a las preocupaciones del electorado del interior del país habían convertido a la izquierda progresista e incluso al minúsculo electoralmente pero opulento Partido Comunista del Perú-Patria Roja, unidos en torno a Verónika Mendoza, en un vehículo reformista, incapaz de lesionar el sistema en lo más mínimo.

Esta dinámica quedó totalmente clara en las elecciones parlamentarias de enero del 2020 en el Sur andino y Arequipa: la radical UPP antaurista había sobrepasado en mucho a la alianza Juntos por el Perú de Verónika Mendoza y se confirmaba así nuestra antigua teoría de que el electorado sureño de Mendoza era prestado, para nada progresista pero sí nacionalista autoritario, y que votó por ella en el 2016 a falta de una alternativa más auténtica.

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¿Qué tenían en común las tres fuerzas que acabaron convertidas en los operadores políticos más activos del profesor Pedro Castillo en la primera vuelta del 2021? Su visión militar de la realidad política.

En el caso del CONARE-Sutep, ahora FENATE, sus cuadros más dinámicos estaban vinculados al MOVADEF que, aunque pertenece a la línea acuerdista, reivindica todavía el pensamiento Gonzalo. El aporte fundamental de Gonzalo al maoísmo es, como se sabe, la militarización del partido y la universalización de la guerra popular. La experiencia de estos cuadros en la acción clandestina (como el viejo SUTEP de los años 70) y su savoir faire en el arte de controlar frentes sindicales «clasistas» con líneas de masa oportunas (en este caso el rechazo a la carrera pública magisterial) los hacían más que hábiles para desarrollar una red nacional que, aunque minúscula, estaría dispuesta a realizar toda clase de acciones coordinadas, que van desde la presencia de hábiles personeros electorales hasta el bloqueo de carreteras, con una intensidad aun mayor en un contexto de despolitización y de quiebra del poder gubernamental en el interior del país. Respecto del etnocacerismo, no cabe duda de su visión militarizada de la política. Más bien en este contexto Perú Libre parecía ser el actor más moderado; su experiencia en gobiernos subnacionales en Junín lo hacía susceptible a la más peruana de las moderaciones: la corrupción y las redes de patronazgo, que requieren de un cierto espíritu de compromiso con el capital privado y diversos actores políticos, sociales y económicos no radicales. Sin embargo, sus orígenes marxistas-leninistas antirrevisionistas y su ideología pukallaktina representaban también una tensión entre disfrutar las mieles de la regionalización corruptógena del antiguo régimen y lanzarse a ganar un mundo.

Pero existe otro actor muy importante en el campo del antisistema que no puede ser pasado por alto y que es el que más significativamente revelador de las características de stasis del presente conflicto: un conjunto de intereses económicos regionales que encuentran en el ordenamiento constitucional presente y en la tecnocracia y burocracia limeñas un obstáculo para su apuesta por la hegemonía. La destrucción de las élites regionales y de las ciudades serranas intermedias luego de la reforma agraria velasquista y del terrorismo rural dejó el espacio para que estos sectores, usualmente vinculados a actividades económicas paralegales o ilegales, acaben ocupando un espacio de liderazgo en muchos lugares del interior del país.

Curiosamente esta lumpenburguesía no miró con malos ojos, hasta al menos 2016, al fujimorismo. Recordemos que en 2016 Keiko ganó en la segunda vuelta en la región de Ayacucho, teniendo gran votación en el VRAEM, y que la provincia de Caravelí en Arequipa, en donde se encuentra Chala, el punto estratégico en el mapa de la minería informal, también era un bastión fujimorista, igual que las provincias tropicales de Puno y la región de Madre de Dios. Pero tanto el necesario intento de conversión de Fuerza Popular en un partido «respetable» para la opinión mediática limeña e internacional, como su incapacidad por tomar el poder en corto y mediano plazo, hizo que esta lumpenburguesía desoya los cantos de sirena de figuras como Hernando de Soto, y vuelva con más fuerza a la apuesta antisistema que un sector de ella realizó en 2006 con el primer Ollanta Humala.

Este sector financia y organiza algunas de las algaradas más recientes y, además, brinda una especie de estructura administrativa y apoyo económico y logístico al proyecto antisistema, por lo general amorfo y contradictorio en sus elementos políticos y en sus liderazgos; sin embargo, es el extremo menos convencido de la coalición: su lógica empresarial los lleva a reconocer con prontitud si determinada apuesta política es demasiado arriesgada para seguir sosteniéndola. Parece, como veremos en el último punto de este artículo, que se han dado cuenta de que no pueden ganar, por lo menos ahora.

Respecto del correlato militar de la crisis es fundamental no caer en equívocos. No es para nada algo deseable, que pueda ser frivolizado o estetizado. Es un escenario trágico e indeseable, pero no por eso menos real.

Cabe recordar algunos datos al respecto. La asonada de diciembre en Arequipa cobró muertos que nadie cuenta y a los que nadie llora en Lima, como la fiscal Marizel Chamana y su hijo de 4 años, que murieron el 12 de diciembre, antes de la declaratoria del estado de emergencia, mientras trataban de esquivar un bloqueo ilegal de carretera. El ataque al aeropuerto de Arequipa, ese mismo día, fue un acto militar totalmente planificado. El mismo diario de izquierda La República (para nada un medio «terruqueador») lo informó: «El lunes pasado, el aeropuerto internacional Alfredo Rodríguez Ballón sufrió un brutal ataque. El golpe a la infraestructura ha sido certero para inhabilitar su funcionamiento. Los supuestos “manifestantes” cortaron un cable de un radar que sirve para el aterrizaje de los aviones. De igual forma, atentaron contra los equipos contraincendios, en caso de deflagración no hubiese podido activarse. Eso confirma que los atacantes era gente preparada en este tipo de acciones y que estudió el terminal aéreo. No descartan presencia de exintegrantes de Sendero Luminoso y Movadef». Más allá de que existan miríadas de espontáneos, «tontos útiles», castillistas de buena fe y otros que protestaron y protestarán pacíficamente, lo cierto es que tanto los dirigentes de la huelga indefinida (basta ver sus pedidos), como los actos de mayor impacto de esta son clarísimamente parte de un proceso de subversión.

Durante los primeros días de las manifestaciones, una dirigente de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos salió a condenar, desde Lima, el uso de la fuerza por parte de las fuerzas armadas y policiales, señalando que estas solo pueden hacer uso de las armas de fuego cuando está en riesgo la vida. Y por supuesto, solo deben usarse para defender la vida, no solo la propia de cada agente del orden, sino la vida de los demás ciudadanos. ¿Qué pasaría si, como en Bagua, por evitar disparar a la turba, los militares y policías se rindiesen y dejasen sus personas y armamentos en manos de tales individuos? Por otro lado, como en toda operación militar, los posibles abusos cometidos deberán investigarse y sus responsables afrontar los procesos correspondientes, pero después del final de la operación y del restablecimiento de la paz y el orden públicos. Pretender la suspensión del estado de emergencia y la acción militar por los supuestos abusos todavía no investigados ni comprobados sería un gran absurdo.

Si un piquete de militares hubiera dispersado a la turba que iba a cometer el delito de bloquear la carretera de Majes con balazos al aire en descargas cerradas (que, como se vio en Ayacucho y Andahuaylas, a veces en escenarios urbanos densos y con relieve accidentado impactan en curiosos y gente inocente, lo que reafirma la obvia realidad de que no se trata de un «genocidio» o de «asesinatos selectivos» como dicen algunos), Marizel Chamana y su hijo Mathias, inocentes bajo cualquier concepto, estarían todavía vivos.

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Lamentablemente hay entre los observadores y comentaristas limeños una especie de ceguera o exotismo, que proyecta sus propias lógicas lineales en el desciframiento de la realidad nacional. Así, por ejemplo, Rosa María Palacios, en los primeros días de la crisis, llegó a decir que la «gente» sale a protestar solo contra Boluarte y el Congreso, porque quiere que se vayan todos, y que también está «molesta con Castillo por el golpe». Evidentemente no estamos en la mente de cada uno de los manifestantes para saber sus más profundas intenciones, pero lo que queda claro es que las organizaciones que convocan y dirigen las manifestaciones pidieron desde el inicio la liberación de Castillo, entre sus múltiples peticiones descabelladas. Aún ahora, todas las organizaciones de la macrorregión sur, al anunciar que acabarán con la «tregua» (que, curiosamente, al menos en Arequipa nunca admitieron), exhibieron no solo las usuales propuestas golpistas (renuncia y juicio de Boluarte, disolución del congreso, adelanto de elecciones y asamblea constituyente), sino también la libertad inmediata de Pedro Castillo.

No son simples «peruanos olvidados» con «legítimas reivindicaciones». Cumplir sus «reivindicaciones» implicaría la abolición del estado de derecho y de la separación de poderes. Despolitizar a estas organizaciones y considerar su intento revolucionario como una mera manifestación más de los ancestrales sufrimientos del hombre andino es también una refinada forma de racismo y condescendencia. Así que no caben las falsas «empatías» o «equidistancias» de algunos ignorantes voluntarios que, desde la comodidad de una Lima segura y pacífica y solo por puro postureo moral, buscan entregar al Sur a revolucionarios que quebrantan la ley tanto en el fondo como en la forma (porque también anunciaron de manera abierta que planean cometer el delito de bloquear carreteras).

Lo que se viene

Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú han reaccionado de manera eficaz ante esta crisis. Sorprende, especialmente, por contraste a ocasiones pasadas en donde sucumbieron a las intrigas del progresismo y comprometieron su misma existencia. Recordemos el respaldo a la disolución del congreso por parte de Martín Vizcarra y su vacilación a la hora de respaldar a Manuel Merino. El antirreglamentario pase al retiro por parte de Francisco Sagasti de 18 generales de la policía era un mensaje clarísimo: «mucho cuidado con hacer cumplir la ley y hacer uso de la fuerza contra determinadas manifestaciones, porque el día de mañana los que se manifiestan pueden estar en el poder y destruir carreras y honras».

Pero la evolución política de los países vecinos como Colombia y Chile en los últimos años, así como la relevancia que, tanto desde la campaña de 2021, como desde la presidencia de Castillo, iban cobrando sus enemigos existenciales, los convencieron de la necesidad de no vacilar a la hora de defender el orden jurídico y político vigente.

Por lo demás, los planes de asonadas semejantes ya estaban en el radar de los servicios de inteligencia militares, al menos desde inicios del 2021. Ya en mayo de 2021, en los momentos previos a la segunda vuelta, los liderazgos militares y policiales de la región Arequipa convocaron a todos los poderes del Estado para compartir con ellos un informe de inteligencia que alertaba sobre una revuelta organizada por Perú Libre y sus aliados en el caso de que Pedro Castillo perdiese el balotaje contra Keiko Fujimori. Se explicó -y me consta por testimonio directo de aquella reunión- que la asonada implicaría la destrucción del aeropuerto y la quema de distintos poderes públicos. Y el mismo Aníbal Torres no vaciló en confirmar estos planes, con su famosa alusión a los «ríos de sangre».

El bloque hegemónico-histórico se mantiene sólido en el Perú. A diferencia de la crisis que llevó a la renuncia de Manuel Merino, las Fuerzas Armadas, el Ejecutivo, el Congreso, el Ministerio Público, los poderes mediáticos, el gran empresariado y la burguesía se mantienen relativamente unidos. Las organizaciones antisistema ya empiezan a darse cuenta de eso: los llamados delirantes a la secesión del sur del país son muestra de su debilidad para precipitar un momento constituyente. Una de las condiciones objetivas para una revolución es, según Lenin, la descomposición de las clases dominantes y esto no parece estar pasando: todo lo contrario, han cerrado filas en torno a la defensa de Boluarte y del congreso. Mientras que el frente antisistema ya empieza a mostrar resquebrajaduras. Quizás una de las únicas cosas positivas sea la fractura entre Antauro Humala y con sus bases respecto del reconocimiento del gobierno de Dina Boluarte.

Lo único que podría provocar un quiebre en la respuesta del Estado a la amenaza revolucionaria sería una vacilación política por parte de Dina Boluarte, su kerenskización, que la lleve a comprometer el apoyo parlamentario del que goza en el congreso y a desmoralizar a las Fuerzas Armadas con destituciones y contramarchas en un intento de congraciarse con un progresismo y una izquierda que la detestarán siempre haga lo que haga. La renuncia del jefe de la DINI, Juan Carlos Liendo, luego de la penosa entrevista con La República, es una señal bastante inquietante. Sea lo que fuere, si su gobierno logra sobrevivir hasta junio, ya la demanda antisistema que podría considerarse como más cercana a la «línea de masas» (la renuncia de Boluarte y el adelanto de elecciones para el 2023) se haría impracticable desde todo punto de vista.

Finalmente, no basta la acción permanente de las fuerzas armadas y policiales, se requiere también que el Ministerio Público -que tanta relevancia tuvo en aislar a Castillo y asegurar el fracaso de su golpe- también actúe con prontitud ahora, aplicando una tipificación adecuada y expedita no solo a los vándalos eventuales, sino también a los que se organizan para violar la ley bloqueando carreteras y a los distintos elementos vinculados a actividades extralegales involucrados en estas acciones.

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