25/11/2024 13:00
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Pese a la normalización de lo que debería ser insólito, pedir a una mujer material sexual propio (erótico o pornográfico), es y será siempre deshonroso, para el solicitante y el solicitado. 

La palabra puta continúa inserta en el vocabulario cotidiano. Dado que suele seguir considerándose indigno ganarse la vida copulando, el término también se emplea como insulto modelo, genérico, independiente de su etimología: según la RAE, “quizá del latín vulgar puttus, niño”. Lucir un atuendo (o mejor dicho, falta del mismo) propio de la profesión, también venía unido al calificativo fulana; utilizo el tiempo pasado porque desde hace dos décadas las putas ya no quieren parecer señoras, y las que podrían ser señoras deciden vestir como putas, apariencia férreamente impuesta (si bien disfrazada de inocua tendencia) por las redes sociales y la televisión. 

Hoy día, si una mujer decide cubrir el propio cuerpo, generalmente por motivos de dignidad (no somos animales), higiene y estética (casi todos estamos más guapos tapados, casi nadie es Venus o Adonis), es ridiculizada por muchos, acusada (porque es una acusación, y una forma de discriminar) de ser monjil, mojigata, remilgada… de ser una niña, no una mujer ni una adulta; tampoco atractiva o popular, lo cual en una sociedad exhibicionista y narcisista hasta lo enfermo como la nuestra, equivale para muchos a no existir. 

Desde la pérdida del conservadurismo social, se necesita poner las tetas sobre la mesa para ser una Mujer, llamar la atención o incluso para conseguir un empleo. La carne atrae, reclama, genera conversación; porque es fácil, apela a los instintos, no requiere desconectarse de la anestesia audiovisual y usar la razón. Se precisa capacidad de observación, inteligencia, criterio, sensibilidad, y moral para valorar lo intangible, cruzar la superficie de la carne y alcanzar la esencia humana. Dada la involución que nuestra especie padece desde la imposición dictatorial de las pantallas en todos los ámbitos de la sociedad, esos requisitos resultan inaccesibles para muchos, que, como alternativa, se entregan a la autodestrucción escogiendo lo fácil, rápido, barato, vulgar, y por todo ello, lo vacío. 

Existen varias industrias multimillonarias que a través de esas pantallas desarrollan estrategias publicitarias o de lavado de cerebro, agresivas y omnipresentes, para favorecer la regresión de la inteligencia y la sensibilidad humanas, el abandono del interior y la obsesión con el exterior: moda (compra este pantalón y te sentirás triunfadora y superior), maquillaje, filtros para cámara fotográfica, aplicaciones informáticas y redes sociales; tratamientos estéticos y dietas insanas porque se censuran las arrugas y se impone la talla única. El objetivo de todas esas industrias es la deshumanización, la despersonalización, la masificación que asesina el alma del individuo. Al tiempo, otras industrias igualmente eficientes taladrean la mente (de quien se lo permita) con el mensaje de la autoaceptación y la verdad. Es contradictorio y enloquecedor. 

Muchas de estas empresas están especialmente centradas en la mujer, a quien también se bombardea con el concepto del feminismo, movimiento que murió en los años 70 del pasado siglo debido a que hoy se le ofrece una naturaleza opuesta a la originaria, la real: ser feminista no consiste en practicar el nudismo en la calle o las pantallas, en renunciar a tu feminidad, el matrimonio, o la maternidad, tampoco consiste en odiar a los hombres o buscar destruir su masculinidad; el feminismo pretende que una mujer sea valorada por su intelecto, su cultura, su moral y su personalidad, no su cuerpo.

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La realidad es esquizofrénica: el vocablo puta y sus sinónimos continúan utilizándose ampliamente. Para validar ese insulto mientras mantenemos y ampliamos el mercado de abastos en que se ha convertido la sociedad y la fantasía de las pantallas, hemos generado todavía más disparates poco edificantes: he escuchado con asombro a varias personas (sobretodo mujeres jóvenes) asegurar que si una fémina enseña la teta es sexy, si descubre el pezón cae en el terreno putero; mostrar la nalga es positivamente provocativo, exhibir el ano es pornográfico. 

Mientras se producen estas meditaciones propias de San Agustín de Hipona, los hombres continúan tapados, celebrando que las calles y colegios e institutos se hayan convertido en un prostíbulo orgulloso, en el que las mujeres compiten por desnudarse y recibir estatus a cambio. Porque en ello estriba estar liberada y no ser una facha reprimida. 

No existen fronteras cuando se trata de alimentar el insaciable monstruo de la vanidad y el egocentrismo. Violamos la propia dignidad con el objetivo de recibir atención y escuchar nuestro nombre pronunciado, que se apriete un botón dentro de una pantalla junto a un alias, supuesto representante de nuestra identidad como seres humanos. Mientras, establecemos débiles y ridículos lindes para posicionarnos por encima de los demás y disculparnos: si yo expongo el surco glúteo y tú la hendidura interglútea, tú eres más puta que yo. 

Existe socialmente un gran desprecio y rechazo hacia las profesionales de la prostitución y la pornografía (no tanto “los”). En el año 2020, con comodidad muchos reconocen en público consumir pornografía, pero no presentarían con naturalidad a sus amigos o padres a su novia actriz porno. Entonces, ¿juzgamos la actividad o a sus profesionales? Incontables hombres han recurrido y recurren a los servicios de una meretriz, mientras pública y privadamente las han condenado al infierno y reniegan de ellas como de leprosos. Sin duda, continúa existiendo un halo de vergüenza y condena en torno a la utilización rentable del cuerpo propio. 

La contemplación de la figura humana y del sexo no es inherentemente indecente ni insana, lo inmoral y enfermizo radica en la forma en que se muestren. Las esculturas de desnudo que se encuentran en el Vaticano, son muestra de la culminación del intelecto humano aplicado a la creación de la belleza. Son una manera más de estudiar anatomía humana y materiales de construcción. Constituyen así mismo un símbolo de Occidente. 

Ciertos líderes islámicos, previamente a su visita, han solicitado que las obras de arte del Vaticano sean parcialmente ocultadas para no sentirse ofendidos. Los intolerantes tratan chulesca e irrespetuosamente de imponerse a la cultura que les permite cruzar la frontera, al tiempo que en sus naciones encarcelan o apedrean a una mujer si se muestra públicamente con vestido corto, mientras hacen oídos sordos a las imploraciones de Amnistía Internacional. 

Entretanto, viven con el piloto automático del victimismo: así reaccionan cuando Emmanuel Macron afirma que no quiere terroristas en su nación. Tamaño atrevimiento el del francés… Es preferible arriesgarse a perder vidas humanas antes que desautorizar la entrada de ciertos individuos: no existen límites cuando está en juego recibir el insulto satánico “intolerante”. 

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No todos los musulmanes son terroristas, e incluso algunos son ejemplo de conducta pacífica, pero la mayoría de terroristas que han actuado en los últimos tiempos en naciones extranjeras (Francia, Alemania, Austria y España -Barcelona en 2017-), lo hacen en nombre de Alá. 

Observemos otro ejemplo de demonización del cuerpo humano y prácticas sexuales: continúa habiendo padres que se escandalizan si su hijo ve una teta en televisión o a dos personas mostrando cariño físico o practicando sexo respetuoso y responsable, en persona o en pantalla. Pero no se les descompone el rostro ante el hecho de pasar los días gritándose el uno al otro delante del niño, tratándose con repugnancia o ignorándose. Eso sí trastorna la mente infantil, eso sí causa llagas y puede destrozar el resto de su vida: es difícil tomar decisiones emocionales correctas, saber buscar o construir amor como adulto, si has pasado la infancia rodeado de ataques personales, agresividad y odio. 

 

Volvamos al tema original de este artículo: pese a que existen comportamientos más abyectos en el Parlamento que en las mujeres que abren el cuerpo a cambio de una retribución económica, la realidad es que las profesionales de la prostitución y la pornografía continúan estando desprestigiadas, incomprensiblemente disfrutan de peor reputación que un político ladrón. 

Por ello me he sentido denigrada en las tres ocasiones en mi vida en que un hombre me ha pedido material sexual propio. Entiendo que su intención no era agraviarme, soy consciente de que hoy día esa solicitud está generalizada, pero es humillante que a una la coloquen a la altura de una actriz porno (pese a que la pornografía se haya popularizado y naturalizado). Es ofensivo que piensen que existe una posibilidad de que permita que esa clase de imágenes propias termine en internet (en el caso inusual de que él no las compartiese, todo dispositivo puede ser fácilmente pirateado): un ser humano convertido por voluntad propia en un trozo de carne, para disfrute lascivo de un desconocido en cualquier punto del planeta. Sospecho que los hombres realizan con naturalidad esas demandas de material sexual porque con frecuencia son satisfechas; es lamentable y decepcionante que no existan más mujeres con el valor del respeto hacia sí mismas. 

Cuando esos tres hombres me efectuaron semejante petición, inmediatamente y con dureza afirmé que no tolero enviar ni recibir fotografías ni vídeos de carácter erótico o pornográfico (tras mi negativa, sólo uno de esos hombres se disculpó, porque se dio cuenta de que me había molestado). Nunca en esos tres casos he argumentado mi imposición, porque quedan pocas personas, sobretodo menores de cincuenta años, que conozcan el significado de tener principios morales.

Autor

REDACCIÓN