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La vida en Cristo es lucha ordenada en lo divino mediante la consecución y práctica de virtudes; es por esto que después de la Iglesia, el mayor exponente institucional de dicha lucha, bien se podría decir que era y ha de ser la milicia, por involucrar el alma, la muerte y los dones (en su mayor exponente, las virtudes), como sustrato de sus raíces doctrinales y existenciales.

Nuestra época se asoma al engranaje de la historia como una encrucijada moral, que como es costumbre, obliga a tomar una decisión: unirse a las hordas infectas, mediocres, de espíritu débil y materialistas y negar a Dios, o remar contra la corriente de la mediocridad y el servilismo, doblegando al animal con la esencia divina de la Voluntad y seguir a Dios. 

Cuando algo se antoja perdido, reencauzarlo pasa por volver al origen.

Para entender la situación hace falta diferenciar tres conceptos claros, como son el país, la nación y la Patria. Cada uno de ellos en un plano superior al anterior: empezando por lo físico y tangible del país, como son las instituciones, asociaciones, empresas y demás organizaciones temporales, (en nuestro tiempo, casi la totalidad corrompidas y vencidas por el modernismo), que idealmente deberían de servir a los designios e intereses espirituales de la nación; pasando en segunda instancia por la nación, conformada por el conjunto de capacidades, herencias, querencias, usos, y natura en los planos moral e intelectual, de aquellos que de una manera física o no, y antes o después en el tiempo, han formado, forman o formarán bajo el aura de la Patria. Y por último y más importante, la Patria, cuna de sentido inalterable que, por su pertenencia a Dios, y la afirmación de servidumbre a Él, desempeña una función clara en el mundo para el devenir de los tiempos. Esta última es inmutable y no pertenece a nada ni a nadie sino a Nuestro Señor.

Por todo ello, debemos desprendernos del acomplejado yunque moral de mantener todas las instituciones y organismos con vida, porque en muchos casos, al ser temporales y estar podridas, suponen un estorbo para la consecución de un país que sirva a la nación y que a su vez sirva a la Patria. Y hemos de tratar de forjar de nuevo aquella nación, que sustentada en la familia cristiana y con la firme Voluntad de perseguir la Verdad, se convirtió en paladín de la Fe.

Remontándonos en el tiempo, España nace en la afirmación cristiana, (su bautismo), y madura en esa reafirmación histórica, (confirmación), luchando en la que sí es una guerra total, con su plano físico, intelectual, moral y sobrenatural; y cultivando virtudes.

Cuando Recaredo, gracias al sacrificio de su hermano Hermenegildo, da Fe de que España es cristiana, despierta el halo de unión de la Patria, única causa de unificación de las Españas, la Unidad de Destino en lo Universal, la Santidad.

Desde ese momento, se cumple institucionalmente una realidad, uniendo inseparablemente los nombres de la Patria y de Dios, como ya le mostró la Virgen a Santiago en el Pilar, al confiar a esa Hispania, (Patria de obstinados en la pasión, la ira y el conflicto), el trabajo y el honor de conformarse baluarte y luz de la palabra de Dios.

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La historia, observada con criterio, demuestra que esa Hispania y sólo esa, bien orientada, se convierte en Luz de Trento. 

A España pues, como al resto de naciones, la definen un principio y un fin, un por qué y un para qué, una función sobrenatural.

No se entiende y no se puede comprender España sin Dios, la defensa de la Fe y la evangelización.

El Señor, que quiere la existencia de las naciones, hizo que España albergase en su esencia la genialidad del espíritu, que ofrece sus mejores frutos en el Bien, de ahí su nobleza y buen hacer histórico. Evidencia clara de ello, sin temor a la exageración, (aunque los enemigos de la Patria traten de desmerecerlo y ocultarlo), es la evangelización de un Continente y su anexión a la Unidad de Destino. En cada palmo de terreno pisado y mar navegado por España, se llevó el propósito de establecer las bases del Reino Celestial en la Tierra.

A pesar del peso de la herencia, los enemigos de la civilización cristiana, con sus fechorías (institucionales y no), miserables, oscuras y especialmente malvadas, parece que hayan conseguido hacer desfallecer el espíritu crítico e inquieto, genuinamente español, convirtiendo a la sociedad en una masa infantiloide, torpe y mediocre, sin mayor preocupación que la de balbucear esterilidades en este presente que se nos escapa.

Sin embargo, uno puede imaginarse y sentir el desasosiego y la angustia que sufrirán ese reducto de almas de España, que teniendo la necesidad de amar a su Patria la desconocen o sienten que se les escapa. Estos últimos para que no desesperen, han de recordar que las Patrias también tienen su lugar en el cielo.

En cuanto a la espiritualidad de España, en la calamidad verdadera caen aquellos que, aun conociendo a la Patria, la niegan. Tener la necesidad de pertenencia y sentido de la lealtad a lo inmutable, pero desconocerlo o negarlo es el cepo que se le ha colocado, (no sin colaboración de los portadores en muchos casos), a gran parte de las almas de España. El sufrimiento que experimentan esas almas, al hacer algo tan desafortunado, es síntoma de que Dios nunca abandona y sigue buscándoles, estando ellos más cerca de la Verdad de lo que creen, a través del sufrimiento que genera la Patria. 

Observando los rastros en nuestro presente y la estela del pasado, se acierta, al contemplar nuestros símbolos más genuinos, (militares entre otros), cuando se afirma que, más que como dijo aquel enemigo: “Dios es español”, España es de Dios.

La Cruz de San Andrés (mártir por la Fe), es emblema de nuestros ejércitos y sus unidades desde tiempos en que la explosión de Fe reinaba en nuestro país y en la nación, ya en el siglo XVI. La “Madre de Naciones” supo bajo ese estandarte, dar Gloria a Dios en la Tierra y fundir el destino del cristianismo al de Hispania. San Andrés, que fue mártir bajo la mano lasciva y pérfida de Nerón, representa ese pilar místico de inquebrantable lealtad a Dios frente a la perversidad del clima que le rodeó. Fue el primer llamado por Jesús y descrito como virtuoso en valor y coraje. Es por esto sin duda que, junto a Santiago, su figura case perfectamente con los requerimientos de la milicia hispana. Hoy en día, puede verse su cadalso (la Cruz en aspa), como emblema de algunas unidades y naciones cristianas por herencia, (no solo de España); lo que demuestra su carácter ejemplar. 

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Una de esas unidades portadoras de este emblema de la Hispanidad, el pasado 26 de mayo fue bendecida como marcan los cánones tradicionales: en lugar Sacro y rindiendo honores ante quien es Señor de todo y Rey de los ejércitos.

Así está recogido en las ordenanzas militares y así está guiado por nuestra sangre.

El lugar: un cementerio de guerra español con más de treinta mil caídos, que guarda una de las puertas del infierno, como ya las definían en su tiempo. Si, además, le sumamos que la Cruz más grande de la Cristiandad preside el lugar y que basílica y recuerdo de una Cruzada Nacional para la defensa de la Fe, podemos enmarcar perfectamente entonces, la rabia satánica de los esclavos del mal, graznando por venganza ante tan magnífica ceremonia.

La Compañía acudió para dar gracias, pedir amparo, protección, atención y ofrecer sus servicios y sus almas a los designios de Dios; y lo hizo rindiendo armas como muestra de mansedumbre y abandono a Su Voluntad. Del mismo modo que hacía aquella España que dio lustre a ese glorioso apellido que llevamos todos, (unos con más pena que gloria), de “español”.

Los bendecidos, que nunca serán anónimos ante Dios, forman en cuadro de comunión. Recemos para que el Señor les otorgue lo que solicitan y les demande lo que ofrecen. Deber cumplido y cielo ganado, no vale sino eso la vida. 

Que esa ceremonia, esa persecución, esos actos y los arrestos de la Compañía bendecida, sean ejemplo, como la historia, para auxilio y estímulo de las almas ardiendo que ansían servir con fervor a España. Que todos aquellos, perseguidos de una manera u otra, por su Fe en Cristo y la búsqueda de la Verdad, eleven su mirada, yergan su espíritu y tengan Fe en la Victoria que no es de este mundo, pues el toque de olifante llegará y la milicia hispana y la causa divina no merecen tibios en sus filas.

Roguemos a Dios que, con inmenso amor, pruebe a España con mayor dolor, como hace con las almas que más quiere y tengamos Fe y Esperanza, afrontando con valor las disposiciones que la Providencia nos brinde, para que, con cada uno de nuestros actos, decisiones y pensamientos, devolvamos a España a la senda divina de Hispania, demostrando formar en Comunión con la Unidad de Destino Universal.

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REDACCIÓN