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El concepto de nación de naciones es discutible en la medida en que la nación implica por definición que la soberanía reside en el pueblo, en singular, y es individual. El extendido uso del término entre la izquierda, desde la moderada hasta la extrema, es un indicador de los imaginarios políticos y culturales de la diversidad histórica. Sin embargo, no estamos tanto frente a un problema de definición como de reconocimiento. La polisemia de los nombres atribuidos por las propias élites a sus regiones, tales como «nación», «nacionalidad» y «realidad nacional«, busca el reconocimiento de un estatus histórico que traiga consigo ciertos privilegios constitucionales. No obstante, esta terminología no elude el hecho de que la Constitución se muestra inequívoca con respecto a la cuestión esencial que hay un Estado-nación español y que todas las regiones, independientemente de su definición, están subordinadas a él.

Por supuesto, la gran mayoría de ciudadanos, incluida una gran parte, que puede ser mayoritaria también, en Cataluña y Vascongadas, concibe España como nación. Y lo cierto es que resulta difícil negar su existencia, si entendemos por nación una comunidad con conciencia propia de identidad, con una cultura cívica común subyacente compatible con una diversidad de expresiones culturales y con un proyecto político compartido por la mayoría de los ciudadanos y basados en principios democráticos, multiculturales y autónomos.

Es decir, que ni el ascenso de los neo-regionalismos con un discurso cuasi-nacionalista, ni la pervivencia de la fuerza de los nacionalismos periféricos han atenuado la dualidad de las identidades. Con todo, y pese a la existencia de un pasado reciente y lejano común, una minoría de la periferia no se siente identificada con España debido a la fuerza de los imaginarios nacionalistas subestatales.

Estos discursos nacionalistas, tanto en su vertiente periférica como en la exclusivamente española, comparten definiciones básicas de nación y región, y sus imaginarios del pasado no se sostienen ante un análisis histórico riguroso. Las identidades singulares o la identidad común unicultural que según tales discursos se basan en raíces y relaciones primordiales, son, en realidad, creaciones del siglo XIX y sólo se adecuan en parte a la sociedad contemporánea. La lengua o el origen étnico raras veces han sido y casi nunca son hoy en día la base de la diferencia nacional.

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Sin embargo, el control de los gobiernos regionales por los nacionalistas vascos y catalanes desde la transición a la democracia ha dado lugar, en muchos casos, a la aparición de identidades nacionales exclusivas, por un lado, y a una especie de doble patriotismo o lealtad dual que combina diferentes grados de vinculación emocional con España y con la región.

Los órganos informales, como la familia, las amistades, los medios de comunicación alternativos, la cultura popular y las actividades deportivas, también desempeñan un papel crucial a la hora de crear una identidad nacional. El interés mayor o menor de las élites locales en fomentar la identidad española está en relación con el poder real que el Estado conserva en las comunidades autónomas y los incentivos disminuirán si este se vuelve residual en ellas como ha ocurrido en Cataluña y Vascongadas.

El sistema autonómico ha proporcionado un marco en el que tanto la identidad española como la regional se pueden promover por igual, aunque lo cierto es que la creación de sentimientos regionales parece haber sido más efectiva en el ámbito autonómico. Los sondeos demuestran que la generación más joven, los que nacieron después de la muerte del Generalísimo, es la que posee un menor sentimiento de pertenencia a España y un mayor grado de identificación con la región, González Blasco, 2006.

Las nuevas Instituciones autonómicas y las redes sociales, culturales y empresariales promovidas por las autoridades regionales han desatado una dinámica competitiva propia que obstaculiza el desarrollo del semifederalismo cooperativo que se suponía había de caracterizar las relaciones entre las autonomías y entre éstas y el Estado. La escasa representación de las autonomías a nivel estatal significa que los mecanismos institucionales formales que vinculan al Estado con las autonomías no fomentan precisamente la corresponsabilidad. El Senado representa, sobre todo a las provincias; además, las provincias menos pobladas están sobrerrepresentadas en la Cámara Alta, mientras que los senadores designados por las Comunidades Autónomas están en minoría. El resultado es que con este sistema los gobiernos autónomos no tienen unos incentivos significativos para involucrarse de lleno en el gobierno a nivel estatal. Al contrario, tratan de satisfacer a sus clientes y a sus votantes arrancando al Gobierno central
el mayor número posible de recursos y derechos. El resultado ha sido un vaciado progresivo del Estado que, de seguir ampliándose, podría terminar socavando la cohesión social y nacional como en Cataluña, y no sólo en Cataluña.

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La aceptación, por otra parte generalizada, de las identidades triples, que engloban la identificación con la región, con España y con Europa, demuestra que la pluralidad es una realidad. No obstante esa flexibilidad tiene sus límites. Ni el nacionalismo español que está surgiendo como «extrema necesidad», ni los periféricos han podido o querido desvincularse completamente de sus componentes étnicos. La lengua, la religión o el mito de un origen y una historia comunes persisten como elementos definitorios de la nación. Y esta pervivencia de elementos étnicos constituye un serio lastre para la integración de los inmigrantes, interiores y exteriores, en la comunidad nacional, por mucho que este discurso se vea edulcorado por el lenguaje postmoderno del multiculturalismo de la aldea global.

Autor

REDACCIÓN