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Tu cuerpo ya no es tuyo, ni tu sangre. Ahora son míos. Entregarás tu cuerpo, a trozos o de un golpeY verterás tu sangre generosa para fecundar los campos ideales. ¡Que en el surco de oro, en los trigales, ponga tu sangre las dos franjas rojas a la bandera de España! ¡Roja como la sangre y rubia como el trigo!

Es el eco de la llamada de la Muerte, con una voz solemne que parece escucharse entre nichos, tumbas y mausoleos de este madrileño Cementerio de la Almudena. 

Como hace 67 años en la despedida del heroico Millán-Astray, también hoy amanece gélida la mañana, bajo cero y después de los primeros copos de nieve en la capital, pero con un sol rechinante, resplandeciente, que parece brillar con más fuerza una vez diluidos aquellos ligeros retazos de niebla del segundo amanecer del nuevo año. 

Y, aquí presente, he cerrado mis ojos para abrir tantos y tantos recuerdos, como aquel conmovedor y silencioso momento en el que el féretro del fundador de la Legión hizo acto de presencia en la oscuridad de un día y una hora que pasarían a la historia de España. Las pisadas de la escolta tenían miedo de romper el silencio; tácitas y calladas, avanzaban discretas según el deseo testamentario del general Millán-Astray.

Casi a oscuras, aún recuerdo el depósito de cadáveres convertido en el punto de encuentro de todos aquellos que, a lo largo del día de Año Nuevo de 1954, se habían dado cita en el palacete del Cuerpo de Mutilados de la calle Velázquez. El reencuentro con el héroe de África y Filipinas bien lo merecía antes del último viaje, antes del último adiós.

Aquel sábado 2 de enero de 1954,  debido a la escasa visibilidad, apenas se reconocían las caras de los allí presentes: sus sobrinos Alfredo, José y Javier; ministros como Muñoz Grandes o Martín- Artajo; el contraalmirante Nieto Antúnez, el general Silva, el teniente coronel Rubio o su guardia pretoriana de curtidos «legías» a las órdenes del capitán Iglesias.

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En un segundo plano se hallaba José, el cabo Pepín Ortega que, en compañía de Ochandiano, el conductor, contemplaba expectante el último servicio al que, para él, siempre fue su coronel, por antigüedad y por méritos de guerra.

La voz de Millán-Astray se había apagado y un tímido y precavido silencio se había apoderado de aquellos presentes ante un mar de recuerdos de sus órdenes de mando y el eco de las arengas en el frente. Nadie osaba a romper ese silencio, sólo unos débiles pero atrevidos murmullos que se aventuraban con la última oración por un héroe de España.

Su cuerpo, teñido de gloria, yacía inerte con la bandera de España por sudario y un chapiri, ese heroico gorrillo legionario, como recordatorio de una obra fundacional, la Legión, que, desde 1920, había dado tanto por y para la Patria, sus jóvenes, su historia y grandeza.

El foso, convertido en eterna morada, se fue llenando de paladas de una densa tierra. Se acumularon recuerdos de lucha, esfuerzo, dolor y sacrificio: Nador, Fondak, Dar Raid, Melilla… Pero, también, de vítores y gritos de «¡A mí la Legión!» en la última presencia terrenal del teniente coronel Valenzuela, el comandante Fontanes, el capitán Arredondo, el teniente De la Cruz, el cabo Suceso Terrero y miles de legionarios que, de manera humilde y ejemplar, habían precedido al general en el liberador encuentro con su novia, la Muerte.

Allí estaban todos, esperando la llegada de su jefe supremo para, como en los acuartelamientos legionarios, formar el V Tercio, el del recuerdo imborrable de todos los que le habían precedido en el fatal pero anhelado destino final.

El estruendo de la tierra sobre la tapa de madera quebró el silencio matutino, como el acompasado sonido de las palas de los enterradores y las tímidas preces del vicario general castrense, el doctor Alonso Muñoyerro.

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Y esa tierra cobró vida al mezclarse con el cuerpo de un héroe cuya sangre y miembros habían sido entregados a la Patria en cumplimiento del Credo Legionario que, ya centenario, perdura como santo y seña de todo aquel que ha pasado por el Tercio.

Millán-Astray se despedía de manera austera, casi franciscana, y su querido José Ortega, el cabo de la escolta, recordaba aquel continuo deseo del coronel de ser trasladado al cementerio al amparo de la noche, sin que nadie lo supiera, sin flores ni coronas, sin desfile ni duelo familiar, aunque tuviesen que saltar la tapia.

En trances pretéritos, la Muerte y Millán-Astray ya se habían visto las caras con las cartas del heroísmo y la humildad sobre la mesa. El general había vencido, había sobrevivido. África había sido testigo de sus gestas. En esta ocasión, no. La Muerte se cobraba la ventaja dada, esa equivalente a toda una vida.

Aquel 1 de enero, en la última partida, su grave afección cardíaca no le había dado otra opción. Jaque mate. Caridad y perdón, se le oyó decir al general entre los últimos suspiros vitales que anticipaban su final. Era el merecido deseo en forma de testimonio de aquel digno y honrado soldado, heredero de aquellos infantes de nuestros gloriosos Tercios de Flandes. ¡Caridad y perdón!

Autor

Emilio Domínguez Díaz