22/11/2024 04:17
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Todo mi respeto por la memoria de las decenas de miles de víctimas de está maldita pandemia y mis oraciones por el descanso eterno de sus almas. Pero ayer sentí dolor, vergüenza y una profunda pena al ver las imágenes televisadas en directo del llamado homenaje de Estado a las víctimas del Covid-19. Ha sido una jornada verdaderamente luctuosa por lo lejano, ajeno, frío y distante de la ceremonia y sus participantes.  Eso que se dio en llamar como una “ceremonia civil de Estado, totalmente laica” ha sido en realidad una obscena escenificación paródica de lo sagrado, porque en verdad odian y detestan lo verdaderamente religioso y cristiano.

Allí estuvieron, el Jefe de Estado y la familia real, pasando por los miembros del Gobierno y distintas autoridades políticas nacionales, internacionales y autoridades de las altas esferas de la Unión Europea y la OMS. Todos ellos reunidos en círculo en torno a una llama votiva en el centro del Patio de Armas del Palacio Real de Madrid que se asemejaba más a un ritual pagano que a un funeral en memoria de los muertos por el virus y por la incompetencia de los responsables políticos que debieron al menos paliar sus consecuencias.

Lamentablemente, Dios no se hizo presente. Ni siquiera fue nombrado una sola vez en el discurso de S.M. del Reino que un día fue “martillo de herejes y espada de Trento”. Eso sí, la mención moral políticamente correcta hacia “los principios universales de humanidad y solidaridad” no faltó.

La cacareada laicidad y aconfesionalidad del Estado y la solemnidad impostada demostró que no sienten ni pena ni arrepentimiento alguno ante las trágicas consecuencias sufridas por las víctimas y sus familias.

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Al finalizar la escenificación política que solo buscó cumplir en parte y forzadamente con los muertos, cubriéndolos con un manto que pretende olvidar el desastre de una gestión, un actor leyó un poema, se guardó un minuto de silencio y finalizó la ceremonia laica por las “miles de personas que han fallecido por Covid-19 en España” (sic).

Ya pasó, no quedó nada, ni siquiera las cenizas de la llama votiva del pebetero desmontable del patio de armas del Palacio Real. Ahora solo nos queda la memoria de un día verdaderamente luctuoso.

Autor

José Papparelli