17/05/2024 04:08
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Continuamos con el libro Queipo de Llano: gloria e infortunio de un general, de Ana Quevedo & Queipo de Llano, nieta suya.  Los episodios anteriores están aquí.

Como copiar de un libro digital no cuesta nada, transcribo largos extractos de este capítulo, con un asunto que a mi, personalmente, me aburre. Si le sucede lo mismo al lector solo tiene que dejarlo pasar. A partir de la próxima parte empieza la parte más interesante porque Queipo ya no es un mero militar sino que mete el sable en política.

CAPÍTULO VII. Luchando por la justicia

«Mi estancia en El Ferrol fue un verdadero sedante para mí después de la lucha moral y material que tuve que mantener durante tantos días; y no me refiero a aquella en la que salí vencedor de la morisma, sino a la mantenida contra el dictador».

  —El Directorio se ocupa de usted en estos días.

  —¿Con qué motivo? —preguntó en la esperanza de que por fin se le fuera a hacer justicia.

  —¿Tiene usted una instancia pendiente?

  —Hace cinco meses presenté una pidiendo justicia, a la que no se me ha contestado.

  —Pues ésa es, y por ella le manda a usted a un castillo.

  El efecto que esta noticia le causó fue demoledor. ¿Qué había sucedido? ¿Cómo se le podía imponer un castigo por una instancia presentada hacía cinco meses, sin que el capitán general, contando además con el asesoramiento de su auditor, le hubiese hecho amonestación alguna?

  —Dicen que tiene un parrafito altamente ofensivo para el presidente.

  —¿Cuál puede ser?

  —Pues uno que habla de un acero vengativo o algo así. Visitó a su pariente, el almirante señor Rivera, rogándole que intercediese cerca del marqués de Magaz, para que no se consumase la nueva iniquidad y, al hacerlo, escuchó aquél de este señor, presidente interino del Directorio, frases que llenaron a Queipo de Llano de indignación. Según ellas, al pedir destino a España, había cometido un delito gravísimo, puesto que había pretendido rehuir el peligro de la guerra y debía darse por muy satisfecho con que se le arrestase solamente, cuando lo lógico habría sido procesarle por su cobardía. Por otra parte, Magaz añadió que había presentado una instancia en la que había un párrafo que era atrozmente ofensivo para el jefe del gobierno.

El secretario de Guerra la remitió al capitán general, señor Burguete, ordenándole que le impusiese el correspondiente arresto. Extrañado éste, llamó al jefe de la Sección de Justicia para que le informase sobre el asunto y como este señor le dijo que en aquella instancia no había nada delictivo ni comprendía la razón de que después de tanto tiempo de haberla presentado se le fuese a castigar por ella, el capitán general se trasladó personalmente al Ministerio de la Guerra para decir al duque de Tetuán que era un enorme dislate lo que con Queipo se iba a hacer.

  —Eso viene de arriba —le dijo el duque.

  —Pues que le imponga el correctivo él y que no nos obligue a hacer estos papeles.

  —No hay más remedio —insistió el duque.

  —Yo sé lo que tengo que hacer —dijo el general Burguete al retirarse.

  El general Burguete había solicitado la Dirección de la Guardia Civil, que por aquellos días estaba vacante, y dispuesto a no ser él quien actuase de verdugo con Queipo, ordenó que la instancia pasase a su auditor, pero encargando al jefe de la Sección de Justicia que el asunto marchase con la mayor lentitud posible, para dar tiempo a que le llegara el nombramiento para este empleo.

Cumplí con la obligación de presentarme a las autoridades, entre ellas al marqués de Magaz, con el que tuve una escena violenta, al decirme que debía darme por satisfecho y aconsejarme que no volviera a incurrir en faltas similares, palabras que me parecieron una burla sangrienta ante lo ocurrido y ante la impotencia en que me encontraba.

Se encuentra Queipo de Llano perdido, confuso. Considera que cuanto viene ocurriendo en torno a él es una manifiesta injusticia que afecta en grave manera su carrera y su buen nombre, y para evitar que mayores males puedan llegar a recaer sobre su persona, empieza a prepararse contra la venganza de Primo de Rivera, que intuye va a producirse. Para reunir pruebas, antes de que el tiempo borre memorias de hechos, se dirige a varios de los que fueron sus superiores para obtener de ellos respuestas que ayuden a clarificar la corrección de sus actuaciones:

Otro de sus jefes, el general Madariaga, intentó intervenir personalmente ante el Dictador por si su personalidad fuera suficiente para cambiar el ánimo de éste y paliar su rencor hacia Queipo. Además le manifestó que era él el autor de la instancia cuyo párrafo, introducido personalmente, tanto daño le estaba causando. Obtuvo la siguiente respuesta, en la que Primo elude voluntariamente cualquier alusión a la susodicha instancia:

A Queipo desde mi llegada a Tetuán el 6 de septiembre, parece que no le animaba otro propósito que el de poner dificultades o quebrantar los prestigios del alto mando y agarrándose al fin a un pretexto fútil y cuando más podían haber sido utilizados sus servicios, se creyó en el caso de plantear la cuestión de delicadeza de ofrecer su puesto, caso que si es siempre inaudito, lo es mucho más en campaña. Y como yo conozco el carácter de Queipo, había de presumir que no saldría de aquí sin querer tirar las columnas del templo, consagrándose a enaltecer su figura destruyendo la de los demás; contra esto, la más vulgar previsión, unida al cumplimiento del deber, me obligaron a poner las cosas en claro.

Otro desencuantro más con Primo de Rivera:

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Además de esto, que debió quedar en pura anécdota, ocurrió otro incidente, que alteró notablemente, en su momento, el humor del presidente.

 

  Estableció el general Primo de Rivera la costumbre de invitar a almorzar o a comer a distintos jefes y oficiales, hasta llenar la gran mesa de la Alta Comisaría, en la que se servían grandes banquetes. Quiso la mala suerte de Queipo que un día se acordase de él; al principio pensó en excusarse, pero considerando que su falta de asistencia podía ser considerada como un desaire, cambió de opinión y acudió al almuerzo, que transcurrió en medio de una conversación sin importancia. Ya se empezaban a servir los postres, cuando se le ocurrió decir al presidente que era indispensable que se creasen intereses en la zona desarrollando la colonización, en lo que nada o muy poco se había hecho hasta entonces, a pesar de la base magnífica que ofrecían las diecisiete mil hectáreas de vega que el Estado español había comprado a Muley-el-Hafid.

 

  Por su permanencia en Argentina y algunas Repúblicas de América, conocía Queipo las «Leyes de Tierras» de alguna de aquéllas, que había traído consigo a su vuelta y con arreglo a las cuales, había presentado hasta seis distintas memorias que le habían sido solicitadas en distintas épocas, pero sin que nunca se hubiera hecho nada al respecto.

 

  Le instó Primo a continuar, por lo que le expuso su idea, que consistía en crear, dentro de cada finca, un poblado cuyas casas exteriores formasen una muralla rodeada de foso y alambradas, en el que viviesen las familias a las que se repartirían las tierras, que pagarían a largos plazos. Dando a los colonos los armamentos necesarios, podrían llegar a aposentarse 3.500 familias, que servirían de base a la colonización, y sus cultivos, de modelo en el que los moros pudieran aprender.

  Sin dejarle acabar su exposición, interrumpió el dictador:

  —¿Cuántas familias?

  —Tres mil quinientas.

  —Pues, ¿qué extensión de tierra asigna usted a cada una?

  —Cerca de cinco hectáreas.

  —¿Y cómo iban a vivir con tan poca tierra?

  —Mi general, debo advertir a usted que todas esas fincas, por su situación, son fácilmente transformables en regadío.

  —No importa. Aunque fuesen de regadío, no podría vivir una familia.

  —Todas las zootecnias dicen que, con una hectárea de regadío, puede vivir perfectamente una familia de cinco personas, y en Valencia vive una familia con menos de la mitad.

  —Ésas son tonterías de los libros.

  —Pues ¿cuánta tierra de regadío se necesita para alimentar a una familia? —preguntó asombrado.

  —Diez hectáreas.

  —¿Y de secano?

  —Cincuenta —contestó sin inmutarse.

  —Mi general, si todos los que viven de la agricultura en España tuvieran cincuenta hectáreas, nuestro país sería mayor que Rusia.

  Al oír esto, arrojó violentamente la servilleta sobre la mesa y, levantándose, se marchó del comedor.

  Una vez más y sin quererlo, había incurrido en las iras del presidente.

Y otro desencuentro con un cacique local:

Al salir de Madrid hacia mi inesperado destino en Córdoba, recibí indicaciones de varias personas que ocupaban altos cargos, relativas a determinadas personalidades y autoridades de las que iba a conocer, entre otras el señor Cruz Conde, con el que me recomendaron “estar siempre de acuerdo”.

  Conociendo la trayectoria de éste, sabía que nunca podríamos entendernos, pero formé el decidido propósito de poner de mi parte todos los medios para capear el temporal de la Dictadura.

  Al llegar a Córdoba, en lugar de seguir las fórmulas protocolarias, fui personalmente a visitar a todas las autoridades y entre ellas a Cruz Conde. Me recibió éste con una descortesía rayana en la grosería, que de no contenerme y optar por dar por terminada la entrevista, hubiera provocado la ruptura en aquella primera ocasión. Por el contrario, cuando me devolvió la visita, lo recibí procurando extremar la amabilidad y cortesía, contestando con toda clase de detalles a las intencionadas preguntas que me hizo sobre las versiones que circulaban acerca de mis cuestiones con Primo de Rivera.

  Tuvo palabras de condena para éste por los atropellos de que me había hecho víctima y para su carácter «violento, irreflexivo y autoritario», y añadió que estaba con la Dictadura sólo para servir a Su Majestad.

  A partir de esta entrevista, en la que dejó tan claras sus intenciones de hacerme decir lo que yo no sentía o quería, como es lógico, nuestras relaciones fueron extremadamente superficiales».

Aquella comisión fue a visitarle con la pretensión de que interviniera para que se diese igual trato a todos los de su clase, pues tanto la policía gubernativa como la municipal hacían una guerra sin cuartel a los que no compraban vino de Cruz Conde y tenían toda clase de tolerancias con los que lo vendían en sus establecimientos. Los despidió alegando que nada podía hacer. Pero el ambiente hacia él en determinados sectores se fue haciendo insufrible.

la visita de la comisión de taberneros llegó al señor Cruz Conde y a otros personajes.

A partir de entonces fue casi absoluta mi incomunicación con el Sr. Cruz Conde y cuando dejó de ser alcalde y marchó a tomar posesión del Gobierno Civil de Sevilla, se despidió de todas las autoridades, excepto de mí, como era su obligación. Cumpliendo con mi deber, puse esta falta de respeto en conocimiento del capitán general de Andalucía, su Alteza Real el Infante D. Carlos, que en carta particular me dijo que debía despreciar y olvidar aquel incidente del que sólo yo saldría perdiendo dadas las circunstancias y las amistades del Sr. Cruz Conde».

Y el caso de Zinat sigue coleando:

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  —Me han nombrado juez en el expediente contra el general Riquelme a consecuencia del parte que diste por la operación de Zinat y vengo a tomarte declaración.

  Acallando mi indignación por su proceder le dije:

  —Ahora mismo puedes tomármela si quieres.

  —No, vendré a la tarde, a las cuatro, si te parece.

  —Todas las horas me parecen buenas y si quieres que ganemos tiempo, dime las preguntas que me vas a hacer y a la hora que vengas tendrás escrita la declaración.

  —No, porque me gusta cumplir exactamente mi deber y quiero hacerte las preguntas verbalmente.

Volvió a las cuatro de la tarde como habíamos acordado y la declaración a que me sometió fue tan detenida y meticulosa que duró hasta las nueve y media.

  A continuación el general Villegas dictó auto de procesamiento contra mí.

Queipo en la Sanjuanada:

Lo único que supo del movimiento de la noche de San Juan es lo siguiente: un día le notificaron que el conde de Romanones estaba en Córdoba y que quería hablar con él. Un amigo les ofreció para encontrarse, sin llamar la atención, la finca de uno de sus hijos. En la entrevista que mantuvieron, Romanones expuso a Queipo que había un movimiento serio para derribar a la dictadura, que dirigían con él los generales Weyler y Aguilera y don Melquíades Álvarez, y querían saber si podían contar con Queipo. Contestó que para derribar al general Primo de Rivera y exigirle todas las responsabilidades en que había incurrido siempre podrían contar con su colaboración, si se trataba de un movimiento serio, como lo parecía aquel por las elevadas personalidades que de él formaban parte, y por lo tanto, que estaba de acuerdo en intervenir.

Pese a la ausencia de pruebas, un día, Primo de Rivera ordenó a la policía que rodeara la manzana en que vivía Queipo; previamente se habían tomado posiciones en las azoteas colindantes, por si intentaba escapar. A altas horas de la madrugada y mientras dormían, la policía allanó su domicilio. Entraron en el dormitorio matrimonial ocho hombres, con la consiguiente alarma y tremendo sobresalto de toda la familia, que descansaba tranquilamente en sus habitaciones y que no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo. La impresión fue tremenda para todos, pero especialmente para Genoveva, que ni remotamente imaginaba que pudiera ocurrir algo así y que salió de su sueño para encontrarse rodeada de hombres armados que la encañonaban a ella y a su esposo sin que en aquel momento conociera quiénes eran los que así los invadían.

Fue conducido a prisión, acompañado de veinte policías en tres automóviles, tanta era la dificultad que suponía su traslado, a pesar de que no opuso la menor resistencia, aunque evidentemente sí manifestó en todos los tonos la ira y la indignación propias del atropello de que eran objeto él y su familia. Ochenta y cuatro días permaneció preso sin que se hubiera formulado acusación alguna en su contra ni comprobado la más mínima sombra de delito en su conducta: la prisión a que se le sometió se basaba solamente en las sospechas y recelos del dictador.

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