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Flecha rota es un código militar que puede significar peligro de armas nucleares o denotación nuclear. Aunque, propiamente, tiene un significado más universal en los arcanos de la Milicia. Se empezó a extender dicho código en la Segunda Guerra Mundial y fue frecuentemente utilizado por las tropas norteamericanas en Vietnam. Cuando el mando de una unidad enviaba al cuartel general el código “Flecha rota”, se reconocía que una unidad terrestre o un campamento estaba siendo invadido por el enemigo, las líneas defensivas se habían roto y la tropa estaba desbordada y apunto de ser aniquilada. Ante ello, se sacrificaba la unidad y se solicitaba un bombardeo sobre la tropa propia, para acabar con el enemigo. Con otras palabras “Flecha rota” expresaba el máximo sacrificio de una unidad con tal de poder acabar con el enemigo e intentar ganar una cruda batalla o quizá una guerra.

 

En los inicios de la Transición, mucho buenos católicos y patriotas creyeron en las ingenuas promesas de paz, reconciliación y prosperidad que traería la democracia. El Régimen que se abandonaba había sido tan propicio para tantos, que las expectativas del nuevo proyecto tuvieron que ponerse muy altas para denostar al anterior. Lo que se avecinaba nos había sido presentado como el Olimpo de los dioses en la tierra. Sólo había que hacer pequeños sacrificios en la nueva partida. Debían sacrificarse unos cuantos peones para salvar al rey (en sentido metafórico y real). Los católicos debían abandonar la “trasnochadas ideas” de que la Guerra Civil había sido una Cruzada contra los sin Dios. Debía sacrificarse una “reliquia de otros tiempos” como los del Estado Confesional ¿Cómo defenderlo en tiempos tan modernos que se avecinaban? Los católicos debían aceptar que había unos pobres desgraciados equivocados que creían en dioses falsos y para ello -en nombre de la caridad- había que olvidarse de la Unidad Católica de las Españas.

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A cambio de estos “pequeños” sacrificios, los pastores liderados por Tarancón (y a pesar de tres remilgados obispos “nostálgicos”) prometían que se garantizaría la enseñanza católica, que ni el divorcio o el aborto serían legales en España, que la Iglesia seguiría manteniendo buena parte de sus privilegios y prebendas. Siendo España mayoritariamente católica ¿cómo siquiera imaginar que llegarían al poder los enemigos de la religión? Incluso, ante el silencio de muchos pastores, nos hicieron creer que el mejor católico era el comunista de buena fe. Simplemente que él aún no sabía que era católico, apostólico y romano. Su “no-fe” era sincera y no como la de tanto “católico burgués hipócrita”. Sólo había que darles un poco de tiempo y abrazarían primero el Concilio Vaticano II y después el de Nicea si se terciara. Todo estaba controlado, no había que preocuparse. En conciencia cualquier católico podía votar sí a la Constitución del 78 y el que no lo hiciera sería por la torpe actitud inmovilista del que no quiere estar con “los signos de los tiempos”.

 

Todos estos desatinos los tuvimos que vivir, los que sin mérito alguno, y guiados por la fe del carbonero, intuíamos que nos adentraban en una trampa mortal para el alma y los cuerpos. La Cristiandad siempre ha sido imaginada como una formidable fortaleza. Estas construcciones sólo pueden caer por el triunfo externo del enemigo o por traiciones internas de los llamados a defenderla. Cuando caen las primeras líneas defensivas y se culminan las primeras traiciones es que se anuncia el hundimiento. En la Transición la primera gran trinchera que se perdió, fue la de la batalla contra la legalización del divorcio. Entonces supimos unos pocos que la fortaleza empezaba a tambalearse. Un traidor gobierno Demócrata cristiano, fue el encargado de asestar el primer golpe. Ya sólo era cuestión de tiempo que se fueran perdiendo otras trincheras y defensas. Le siguió la ley de despenalización del aborto. Una vez consumado el dominio del Estado sobre la vida, qué menos iba a pasar con las escuelas. Las sucesivas leyes educativas sirvieron para que se fueran imponiendo las ideologías más perversas entre los más inocentes. Si los cuerpos podían ser asesinados en los vientres de sus madres, ¡Qué menos se iba a ejecutar con las almas de los niños!

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Fueron cayendo trincheras, una a una, y ya sólo quedaba la de la eutanasia. Sin pastores, los lobos han acechado durante 40 años. Las ovejas dispersas y desnutridas de doctrina y gracia, ya ni siquiera han peleado esta última batalla. ¿Qué defender cuando la derrota está anunciada? El enemigo ha desbordado las líneas. Junto a los niños, lo más sagrado de la sociedad que son sus ancianos, han quedado a merced del Estado que debe garantizar la productividad del sistema y eliminar las rémoras que suponen “elementos” demasiado envejecidos y costosos. Como apenas ya hay familias ¿quién ha emprendido la lucha por ellos, por los que nos dieron la vida? Una sociedad que permite asesinar a sus no-natos y ancianos, está irremisiblemente perdida. El último y subsiguiente paso es el sometimiento a la esclavitud total, de cuerpo y alma, sea legal sea informal. Cuando el enemigo ha penetrado en todas nuestras líneas defensivas, como en Vietnam, sólo se puede mirar al cielo y esperar que desde ahí venga la salvación o la aniquilación necesaria para evitar que el mal sigua extendiéndose.

Flecha rota.

Autor

REDACCIÓN