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A principios del siglo XIX, la hegemonía y el papel protagonista que España había tenido en el mundo, no era más que un lejano recuerdo que evocaba la existencia de una nación poderosa que se había dejado corromper por no saber luchar unida para, así, poder superar los muchos peligros que amenazaban su supervivencia. La sempiterna mediocridad de nuestra clase dirigente, empeñada en conservar sus prebendas, junto a la hasta ese momento indolente y ramplona actitud de la sociedad española, unido a los conflictos internos que fueron aprovechados por las minorías pudientes de algunas regiones para llevar a cabo un proceso de ruptura y así aumentar sus ya de por sí enormes privilegios, provocaron un estado de debilidad e inestabilidad, que fue aprovechado por Napoleón para caer sobre un país que parecía haberse acostumbrado a su propia apatía.
Mientras la mayor parte de nuestros dirigentes trataban de buscar responsabilidades para justificar su zafiedad y autocomplacencia, reclamando protección y seguridad en una Corte que se había puesto a los pies del invasor, se escuchó un desgarrador grito de protesta que brotó del alma de miles de patriotas que decidieron, por última vez, luchar unidos para recuperar su honor y su libertad. Era el 2 de mayo de 1808, cuando una multitud de madrileños empezaron a concentrarse ante las puertas del Palacio Real de Madrid para evitar la más que previsible captura por parte de los soldados franceses, del muy querido infante Francisco de Paula.
Nadie de los allí presentes pareció prestar la más mínima atención al primer carruaje que salió del palacio llevando en su interior a la antigua reina María Luisa, pero cuando el segundo se dispuso a acoger en su interior al infante, un simple zapatero llamado José Blas de Molina, seguido de tres mujeres que llevaban consigo sus cestos de la compra, se acercó al coche y al grito de ¡Que nos lo llevan!, provocó el inicio de una sublevación que fue contestada inmisericordemente por el general francés Murat, el cual ordenó abrir fuego sobre la multitud. Las calles de Madrid, poco a poco, empezaron a teñirse de sangre, pero eso no amilanó a los héroes anónimos que no tardaron en unirse a la lucha. Murat disponía por aquel entonces de 50.000 hombres perfectamente adiestrados para la guerra. Contra ellos era poco lo que podían hacer los patriotas españoles, más aún por respuesta del ejército español, que salvo honrosas excepciones como las del Teniente Coronel Rodrigo López de Ayala, o los osados Daoiz y Velarde, decidió permanecer acuartelado, dándole la espalda a un pueblo que, en esos momentos, se disponía a morir para defender la integridad de la patria.
Apresuradamente, los madrileños formaron pequeñas partidas de barrio, con hombres, mujeres e incluso niños que salieron a las calles con la intención de luchar por su libertad. Palos, piedras, navajas… fue lo único que pudieron poner frente al temido ejército napoleónico que, en esta ocasión, decidió utilizar la violencia más extrema para reprimir a cientos de patriotas que poco a poco fueron cercados y exterminados. La represión que continuó a esta sangrienta jornada fue brutal, porque el francés quiso castigar a los sublevados como escarmiento para que el resto de españoles no se volviese a plantear la lucha contra un ejército que hasta ese momento se había demostrado invencible en los campos de batalla de todo el continente.
Contento por la demostración de fuerza y por su convencimiento de que el ímpetu de los patriotas españoles había quedado mermado, Murat se dispuso a celebrar su triunfo. Ahora ya nada podría impedir que el resto de España se pusiese a los pies del poderoso ejército francés, pero con lo que no pudo contar fue con el hecho de que la sangre derramada por los madrileños inflamase los ánimos de sus compatriotas, comenzando en ese mismo momento nuestra Guerra de Independencia, cuyas consecuencias fueron fundamentales para conocer la evolución política de la España Contemporánea. El mismo día 2 de mayo, por la tarde, en la localidad de Móstoles, un prestigioso político llamado Juan Pérez Villamil, fue consciente de las terribles noticias que llegaban procedentes de la capital. Venciendo sus temores por las posibles repercusiones de la decisión que estaba a punto de tomar, obligó a los alcaldes de Móstoles a firmar un bando por el que se llamaba a todos los españoles a empuñar las armas contra el temido invasor. Poco a poco, las grandes ciudades, e incluso las pequeñas localidades de España empezaron a alistar voluntarios y movilizar tropas, algunas, incluso, para marchar a toda prisa en auxilio de Madrid. La muy leal ciudad de Valencia, fue una de las primeras en dar un paso al frente, al levantarse contra los franceses y mostrar su inquebrantable patriotismo, uniéndose al levantamiento tras un curioso episodio protagonizado, según la tradición, por Vicente Doménech, más conocido por el sobrenombre de El Palleter.
El Palleter era un humilde vendedor de cerillas que, ajeno a lo que ocurría en el mundo, pasaba su tiempo deambulando por las estrechas callejuelas de este humilde enclave, vestido con un traje de huertano, en el que destacaba una franja roja situada en la cintura. Muy pronto, la paz y la tranquilidad de este desconocido personaje se vieron turbadas por las noticias que empezaron a llegar a Valencia. Cada vez eran más insistentes los rumores que hablaban sobre la ocupación francesa de España, pero estos no se vieron confirmados hasta el día 23 de mayo de 1808. Desde días atrás, la pequeña placeta de les Panses, se había convertido en lugar de reunión de unos vecinos que observaban, con preocupación, las noticias procedentes de Madrid. La situación ya era tensa días antes de que los valencianos decidiesen declarar la guerra a los franceses, porque no fueron pocos los que ya habían exorado al pueblo para que defendiesen sus tierras y se pusiesen en contra del francés, entre ellos el padre Rico de la pequeña pedanía de Beniferri. Por las calles de Valencia empezaron a circular unos pasquines en donde se podía leer: La valenciana arrogancia / Siempre ha tenido por punto / No olvidarse de Sagunto / Y acordarse de Numancia. / Franceses idos a Francia, / dexadnos en nuestra ley, / que en tocando a Dios y al Rey, / a nuestras casas y hogares, / todos somos militares, / y formamos una grey.
De esta forma llegamos al día 23, para encontrarnos en la plaza con una multitud que se congrega para ser consciente de una fatídica noticia. El rey de España ha abdicado en favor de Napoleón. De repente observamos como un sepulcral silencio se apodera de todos los presentes, pero esa quietud no tarda en quebrarse cuando un individuo anónimo levanta la voz y enciende los ánimos del pueblo de Valencia al grito de ¡Viva Fernando VII! Pocos minutos después las calles de la ciudad del Turia rugen por el sonido ensordecedor de miles de patriotas que, envalentonados, se dirigen hasta la casa de la Audiencia (hoy Palacio de la Generalitat) proclamando su lealtad a la legítima monarquía española. Una vez allí, observan apesadumbrados el patético espectáculo protagonizado por unos políticos mediocres que no se deciden, por falta de valor, a declarar la guerra a aquel que ya ha sometido a toda Europa. Ante dicha situación, el pueblo de Valencia envió un representante, el franciscano Rico, con la intención de firmar un acuerdo por el que la ciudad, después de hacer ondear la bandera como acto de declaración de guerra, se comprometía a reclutar a los hombres jóvenes, entre 16 y 40 años, para luchar por la causa de su rey: Fernando VII.
Mientras dentro se mostraban indecisos, «El Palleter», fuera, entre la multitud, se desenrolla la faja encarnada que llevaba ceñida, la trocea y reparte entre sus compañeros y, guardando el trozo más grande para sí mismo, lo pone en la punta de una caña; a ambos lados pone una estampa, por uno la «Mare de Déu dels Desamparats» (La Virgen de los Desamparados) y por la otra, la de Fernando VII, que había cogido en el comercio de un tal Beneyto. Enarbola Vicente Domenech su «bandera» entre aclamaciones de todo tipo que no cesaban a su alrededor, se dirige Vicente hacia la Plaza del Mercado. Llegan a la casa donde se vende papel sellado y Vicente pide que se lo entreguen todo, y tomando un pliego, sube sobre una silla, lo rompe ante una multitud y dice a gritos: «UN POBRE PALLETER LI DECLARA LA GUERRA Á NAPOLEÓN: VIVA FERNANDO VII, Y MUIGUEN ELS TRAÏDORS”
Tras el levantamiento del pueblo valenciano, simbolizado en El Palleter, contra la orden dada por el gobierno de Madrid de reconocer por rey de España a José Bonaparte, y forzado por la iniciativa popular, tras varios intentos de emitir un comunicado que no molestara a los franceses, el acuerdo declaró, de facto, la guerra a Napoleón el mismo 23 de mayo de 1808 y proclamó como rey de España e Indias a Fernando VII, así como el alistamiento de los hombres de la muy leal ciudad de Valencia para luchar contra los franceses y por la independencia de España. La ciudad de Valencia fue de las últimas en caer en manos de Napoleón, resistiendo hasta casi el final de la guerra y rechazando al ejército francés en varias ocasiones. Nos gustaría terminar este pequeño artículo recordando las palabras de un soldado francés, Pierre Doubon, en carta a su hermano: «Hemos atacado Valencia y cuando nosotros esperábamos mollesse nos hemos encontrado una resistencia sin igual. No hay en el mundo villa fuerte, castillo sin fortaleza que haya defensa más activa ni más opiniatre (obstinada). Los valencianos se han defendido con honor y se han batido con una heroicidad sin par. Un establo es mi tumba…»
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