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Miedo es la expectativa de una mal futuro; por lo mismo que también admite alguna probabilidad de bien, encierra esperanza. Hay que distinguirlo del temor, un miedo razonado y capaz de prevenir lo temible, así como del terror, un miedo extremo paralizante, y de la desesperación que abandona toda esperanza para aguardar el mal seguro. Pues bien, el miedo no es sino la otra cara del poder. Desear es desear poder y, a la vez, temer ver incumplido ese deseo; el miedo es el deseo de que lo temible no comparezca o de acumular poder para vencerlo…, junto con el temor a no poder. El apetito de poder, materializado por las consignas separatistas en Cataluña y vascongadas, implican una cierta impotencia real, igual que el miedo supone una impotencia, pero contiene también alguna esperanza de superarla.
El miedo radical es el miedo a la muerte como tal, del que las otras figuras del miedo resultan sus síntomas o consecuencias. Pero el miedo específicamente político es el temor a la muerte violenta, que adopta, según los tratadistas clásicos, varias formas:
1ª.- El miedo mutuo o natural, que es el miedo de todos a todos. Se trata de una pasión todavía pre-política pero sin ella el hombre carecería de motivo para ingresar en el orden civil. Es el miedo que impregna el estado de naturaleza o de guerra.
2ª.- El temor al estado de guerra, o sea, el miedo mismo al miedo indefinido e insuperable. En tanto que producto último del estadio anterior, conduce a la voluntad de paz mediante la transformación del miedo mutuo en confianza recíproca o pacto social. La condición de posibilidad de este pacto es que haya miedo, pues quien no teme, no pacta; pero no un miedo extremo que desdeñe todo arreglo pacífico, Para que tal pacto sea válido es preciso que exista ese miedo natural, no un miedo sobrevenido o «justificado», es decir el temor fundado a que la otra parte incumpla su parte en el pacto. Podemos decir que en el caso de Cataluña, nos encontramos en una situación en la que una de las partes no cumple lo pactado ni tiene ese miedo natural imprescindible para crear pactos, ni temor a que el poder del Estado cumpla con sus obligaciones. Y así surge entonces:
3ª.- El miedo común o civil, que es el miedo al soberano o al Estado, el miedo de todos a uno. Pues no basta el mero conocimiento de las leyes naturales ni la alianza de muchos, si no se hace temer, para librarnos del miedo. El único remedio contra aquel miedo recíproco inicial es el miedo a un poder también común que entre todos hemos constituido y a un tiempo depositado en el soberano; esto es, el miedo al castigo previsto y efectivo que está contemplado en la Constitución bien por la intervención por parte del Estado de las Instituciones que gobiernan la Autonomía, bien por el uso efectivo de la fuerza contemplado en el artº 8º. De suerte que el poder del Estado llega tanto como su capacidad de infundir ese miedo común capaz de suprimir nuestro miedo mutuo. En cuanto que este ha reaparecido, ha desaparecido el poder soberano o del Estado como en Cataluña.
4ª.- El miedo del Estado mismo, que se manifiesta primero como miedo al poder de otro Estado, y que es señal de permanencia del estado de naturaleza y guerra en el orden internacional. La lógica del pacto social no descansaría hasta asegurar la paz perpetua… Pero también hay un miedo del estado hacia sus ciudadanos, el miedo de uno a todos, porque la multitud resulta temible a los que mandan, y les retiene así de caer en un poder absoluto, que es lo que puede pasar en España en general.
Así, pues, la falta de miedo, justificado por una impotencia acomplejada por parte del gobierno de España, a ser corregido es la razón de ser de esta manifiesta sublevación catalana.
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